Clifton Pollard estaba bastante seguro de que le tocaría trabajar el domingo, así que se levantó a las 9 de la mañana en su departamento de tres habitaciones de la calle Corcovan y se puso el overol caqui antes de entrar a la cocina a desayunar. Su mujer, Hettie, le preparó huevos con tocino. Entonces recibió la llamada que estaba esperando. Era Mazo Kawalchik, capataz de los sepultureros del Cementerio Nacional de Arlington, donde Pollard trabaja para ganarse la vida. “Polly, ¿podrías estar aquí sobre las once de la mañana?”, preguntó Kawalchik. “Supongo que sabes a qué se debe”. Pollard lo sabía. Colgó el teléfono, terminó su desayuno y dejó su departamento para poder pasar el resto del domingo cavando la tumba de John Fitzgerald Kennedy.
Cuando Pollard llegó a la fila de garajes de madera amarilla donde se guardan las herramientas, Kawalchik y John Metzler, el superintendente del cementerio, estaban esperándolo. “Perdón por hacerte salir así un domingo”, dijo Metzler. “No digas eso”, respondió Pollard. “Es un honor para mí estar acá”. Se puso detrás del volante de una excavadora. Cavar tumbas no es un trabajo de hombres y palas en Arlington. La excavadora es una máquina verde con un cubo amarillo que cava la tierra en dirección al operario, no en dirección opuesta a él, como hace una grúa. Al pie de la colina, enfrente de la Tumba del Soldado Desconocido, Pollard empezó a cavar.
Las hojas cubrían el césped. Cuando los dientes amarillos de la excavadora mordieron por primera vez la tierra, las hojas hicieron el sonido de una trilladora, que pudo oírse por encima del ruido de la máquina. Cuando el cubo se levantaba con su primera palada de tierra, Metzler, el superintendente del cementerio, se acercó y echó un vistazo. “Esta tierra es buena”, dijo Metzler. “Me gustaría guardar un poco de ella”, dijo Pollard. “La máquina ha hecho unos surcos en la hierba por aquí y me gustaría llenarlos y sembrar un buen césped, me gustaría que todo quedara, ya sabes, bonito”.
Pollard tiene 42 años. Es un hombre delgado con bigote que nació en Pittsburg y cumplió servicio como soldado raso en el Batallón 352 de Ingenieros en Birmania durante la Segunda Guerra Mundial. Es un operador de maquinaria de grado 10, lo que significa que gana 3,01 dólares por hora. Uno de los últimos en atender a John Fitzgerald Kennedy, quien fuera el presidente número 35 de este país, fue un obrero que cobra 3,01 por hora y dijo que cavar su tumba era un honor.
A las 11 y cuarto de la mañana, Jacqueline Kennedy empezó a caminar hacia la tumba. Inició su camino desde el pórtico norte de la Casa Blanca y, lentamente, siguió el cuerpo de su marido, que se encontraba dentro de un ataúd cubierto por la bandera, atado a su vez con dos cinturones de cuero negro a un coche militar de dos ruedas tirado por caballos y con los ejes de metal pulidos. Caminó derecha y con la cabeza en alto. Caminó sobre el camino de grava y a través de las sombras que arrojaban las ramas de siete robles sin hojas. Caminó lentamente delante de los marines que llevaban las banderas de los estados de este país. Caminó delante de personas en silencio que se esforzaban por verla y que luego, tras verla, agachaban la cabeza y se llevaban las manos a los ojos. Caminó dejando atrás la puerta noroeste y por el medio de Pennsylvania Avenue. Caminó con paso ajustado y la cabeza en alto y siguió el cuerpo de su marido por las calles de Washington.
Hubo misa y luego la procesión hasta Arlington. Cuando ella llegó a la tumba en el cementerio, el féretro ya estaba en su lugar. Había sido acomodado sobre rieles de metal y estaba listo para ser descendido dentro de la tumba. Éste debe ser el peor momento de todos, cuando una mujer ve el ataúd que lleva a su marido listo para ser enterrado. Ahora ella sabe que es para siempre. Ahora no hay nada. No hay ataúd que besar o abrazar con las manos. Nada material a lo que agarrarse. Pero ella caminó hasta el área del entierro y se detuvo delante de una fila de seis sillas verdes, empezó a sentarse pero luego se puso rápidamente en pie y así se mantuvo, porque no iba a sentarse hasta que el hombre que dirigía el funeral le dijera qué asiento debía ocupar.
La ceremonia empezó, con aviones rugiendo sobre las cabezas de los asistentes y hojas cayendo del cielo. En esa colina detrás del féretro, la gente rezó en voz alta. Había fotógrafos y periodistas y soldados y hombres del Servicio Secreto y todos ellos decían sus oraciones en alto, sollozando. Enfrente de la tumba, Lyndon Johnson mantenía la cabeza girada a su derecha. Es el presidente y debe mantener la compostura. Era mejor que no mirase demasiado a la tumba y el ataúd de John Fitzgerald Kennedy. Luego todo se había acabado y las limusinas negras se apresuraban bajo los árboles del cementerio y fuera, en el bulevar frente a la Casa Blanca. “¿Qué hora es?”, le preguntó alguien a un hombre que estaba en la colina. Miró su reloj. “Tres y veinte”, respondió.
Clifton Pollard no estaba en el funeral. Estaba detrás de la colina, cavando tumbas por 3,01 dólares la hora en otra sección del cementerio. Sin saber a quién pertenecerían. Tan sólo las cavaba y las cubría con tablas. “Serán usadas”, dijo. “Pero no sabemos cuándo. Intenté ir a ver la tumba”, dijo. “Pero había tanta gente que un soldado me dijo que no podía acercarme. Así que me quedé aquí y seguí trabajando. Pero más tarde me acercaré. Para echar un vistazo y ver cómo está todo. Como le dije antes, es un honor”.
El columnista norteamericano Jimmy Breslin, uno de los pioneros del Nuevo Periodismo, murió el domingo pasado, a la edad de 88 años. Esta es la mítica columna que se suele usar como uno de los más logrados ejemplos de un género en el que siempre se nombra antes a celebridades como Tom Wolfe o Hunter Thompson. Publicada al día siguiente del entierro de John Fitzgerald Kennedy, es una muestra perfecta del mejor trabajo de Breslin, siempre en busca de un punto de vista propio, que lo diferencie del resto. Al igual que Gay Talese, Breslin pensaba que el que pierde siempre es más interesante que el que gana.