En ese suburbio de Broadway llamado la calle Corrientes, específicamente, en el teatro Lola Membrives, en 1995 (año clave en la idea de que Argentina podía ser otro punto en el mapa estelar de la globalización), una pieza teatral había cautivado la atención del gran público, invitando a familias de la más diversa procedencia social a sentarse en la butaca y disfrutar las mieles de un musical que era la fiel adaptación de otro musical, ese sí, norteamericano. Que, cosa rara en estos giros del destino, era la adaptación de una novela de un argentino (la cual se había hecho conocida por una adaptación cinematográfica en 1985), y en cuyas páginas se mostraba también esa tensión entre sensibilidad y mandato ético, entre cine y política. Valeria Lynch, hoy diva intocable que ha renovado la fe popular en el amor por un romance imposible, interpretaba por esos años el papel principal en la obra El beso de la mujer araña, con Juan Darthes en el papel de Valentín y Anibal Silveyra en el de Molina. El primero hoy es un otrora galán repudiado por abusos y un terrible acto de violación que llevó a la exposición pública sus crímenes; el segundo es un talentoso actor y bailarín, medido profesional, que hace más de 20 años vive en Toluka Lake, muy cerca de Hollywood. El beso de la mujer araña, con dirección de Harold Prince y música a cargo del mismo duo que produjo la obra Cabaret, fue un éxito rotundo, recibiendo aquí premios ACE para sus actores y hasta un CD con las canciones de la obra. “Si en una celda ahora estás / tu fantasía te salvará ”, cantaba Valeria, en un despliegue de luces y colores. Parece mentira, pero lo que rodea a la obra termina pesando más, para nosotros, que la obra en sí misma. Digamos, la realidad que envuelve a esa ficción. Y es que justamente a la realidad le encanta copiarse argumentos que parecen sacados de la imaginación literaria, cinematográfica, de Manuel Puig.
A treinta años de su fallecimiento, el 22 de julio de 1990 en Cuernavaca, México, la literatura y la cultura argentina, todavía se debaten entre los extremos que Puig sorteó para llegar a libros únicos: si en El beso de la mujer araña tenemos en la figura de Valentín y Molina exponentes de una tensión muy propia de finales de los 60 y comienzos de los 70, esto es, cambio político-revolucionario y banalidad de los medios masivos de comunicación, Puig, sencillamente, los ponía en la misma celda y los obligaba al diálogo. Las diferencias, en una dialéctica inmejorable, los terminaba aliando para siempre frente al terror político (recordemos, la novela sale, justamente, en 1976, primero en España y luego, en 1984, publicada en nuestro país). Puig siempre hizo eso: lo alto y lo bajo relajaban sus tensiones internas, y hasta ciertos temas controvertidos se rendían a una estructura formal de apariencia sencilla pero de un interior por demás complejo. Como una buena película de género: hace ver una historia típica (porque el género es eso, una matriz interpretativa que predispone al público), y termina llevando adelante una renovación vanguardista de primera línea, sin carteles gigantes que digan “ojo, acá hay una obra maestra, jugada, genuinamente nueva”. En El beso de la mujer araña eso funciona de una manera aún hoy deslumbrante: las charlas de Molina y Valentín son acompañadas por extensas notas al pie que tratan temas que van desde el cine hasta las diversas teorías psicoanalíticas que intentan explicar, rotular y entender el nacimiento del deseo homosexual. Pero todo eso está puesto en la misma página: puede leerse como no leerse, y esa elección es fruto, precisamente, de una actualidad de la novela que ya había pasado por los experimentos formales de obras como Rayuela de Cortázar. No porque Puig continuara en esa estela, sino porque su relación con la novela era de tanta actualidad que no podía permitirse responder a los escritores del Boom con un regreso a una condición de escritura anterior, sino que había que dar el paso más allá, ese que esos mismos escritores apenas rozaron. Esto es, hacerse cargo de que la novela, para mantener su vigencia, tenía que alimentarse de los medios masivos. Y que los lectores no eran sujetos pasivos a los cuales se les podía tirar con cualquier cosa: ellos podían elegir qué leer, si los diálogos o la nota al pie, o todo junto, como esa opción que ofrecía Cortázar al comienzo de su novela en lo que corresponde al orden de los capítulos. Sólo que, a diferencia de Julio, en los libros de Manuel no había advertencia, ni guía, ni una voz autoral que marcaba el camino. Se entraba a leer como sucede con las películas: la luz se apaga y vaya a saber uno con lo que se iba a encontrar.
HABLAR EN LENGUAS
Ricardo Piglia, en Las tres vanguardias, una serie de clases dictada en 1990, mismo año de fallecimiento de Puig, reflexiona acerca del estado de la novela después de Borges. Digamos, qué pasa con esa forma extensa luego de que Borges, sin haber escrito nada que durase más de diez páginas, había vuelto desproporcionado o inútil. Es que el período que va del 40 a los primeros años de la década del 50, lo cambia todo: Borges con sus libros de cuentos más emblemáticos, Ficciones y El Aleph; Juan Rulfo con El llano en llamas y Pedro Páramo; Onetti con El pozo y Los adioses. De una u otra manera, narraciones que recurrían a las formas breves, desde el cuento a la nouvelle o a novelas de frases escuetas, con narradores que poco decían y que menos sabían, estén o no en primera persona. Los tres, también, implicados en formas poco identificadas con la alta cultura: Borges, lector de policiales y amante de escritores menores (¿es Chesterton mejor que Proust?); Rulfo, fotógrafo; Onetti, periodista. Estos padres simbólicos de Fuentes, García Márquez, (el joven) Vargas Llosa y Cortázar escribieron una literatura que estaba pensando en el vínculo entre esas nuevas formas, consideradas bajas por masivas, que empezaban a ocupar la imaginación humana, a darle forma a sus sueños. Y, también, a ser una parte integral de la vida cotidiana, en donde el mundo ya había dejado de ser ese espacio de silencio sin interrupción para convertirse en un territorio en donde se lee mientras se escucha la radio o, peor aún, mientras la tele está prendida. La literatura ya no compite consigo misma, empieza a competir con otros modos de recepción más inmediata de la información y el entretenimiento. Los escritores del Boom son los que buscan elevar a una práctica en relativa decadencia, la novela, al punto de alta cultura, al subrayar su separación de lo cotidiano, su autonomía. No se puede leer Cien años de soledad sin entender que sus oraciones extensas y sus complejos vínculos familiares son una forma de marcar la separación entre novela y vida cotidiana: hay que prestarle atención, porque si no, nos perdemos. Rodolfo Walsh, Juan José Saer y Manuel Puig, los escritores que representan estas tres vanguardias que Piglia analiza, son una respuesta, precisamente a ese panorama, tanto del mundo como de la narración de los 50 y la novela de los 60. Pero es en Puig, como en ninguno de los otros dos, en donde vemos precisamente esa profunda reflexión en torno al nuevo rol del lector en ese panorama.
Si las dos novelas iniciales de Puig parecen responder a esa búsqueda de “color local” que todavía opera como fantasma en cada escritor argentino, desde The Buenos Aires Affair en adelante no tenemos sino a un escritor que busca por todos los medios desprenderse de la marca personal, de todo guiño autobiográfico. Y de todo guiño “nacionalista”, también: por su violencia, por su sordidez, por su nuevo campo de referencias y por la lengua que empieza a utilizar, empezamos a tener una obra que podría ser de cualquier parte y de todas a la vez. Ese mismo tipo de procedimiento termina después en mosaicos lingüísticos extraordinarios, cuyo mejor ejemplo es una novela de 1982, poco visitada en su producción, ya de sus años en Brasil: Sangre de amor correspondido. Allí, a través de un diálogo que por momentos toma la forma de un interrogatorio, o de un esfuerzo en conjunto por descubrir la verdad del pasado, un típico amor adolescente empieza a mostrar su cara más turbia. El sexo y la violencia se vuelven a imponer como tema, pero en un tratamiento formal que juega con las posibilidades mismas del lenguaje: el diálogo pasa por momentos a ser una narración en tercera persona, pero con tantas lagunas que lleva a modificaciones a medida que la historia avanza, y en donde queda siempre en evidencia algo que es una constante en Puig, esto es, la detección de terribles violencias cotidianas en el tejido social inmediato. Por eso, en El beso de la mujer araña la respuesta organizada de las guerrillas contra el poder parapolicial se limita a la figura de Valentín, quien también tiene que enfrentarse a su propia violencia: la represión interna de un deseo, desenmascarado por el diálogo con Molina. No se equivoca Carlos Gamerro cuando encuentra que, en esta novela, Puig (después de todo, uno de los fundadores del Frente de Liberación Homosexual), se permite revisar hasta qué punto el proyecto revolucionario de los 70 tenía o no un lugar pensado para las prácticas sexuales no heteronormadas. Aunque no hay que olvidar que en esa misma novela, casi como adelanto del mundo político que mucho tiempo después iba a venir, disidencia sexual y proyecto de izquierda revolucionaria terminan enamorados, por más que también terminen muertos de la peor manera. ¿Un idílico final feliz a lo Hollywood o un deseo político y sexual que hoy puede ser retomado?
GRABACIONES ENCONTRADAS
De pocas declaraciones, con entrevistas sueltas que recién ahora pueden verse completas y en una calidad digna en YouTube (como la que dio en el programa “A Fondo” de Joaquín Soler Serrano en 1977, ya entregado a la diáspora y la vida como exiliado que lo alejó para siempre de nuestro país), Manuel Puig ha sido siempre un misterio. Hay momentos en que se lo puede recuperar como un escritor que tomó al chisme y a las voces populares como material narrativo para sus novelas, pero no hay que olvidar que fue el principal exponente de formas (neo)vanguardistas en literatura, comenzando a publicar en el mismo año en que en el Instituo Di Tella se inauguró una renovación profunda en las artes plásticas y en el contexto en el que ciertos desarrollos tecnológicos efectivos empezaron a utilizarse en la escritura narrativa. El grabador servía precisamente a los fines de un escritor que quería desaparecer como nombre propio, que quería deshacerse en el objeto que estaba construyendo. Por eso, María Moreno pone en pie de equivalencia a Walsh y a Puig, tanto como Piglia lo hizo en los 90: en esos escritores se podía leer, a contrapelo, cómo la grabación de las voces habilitaba un tipo de escritura que transformaba la idea misma de ficción. Los diálogos, las voces, dejaron de inventarse para transcribirse. Eso hace más sutil el juego formal: Puig cumplía indirectamente el anhelo de sus primeros años, porque escribía como si estuviese haciendo cine. La realidad estaba ahí para ser capturada: lo único que había que hacer era saber editarla.
Manuel Puig vivió con un pie en todos lados, de Buenos Aires, a EEUU, Brasil y México. Queriendo escribir el guión de una primera película con “tono personal” arribó a su primera novela, La traición de Rita Hayworth (1968), y de ahí empezó a habitar el mundo de la literatura con la misma lógica con la que vivía en términos geográficos, escurridizo y por eso vital, sin la pomposidad de subrayar dónde estaba, qué quería, quién era. Pocos escritores como él se enfocaron tanto en desarrollar procedimientos: esa “invisibilidad” del narrador, esas confesiones banales en entrevistas en las que construyó la figura del “escritor del pueblo” para que nadie indague más en sus pareceres, es el mejor ejemplo de un artista que quiere aparecer segundo con respecto a su obra. Hoy en día, novelas tan disruptivas como Boquitas pintadas (1969) forman la currícula básica de cualquier secundario: puede leerse en segundo o hasta en quinto año, y esa cuestión tan de vanguardia que marcábamos queda como un contenido más del obligado disciplinamiento escolar. Pero, también, en ese sentido, las novelas de Puig son una bomba que se pone, secretamente, en el corazón del canon nacional. En cuanto arriba Puig, ningún marco de lectura que la coyuntura política puede disponer sirve para entender ese extraño objeto. De apariencia banal, porque cualquiera lo puede leer, porque entretiene y usa estrategias para que el lector siga con la historia, un libro de Puig es también un complejo artefacto formal que da vuelta como un guante la literatura argentina, mejor, la mundial, y hasta se permite hacer política en los márgenes de los cuales no se quiere decir nada, y todo eso sin presentar gestos heroicos. A treinta años de su muerte vale menos levantar bronces (el gran problema de los muertos: vuelven como estatuas) que leer lo que escribió. Y claro, como él hizo en su momento, atreverse a dar un paso más allá.