El 18 de julio de 1994, día que explotó la bomba en la AMIA, Inés Ulanovsky se encontraba en su casa, ubicada justo enfrente. Todos los vidrios de las ventanas estallaron, hubo gritos, desconcierto, pero afortunadamente nadie de su familia salió lastimado. Ella ya hacía fotos y con las manos temblando cargó la máquina con la que registró su cuarto, su escritorio, la escalera y hasta ahí llegó. A partir de ese día, cada aniversario del atentado fotógrafos y periodistas se apostaban en su edificio y el de enfrente, puntos de vista certeros para registrar el lugar donde habían ocurrido los hechos. Ella también, cada año, como un ritual, hacía una fotografía. Una década más tarde, en medio de una mudanza encontró esos primeros negativos sin revelar y los miró con una lupa contra la ventana. Se encontró con algo increíble: en una de las fotos se ve en una ventana del edificio de enfrente a un fotógrafo con el rostro semi escondido detrás de su cámara. Era Diego Levy, su marido. Le había sacado una foto antes de conocerlo. La foto de una conmemoración, de un duelo, cifraba de un modo fugaz, el futuro.
Esta es la historia que abre Las fotos de Inés Ulanovsky. Un libro único, excepcional, un libro de relatos sobre fotos que de algún modo registra la relación que esta artista tiene con la imagen y la palabra, desde hace años. No se trata solo de describir fotografías, sino de todo lo que éstas --como pequeñas cajas de pandora—abren, todo lo que cuentan sobre el pasado y sobre el futuro, por su disposición a lo espontáneo, por la relación privilegiada que la fotografía tiene con el azar. La prehistoria del libro se vincula también con este suplemento, ya que Inés publicó en 2013 la historia de aquella foto que por casualidad le hizo a Diego Levy. Ella lo cuenta así: “Aproveché la publicación de ese texto para incluir un recuadro en el que convocaba a ‘la gente’ a mandarme por mail sus historias sobre fotos. Con un optimismo desmedido me imaginé recibiendo miles de relatos extraordinarios de personas de todo el país e incluso del mundo. El plan era bueno pero, a la cuenta de correo que abrí especialmente llegaron muy pocos mails. El proyecto me pareció inviable y lo abandoné. Cada tanto lo veía pasar en mis libretitas viejas y algo de lo inconcluso me resultaba muy incómodo. En 2019 tenía que escribir la tesis de la Maestría de Escritura Creativa de UNTREF y decidí que tenía que escribir sobre fotos. Volví a esa casilla de mails abandonada hacía seis años y encontré un correo de Maia Gattas Vargas –a quien no conocía- en el que me contaba que había visto la nota y me compartía una gran historia de la foto de sus padres. Le contesté disculpándome por los años de atraso en mi respuesta y pedí hacerle una entrevista, que por suerte aceptó. Con ese material escribí un capítulo que, de algún modo, fue la matriz para los capítulos que siguieron.”
Así es como empezó este libro. Una historia escondida y recuperada, una solicitada y luego abandonada. Cruces entre la fotografía, la memoria y la casualidad. Y también entre la trama personal –padres e hijos, maridos y esposas—pero que alcanza lo social, lo histórico y lo político del modo menos pensado.
EL HOMBRE BAJO EL AGUA
El relato matriz entonces, se llama Sudestada. Comienza con la descripción de un trofeo de pesca que Maia Gattas Vargas heredó de su padre. Este objeto, junto con otros tres –de los que hay relatos cruzados y no está confirmada la veracidad de la procedencia—son los únicos recuerdos materiales que ella conserva de su padre. Nació apenas dos meses antes de su muerte. Hay además una foto que recuerda la fecha en que ese trofeo de pesca fue conseguido. En ella están sus padres jovencísimos abrazados y atrás el Río de la Plata planchado, es septiembre de 1979. El padre de Maia amaba pescar y ese era su lugar en el mundo. La imagen fue conservada por su madre durante veinticinco años adentro de una Biblia, como una estampita. Inés Ulanovsky describe la imagen con palabras precisas, incluso la inscripción en birome que tiene atrás, que dice: “Dios es amor, y el que ama permanece en el amor y Dios en él.” En septiembre de 1986 Luis Andrés Gattas --el papa de Maia—salió a pescar con un amigo, por la zona de Olivos. Unos prefectos que recorrían la zona les advirtieron que se venía una sudestada. Los amigos no hicieron caso, entraron igual. La tormenta se produjo. Al día siguiente comenzó una búsqueda que llevó adelante Prefectura, la policía, familiares, amigos. El relato de Ulanovsky reproduce el diario íntimo –real—de la abuela de Maia. Allí también, como en las fotos, encuentra y deja ver la belleza de los documentos. No hace falta agregar palabras a la tristeza de aquel momento. En la desesperación y con la idea de direccionar la búsqueda, la familia contrató a un parapsicólogo, que les dijo que Luis iba a aparecer cerca de un águila. Después de cinco días de intensa búsqueda el cuerpo fue encontrado flotando justo en el lugar de aquella foto feliz, a unos doscientos metros de un parador llamado “El águila”.
El relato se cierra con la foto mencionada. En una hoja aparte, una vez que las voces que contaron una historia, ya se apagaron. En el caso de la imagen de la los padres de Maia uno descubre mínimos detalles que no habían sido dichos: las puntas dobladas de la foto, las sonrisas de ambos protagonistas, la manera que su padre mira a su madre. Este procedimiento se repite a lo largo de todo el libro. Inés explica: “Con la estructura tuve claro que quería que el texto estuviera primero y que al terminar de leer esté ahí la foto, tal vez para confirmar o refutar la idea que el lector tuvo al leer. Quería lograr ese efecto, de imaginar la foto leyendo el texto primero y después ver la foto de verdad. Me parece que ocurre algo ahí que es interesante, en el encuentro de esos dos lenguajes juntos. Se potencian pero no necesariamente uno explica al otro. Ni las fotos están ahí para ilustrar los textos, ni los textos para explicar las fotos.”
ARCHIVOS INCOMPLETOS
Hay que decir que Inés Ulanovsky viene trabajando de forma continuada en archivos fotográficos desde hace muchos años. Ese oficio con fotos añejas, carpetas vetustas, estantes polvorientos, documentos que otros tiran y ella recupera, es un poco la historia de su vida. “Mi primer trabajo consistió en armar el archivo de notas de mi papá, Carlos Ulanovsky. Yo tenía unos 15 años y él me dio unas cajas repletas con sus publicaciones originales para que se las ordenara por medio y fecha. Me acuerdo que a esa edad en la que nada me interesaba demasiado, entender la lógica que debía tener un archivo fue algo importante. Como si en esa simple operación que mi padre encontró para que yo hiciera algo además de ser adolescente y quejarme del mundo, empezó a gestarse un interés mío por los documentos originales. Mi mamá que había sido fotógrafa también aportaba sus cajas repletas de negativos y copias que aparecían por toda la casa. Era muy frecuente abrir un cajón de la cocina y que apareciera una foto de cualquier cosa.”
De este modo despuntó un interés, que se desarrolló paralelo a su trabajo como fotógrafa: “A los 19 años entré a trabajar en la sección fotografía del diario Clarín. Era un trabajo full time, súper estresante. Había que lidiar con los cierres, los tiempos, las exigencias y algunos jefes muy malvados. A mí lo mejor que podía pasarme era que me mandaran al archivo de papel, un espacio enorme, laberíntico, repleto de muebles metálicos ordenados por orden alfabético y perderme ahí, abriendo cajones y mirando fotos.” Y después comenzó la tarea archivística en serio: “Trabajé en el Archivo Biográfico de Abuelas de Plaza de Mayo, un proyecto importantísimo en el que colaboré durante algunos años que consistía en armar una caja con fotos, documentos y entrevistas para los nietos que iban siendo recuperados pudieran tener acceso a sus archivos familiares. En 2008 junto a Lucila Quieto, trabajamos en la Fototeca de ARGRA (la Asociación de Reporteros Gráficos de la República Argentina). Finalmente trabajé varios años en el Archivo Nacional de la Memoria. En ese recorrido aprendí mucho de archivos, fotógrafos, autores y cuestiones técnicas pero básicamente confirmé mi interés por las fotos analógicas, las que se pueden tocar, perder y volver a encontrar. Durante todo ese tiempo fui juntando esos pequeños hallazgos.”
Del tiempo en que trabajó en la fototeca de ARGRA es otro de los relatos, ocurrido en 2008 y protagonizado por un joven llamado Daniel Bibiano. En marzo de ese año Daniel vio la foto de un hombre en el diario -- un articulo con el título “Imágenes en busca de la memoria”-- que podía jurar que era él. Resultó que no era él sino de su padre, a quién no había conocido, ni visto jamás en una foto de esa edad. La historia que precede esta foto es un poco compleja, Ulanovsky la despliega como una línea de tiempo muy ajustada, con años, meses y días exactos. Todo comenzó cuando cuando Clarín compró el diario La Razón en el año 2000 y en un gesto incomprensible, decidió tirar su archivo fotográfico a la basura. Alguien alertó a la Asociación de Reporteros Gráficos, un socio se acercó al volquete donde estaba el material y recuperó siete bolsas de consorcio completas con papeles y fotografías. En 2007 Inés y Lucila Quieto son convocadas para organizar el archivo de ARGRA. Entonces detectan en estas bolsas unos sobres con las carátulas Subversión, Extremistas y Allanamientos. Eran recortes periodísticos y legajos policiales originales, con retratos de personas detenidas con nombre y apellido. Son fotos de prontuario, con flashes que dejan ver golpes, cortes y el terror en la cara de los protagonistas. Todo fechado en 1975. Entre ellas, la foto de Pedro Tomás Bibiano. Junto con el equipo Argentino de Antropología forense completaron la información de varios de los retratados – muchos de ellos estaban desaparecidos- y confirmaron el enorme valor de ese hallazgo.
Esas fotos formaron la muestra Archivos incompletos que Lucila Quieto e Inés Ulanovsky hicieron con ese enorme material. La gacetilla que mandaron a los medios tenía la foto de Bibiano padre, que su hijo reconoció en el diario. Días después se encontró con las archivistas, que le dieron copias de la imagen y lo ayudaron a reconstruir la historia de esa fotografía de la que no tenía idea y ni siquiera podía imaginar. Ulanovsky cierra el texto con una entrevista reciente que le hizo a Daniel en la que confiesa que no mira esa foto seguido. Le cuesta ver a su padre con esa expresión. Como si la autora dijera, las fotos pueden ser también una evidencia, que si llega a los ojos precisos ya cumplió su cometido, no necesita mirarse más que una vez.
FOTOS ESCONDIDAS, FOTOS PERDIDAS
Otros de los capítulos de libro cuentan historias de fotos encontradas en la calle. Hay dos historias que tienen como protagonista a Mariano Libertella, uno de los principales proveedores de la página de Facebook Negativos encontrados, en la que se suben periódicamente fotos de autores y protagonistas desconocidos, que alguien rescató de la basura. En otro capítulo es la propia Inés la que –ya obsesionada con la escritura de este libro—encuentra fotos en un conteiner cerca de su casa. Imágenes de un hombre de vacaciones con un amigo, en distintos lugares de la Argentina. La autora elige suponer que se trata de un amor oculto, algo que esos muchachos de antaño no podían llevar adelante en su casa, ni su ciudad. Esa es la historia detrás de "Dos hombres frente al monumento a la Bandera de Rosario".
.
Hay varios de los capítulos en los que las historias la tocan más de cerca, como es el caso de la foto de Diego Levy, pero también la que ilustra la tapa del libro, de su abuela materna, e incuso las fotos del sepelio de Perón tomadas por su propia madre Marta Merkin, que encuentra en un archivo sin autoría y reconoce, por la letra de su mamá. Inés explica: “Al principio por pudor dudé en incluir algunas de las historias personales y familiares, pero después me pareció que era desde ahí, desde esa devoción mía con las fotos que yo estaba escribiendo y decidí incluir todo, fue como juntar muchas cosas con las que tenía la sensación de querer hacer algo pero no sabía con qué forma. En el libro conviven entonces historias propias y ajenas y paso de la primera a la tercera persona con bastante libertad. Trabajé con fotos de universos muy diferentes, desde álbumes familiares a prontuarios policiales pero todas comparten la condición de haber sido protagonistas de una historia y eso me pareció que era el único hilo conductor que me interesaba respetar.”
Hay dos capítulos de fotos tomadas por fotógrafos profesionales, es decir, no fotos amateur, o documentos pensados con otros fines. El primero de ellos es del fotógrafo oriundo de Chivilcoy Daniel Muchiut. Durante muchos años este fotógrafo retrató a Oscar Ojeda, un hombre que vivía en la calle, más precisamente en un auto abandonado en el “Puente de las tres bocas”, el punto donde confluye el agua de toda la ciudad. Sobre ese hombre se decían muchas cosas: que había matado a alguien, que había estado preso, que comía perros, o que era el mismísimo hombre de la bolsa. Nadie sabía quién era y él no hablaba. Así que era una especie de mito viviente y abandonado de la ciudad. Muchiut quiso retratarlo y Oscar aceptó. Las primeras fotos son de 1998 y se lo ve mimetizado en un cúmulo grisáceo de bolsas, perros y basura. Los años pasaron y fotógrafo y fotografiado entablaron una amistad, en la que el primero registró todos los lugares donde vivió: aquel auto, una tapera, una pensión, la calle y finalmente el geriátrico municipal. Muchiut retrató a Oscar durante dieciocho años. El resultado es una serie llamada La vida de Oscar, que luego también se convirtió en un film documental dirigido por Muchiut y el colectivo de arte “La confianza”. Cuando se realizó la difusión de la película, los llamaron desde una asociación para decirle que estaban buscando a un tal Oscar Ojeda. Lo buscaban sus hermanos con una sola foto de cuando los tres eran chiquitos. Los datos coincidían y ahí se produjo el milagro. Era el mismo que sus hermanos Irma y Raúl estaban buscando desde hacía 55 años. Venían de una familia rota, habían sido separados de niños y dados en adopción. Irma y Raúl siempre habían mantenido el contacto y siempre habían buscado a su hermano.
Fue gracias a Daniel Muchiut y la amistad que entabló a través de la fotografía, que la familia pudo reencontrarse en 2017. Inés Ulanovsky concluye su capítulo diciendo que desde ese día, todos los cumpleaños, las navidades, los años nuevos los hermanos se reúnen. “Ahora tienen nuevas fotos de los tres juntos.”
UN A ESTRELLA EN EL CAMINO
Sobre el final del libro, está la segunda historia protagonizada por una foto profesional. Como si tratara de una novela de Manuel Puig, esta historia es contada íntegramente con correos que enviaron sus actores: Dimas Peña y la fotógrafa Estrella Herrera. Sobre el fin de verano de 2017 Herrera había retratado a Dimas con su mujer Corita en Mar del Plata, muy cerca de Playa Grande. Una pareja mayor, simpáticamente ataviados con sombrero de ala –ella—y casco --él— subidos a una moto de gran carrocería. Habían intercambiado sus direcciones de mail para que después de publicarlas en la Revista Lugares, pudiera mandarle algunas copias al matrimonio. El hombre le escribe varias veces, la reportera se encuentra de viaje y le contesta días después, mandándole las imágenes. Él responde parcamente agradeciendo, pero un mes más tarde manda un mail más extenso en el que explica el por qué de su insistencia. Había sido un verano inolvidable para ambos, porque había sido el último. Corita – hasta el nombre parece propio de un personaje de Puig—padecía una enfermedad grave y poco después de ese encuentro había fallecido. Pero las fotos llegaron a tiempo. “Reenvié la foto a todos los amigos, familiares, grupos de WhatsApp de acá, de allá, de más allá. Las fotos geniales, el escenario divertido, para quién conocía a Corita, el personaje ideal. Las edité en el celular, sepia, blanco y negro, antiguo.” El tiempo los favoreció aún más: “El martes por la tarde la voz anunciando que había salido la foto a página entera, vio la foto y fue lo último que vio. A las pocas horas descansó en paz”.
La respuesta de Estrella Herrera sirve también para pensar en el poder que tienen las fotos, ese puente entre los vivos y los muertos del que habló Roland Barthes, pero también muchos otros lazos, todo lo que en ellas pervive: “Leí tu carta hace unas horas y desde entonces estoy pensando en ustedes. Lo cierto es que quedé impactada y conmovida. Siempre que saco retratos siento que es algo que se hace en colaboración, junto con las personas y por eso me gusta mandárselas. Por eso y porque sé que –junto conmigo—son quienes más disfrutan de verlas. Una foto vive más rodeada de los suyos.”
¿Cuál es el poder que tienen las fotografías, capaces de desatar tantas historias a su alrededor? Muchos escribieron sobre esto, desde el mencionado Barthes a Susan Sontag pasando por el infinitamente citado Walter Benjamin. Índice de que algo fehacientemente “estuvo ahí”, huella indeleble, las fotos conservan el tiempo “como las moscas atrapadas en el ámbar”. A lo largo de su libro Inés Ulanovsky desenrolla, como una película, una pequeña teoría. Y se atreve a discutir ese asentado concepto de que en las fotos no hay aura como en la pintura, porque el proceso que las concibe es mecánico y perpetuamente reproducible. O más que discutirlo, actualizarlo, pensarlo a la luz de los nuevos lugares a donde nos lleva hoy la fotografía: “Creo que en esta época de invasión de imágenes, tengo una idea caprichosa y simplista que indica que lo analógico tiene aura y lo digital no. El peso, la materialidad, las marcas del paso del tiempo y los detalles que se pueden advertir cuando uno mira una copia de papel son también parte de esa experiencia capturada, no solo desde el momento en el que se hizo el registro, sino que también nos da información del recorrido que tuvo ese objeto foto. Entonces por más que pueda haber más de una copia, hecha desde un negativo, cada foto es única.”