“Ya no eres lino, plano humilde, tela / ya eres barco celeste, brisa, vela.” Los versos de Rafael Alberti pueden ser dichos en voz alta al momento de la inauguración. Y sin duda no faltará distraído o distraída que sin querer queriendo logre vencer el frágil equilibrio. Movimiento inesperado: algo de pronto golpeará el piso. Pero los accidentes no arruinan los materiales, sencillamente los ponen a prueba. Daniel Joglar es un referente ineludible en ese campo muchas veces secreto que es el arte. Tiene 51 años y no ha perdido su espíritu jovial y juguetón con el que lleva más de 20 años haciendo obras de una cautivante simpleza que arremolinan con gusto nuestros sentidos. En pleno brindis, un chico con mochila pasa apurado y una varilla de metal (parte de una composición mayor) cae al piso de la galería Benzacar haciendo un efímero y vistoso escándalo. Daniel lo ve pero Orly, una de las galeristas, atenta devuelve la varilla a su sitio. ¡Y la varilla retorna gustosa al plano simbólico!
Es difícil imaginarlo a Daniel Joglar tal como el se recuerda en sus inicios. Nacido en Mar del Plata salió de la escuela técnica y durante un tiempo estudió bioquímica pero unos trámites burocráticos que se estiraban sin resolver lo alejaron de las probetas para siempre. Probó arquitectura y se asomó al claustro de la filosofía hasta que un buen día llegó al arte. “No soy artista de vocación, lo fui buscando”, cuenta, sonríe y exagera rememorando la época en la que se anotó en la escuela de arte: “¡Era un desastre!”. En aquél entonces la Malharro como se conoce a la academia en la Feliz, quedaba en la calle Funes y era una casa muy pero muy vieja. Tenía un tanque de agua que en ocasión de un gran temporal se vino abajo, cayendo y desparramándose justo dentro de la escuela. Los estudiantes terminaron ese año asistiendo a clases en plazas y en espacios más extraños aún como un jardín de infantes. “Mi formación fue muy experimental y de mucha libertad.” Las ideas de la Bauhaus calaron hondo en una generación docente que se permitió correrse del plano de la autoridad. Joglar confiesa que más que el óleo disfrutaba probando con pigmentos y con ferrite. Mostró en todos los bares de Mardel con lo cual la ciudad ya le iba quedando chica cuando por fortuna fue elegido por Guillermo Kuitca para participar en una de sus becas.
Veinte años haciendo muestras equivalen a una buena parte del camino recorrido y una intuición en plena forma inspirada por imaginarios disimiles, como alguna vez fue la magia, con delicadas puestas en escena de varitas y exuberantes texturas que emergen de pronto a través del corte circular de un material. Muchos se preguntarán cómo entra un material en la órbita de Daniel Joglar: puede haber sido visto en un escaparate o ser fruto de un regalo que le prodigó un amigo. Las librerías y mercerías a todas luces son grandes proveedores de su mundo. Joglar prueba cosas, ensaya como mostrar o como hacer trabajar al material. A las cosas le van pasando cosas. Hay superficies que lucen enmascaradas y hay materiales que se alteran completamente como cuando en un Bello Jueves llenó un salón de pinturas clásicas con cientos de hojas de árboles prolijamente recortadas que auguraban la llegada de una estación desconocida. Nada se interpone en su búsqueda: compra papeles que se usan para encuadernar porque el motivo le ofrece algo elegante y enigmático, manda a guillotinar resmas con medidas precisas para hacer una torre de un color elegido.
En los últimos dos años algunas galerías porteñas pegaron el estirón y se impusieron los grandes galpones como una escala posible para el arte local. Frente al desafío no es raro preguntarse: ¿como llenarlos? Dándole vueltas a la cuestión, Daniel reconoce que la muestra habla desde el otro extremo: desde un vacío. “Un día estaba con el celular probando la búsqueda por voz. ¿Sabés cómo es? Abrís una aplicación y dejas el micrófono ahí escuchando. Yo estaba pensativo, al rato escucho que el celular me contesta ‘si dijiste algo no se oyó’. Lo cual, más allá de sentirme esclavizado o de vivir a la tecnología como apéndice me inspiró para ponerle ese nombre a la muestra. Es un chiste pero es algo que nos pasa. Una necesidad de llenar no se qué, participamos constantemente de redes, hay un pedido de decir, de comunicar, de poner cosas.”
La muestra camina sobre una delicada frontera cuestionándose y cuestionándonos lo mucho y lo poco. ¿Cuanto poco hace falta para sentir que ahí hay algo? En la muestra hay un estado de pregunta, una inquietud que se explora con los sentidos. Las obras se reparten el espacio dejando mucho lugar entre sí. Son obras que se detienen en la veta de la madera, en el diseño de un taper que el artista decide trasladar a un material más noble y recién ahí uno percibe un oleaje, como si alguien hubiese arrojado una piedra al agua y se cristalizara el momento posterior. Otra obra responde a la pasión por móviles que Alexander Calder popularizó antaño en museos. Joglar apuesta nuevamente al cuidado de los magos para colgar cada varilla de un hilo apenas visible y eleva círculos en una paleta neutra de negros y blancos que se recortan sobre los grises en derredor. Solo las corrientes de aire logran alterar esos cuerpos sostenidos en suspenso.
Si el arte sabe mostrarse espectacular, Joglar nos da la posibilidad de pensarlo dos veces. En un tiempo atravesado por el imperativo de lo que cambia y se renueva permanentemente el artista asume su silencio. Eso que resulta parecido a la quietud aunque quizás cobije pequeños movimientos, rarezas y anomalías nos ayuda a captar la naturaleza más efímera del conocer. La labor del artista se resignifica, no porque suene bien decirlo sino porque nos permite contemplarnos a nosotros mismos a cierta distancia. Los límites de las experiencias son íntimos e involucran un dejarse llevar: como el velamen de un barco, el arte se monta sobre un gran viento escondido en los sentidos de la multitud. La muestra insiste en lo fugaz: lo que nunca habría que olvidar es cómo llegamos a lo sutil. Con el mismo fervor que Alejandra Pizarnik escribió alguna vez en Los trabajos y las noches: “que tu cuerpo sea siempre un amado espacio de revelaciones”.
Si dijiste algo, no se oyó se puede ver de martes a sábado de 14 a 19 en Juan Ramírez de Velasco 1287, Galería Ruth Benzacar. El 5 de abril el artista brindará una ceremonia de té y el 12 participará en un encuentro de cierre junto a Juan Laxagueborde.