La primera vez que escuche hablar de Manuel Puig fue en una sobremesa, la tía Tota, una solterona radical, decía que el escritor había ventilado secretos del pueblo, que esas cosas no se hacían, que los trapos sucios se lavan en casa. La segunda, fue también en la mesa familiar, pero esta vez fue el tío Héctor, “el comunista del pueblo” como lo llamaban en General Villegas. Él, desmintiendo la versión de la tía, dijo que no, que Puig había contado historias que todos sabían pero que muchos preferían callar.
La visión de mi tía Tota era la preponderante en el pueblo. Mientras había gente que estaba ofendida con lo que ese tipo había escrito, otro sector callaba y leía a escondidas.
Cuando era jovencito, Manuel Puig se marchó de su General Villegas para cursar en el colegio secundario en Buenos Aires, y su familia lo acompañó tiempo después. Aunque afirman que él nunca regresó, se llevó consigo las historias que escuchaba de su madre, de tías y niñeras mientras transcurría la siesta pueblerina. Esas historias fueron matizadas con escenas de cine hollywoodiense en blanco y negro convirtiéndose en material de sus dos primeras novelas que transcurrían en el pueblo, y si bien tuvo la deferencia de no ponerle General Villegas, sino Coronel Vallejos, todos se dieron cuenta.
En su primer libro titulado pomposamente La traición de Rita Hayworth (1968) Puig revivía su infancia en el pueblo que él sentía como un western, una película a la que había entrado por error. En lo que parecía una autobiografía, denunciaba abusos, trampas, machismo, mucha impotencia y soledad. A pesar de ser un libro durísimo y de las repercusiones que tuvo, en Villegas pasó casi inadvertido.
Su segundo libro Boquitas pintadas (1969), articulado en folletines y barnizado de poesía de Le Pera, contaba la historia de un galán llamado Juan Carlos y su círculo de amores, pero por sobre todo, narraba cómo vivían las mujeres de esa época. Boquitas Pintadas también transcurre en el ficcional Vallejos, pero esta vez se levantó polvareda, en el pueblo verdadero, es decir en Villegas.
Los lectores identificaron al don Juan de la novela con Danilo Calavera, un joven apuesto que había fallecido prematuramente de tuberculosis en la década del 40 y que provenía de una familia tradicional. Así se dispararon las filiaciones hacia otros prototipos del lugar, como el médico abusador, la maestra arpía y la viuda come hombres. En las vidrieras de la única librería del pueblo no se veía Boquitas Pintadas, pero por debajo del mostrador, decían, “se vendía como pan caliente”.
De esta forma Manuel Puig se ganó el resentimiento de su pueblo natal que, por lo general, se expresó en silencios profundos, porque cada vez que alguna revista visitaba el lugar para escribir sobre el escritor, la gente prefería no hablar, vale decir, una forma de negarlo. Además se sospechaba que tenía una sexualidad indecorosa.
Y como no podía ser de otro modo en el mundo Puig, el cine siempre estaba en primera fila. En 1974 el gran director Leopoldo Torres Nillson llevó Boquitas Pintadas a la pantalla grande siendo un éxito de taquilla y premiada en varios festivales internacionales. Y a pesar de que los estrenos llegaban con meses de atraso al pueblo, los rumores de quienes la habían visto en Buenos Aires circulaban en forma de telegramas: Las imágenes de la maestra desnuda van a dar que hablar, el médico abusaba de su secretaria, el albañil embarazó a la sirvienta. Entonces el pueblo no se hizo esperar, y una comitiva de ciudadanos decentes prohibieron que en el cine se proyectara la película, incluso hubo amenazas de incendio y bombas. Pero en los cines de los pueblos vecinos sí la proyectaban y desde Villegas salían las filas de autos para poder verla. Hasta que un día, harto de que le robaran sus espectadores, el dueño del cine amenazó con cerrarlo si no le permitían proyectar la película en Villegas, entonces los ciudadanos decentes cedieron, pero fueron contadas las funciones porque a partir de marzo de 1976 la película fue prohibida.
Manuel Puig ya se había marchado del país amenazado por la triple A en 1974 y nunca más regresó. Se siguieron otros libros, donde ya no se nombraba a Coronel Vallejos, pero afloraban otros tabúes: sexualidades reprimidas, guerrilleros encarcelados con homosexuales, cuestionamientos vanguardistas de un escritor que siempre metía el dedo en la llaga.
El resentimiento del pueblo se fue haciendo cada vez más silencioso. Casi nada se dijo cuando Puig fue nominado al Premio Nobel de literatura en año 82, menos aún cuando se estrenó la adaptación cinematográfica de El beso de la mujer araña en el 85. El tipo había ensuciado la imagen de pueblo y, entre susurros, muchos disparaban: “además de chusma, es un puto de mierda”
La muerte de Puig en México en 1990, aparentemente, comenzó a cicatrizar las heridas que el pueblo tenía con él. Las generaciones ofendidas también se fueron muriendo (entre ellas mi tía Tota), y de modo lento pero persistentemente algunas mujeres comenzaron a releer al escritor maldito y a recomendarlo sin culpa. Comenzó a regresar de a poco. Se organizaron talleres de lectura en las escuelas, locuciones de radio, y hasta se generó un evento poli cultural llamado Puig en Acción que aún se realiza cada dos años. Las nuevas generaciones no pueden creer que Boquitas Pintadas se vendiera casi clandestinamente o que amenazaran con bombas al cine para prohibir la película.
En algún reportaje, Manuel Puig dijo “me gustaría volver, como una mirada sin cuerpo”. Se referiría a la Argentina, pero también a su pueblo natal. Y así parece ser porque hace pocos años, en la entrada de General Villegas se levantó un cartel inmenso que oficia de homenaje al escritor. Allí, con la leyenda “Visite la ciudad de Manuel Puig” hay un grabado de su mejor foto, es la de un hombre sonriente y desenfadado que mira a su pueblo en tono de reconciliación.
Carlos Castro es director del documental Regreso a coronel Vallejos