La costumbre nos hace olvidar que las revistas de historieta y de humor son o fueron una rara avis en el ecosistema de los kioscos. Las revistas se definen por un tema o un objeto: hay revistas de política, de autos, de cocina; revistas femeninas y revistas de interés general que son por lo general revistas sobre famosos de mérito discutible; hay revistas de cine o de rock que son revistas sobre cine o sobre rock. Pero es difícil encontrar otros ejemplos de revistas definidas por el lenguaje que utilizan, la historieta, o por un tono y un efecto: el humor y la risa.
En Argentina hubo una poderosa tradición de revistas de humor. Una tradición en sentido fuerte, con maestros, aprendices que se convirtieron en maestros y una continuidad de publicaciones que se iban solapado y compartían experiencias, mercados, escritores y dibujantes. Es posible ver cómo se superponen los nombres de los colaboradores que aparecen en Caras y Caretas (1898), en P.B.T. (1904) y en Fray Mocho (1912); en Patoruzú (1936), Cascabel (1941) y Rico Tipo (1944); en Tía Vicenta (1957), en Satiricón (1972) y en Humo(r) (1978). Es inevitable que en semejante tradición haya grandes éxitos, revistas que han dejado un recuerdo poderoso e influyeron en las líneas estéticas del humor y, con más o menos eficacia, en la política nacional. Es inevitable también que haya revistas frustradas, olvidadas fuera de los gabinetes de los investigadores. Aunque, casi siempre, quien hurga en viejos papeles encuentra apenas las causas del olvido, a veces hay sorpresas, joyas perdidas y la posibilidad de recuperar algo del perfume de una época. Es el caso de revistas como 4 patas, Gregorio y La Hipotenusa, que ha rescatado Osvaldo Aguirre en el libro La vanguardia perdida.
“Nuestros años 60” pueden pensarse como el período que va de las promesas de modernización cultural, política y tecnológica del frondizismo a la restauración nacionalista y conservadora de Onganía. Son los años en que, como nota Juan Sasturain en el prólogo, “todo podía y debía romperse”. El humor gráfico fue una parte importante de ese espíritu de época y ya había tenido su revolución cuando Landrú fundó Tía Vicenta en 1957. Tía Vicenta recuperaba el humor político, ausente por la censura (la opositora Cascabel había cerrado en 1947) pero además cambiaba radicalmente el tono de los textos y su resolución gráfica. Tia Vicenta abandonó cierto “humor de estereotipos” y personajes de una dimensión (“el hombre que no tuvo infancia”, el Doctor Merengue como Jeckyl barrial, el tonto, el avivado, el yeta) por la observación social, la ironía política y la incorporación del absurdo, el humor negro, el surrealismo y una libertad gráfica y de diseño que todavía hoy sorprenden.
Si la mirada sobre Tía Vicenta es necesaria para situar las revistas que Aguirre incorpora a su antología, no sería justo limitar su valor como una transición hacia el humor más explícito y más político de los 70. El volumen que editó De la flor vale por sí mismo y nos acerca a experiencias gráficas que permiten descubrir un mundo cultural sorprendente. Basta hojear el libro para detectar fotomontajes que remiten a los experimentos surrealistas de Max Ernst o Man Ray, grafismos que abandonan definitivamente las amabilidades redondeadas de Patoruzú, un diseño gráfico protagonista y textos que coquetean a veces con lo ininteligible y acumulan citas, guiños y usos de la “alta cultura” y las vanguardias. La primera pregunta que surge es: ¿revistas así circulaban en los kioskos de la década del 60? Y la respuesta es que sí: circulaban y se leían, más allá de sus desparejos destinos comerciales.
4 patas, la primera de las revistas de la antología, es directamente una escisión de Tía Vicenta. Carlos Del Peral, seudónimo de Carlos Peralta, jefe de redacción de Tía Vicenta, abandonó la revista tras una dura discusión pública con Landrú que, más allá de la anécdota –Del Peral extendió una credencial de colaborador de la revista para proteger a un fotógrafo encarcelado por el gobierno– da cuenta de una diferencia central en el modo de entender cómo la política podía ingresar en el humor. Del Peral, que escribe textos que a veces están más cerca del sarcasmo y la amargura que del chiste, quiere que la revista vaya más allá del comentario burlón sobre los políticos en general para incorporar una toma de posición.
Si 4 patas duró apenas cuatro números, la causa no debe buscarse en la calidad de los colaboradores. A Del Peral lo acompañaron, entre otros, Quino, Copi, Kalondi, Brascó, Noe Jitrik, Oski, César Bruto. Pero no alcanzó para que superara los problemas de financiamiento, los problemas con la censura –Del Peral tuvo que declarar ante la Coordinación Federal aún después del cierre de la revista– y, quizás, los problemas de una temprana combinación de vanguardismo artístico y político. El investigador Amadeo Gandolfo (autor de una imprescindible tesis sobre el humor gráfico entre los años 50 y 70) definió a 4 patas como “el izquierdismo imposible”.
Gregorio es la más duradera de las revistas de la antología, quizás porque tenía el apoyo de una empresa editorial consolidada y salió durante dos años como un suplemento de la antigua revista Leoplan. Y con Gregorio encontramos el que probablemente sea el rescate más importante del libro: el trabajo no sólo como escritor sino también como dibujante de Miguel Brascó, director y colaborador principal del suplemento. Conocido en sus últimos años por su tarea como fino e irónico reseñista de vinos, restaurantes y demás zonas del buen vivir, se ofrece en las páginas de Gregorio como un dibujante magnífico, personal, elegante y muy gracioso. La revista en su conjunto tiene su impronta: un humor “inteligente” (“revista de humor para argentinos astutos”, fue su slogan en el número 67), eso que suele conocerse como “humor inglés”, aquel que Borges distinguió del español en el uso de paradojas conceptuales, las típicas de Oscar Wilde, en lugar de las paradojas verbales de Quevedo.
Una vez más, sorprende la riqueza de la oferta. Un cuento cómico extraído de los Cantos de Pound, selecciones de humor gráfico extranjero, textos de Rodolfo Walsh (su hermoso “Claroscuro del subibaja”, por ejemplo), César Fernández Moreno, Alberto Vanasco, James Thurber, Henri Michaux, Ambrose Bierce, Macedonio Fernández.
Gregorio tuvo una breve resurrección como suplemento en la última de las revistas de la antología: La Hipotenusa. La Hipotenusa se publicó durante 1967, y reunió una impresionante lista de colaboradores: el cierre de casi todas las revistas de humor y de muchas revistas de interés general que ofrecían humor en sus páginas ampliaba la oferta disponible. En La Hipotenusa publicaron Oski, Quino, Brascó, Copi, Garaycochea, Faruk, Lorenzo Amengual o Siulnas entre los dibujantes con larga trayectoria, y también jóvenes como Bróccoli, Napoleón, Páez, Sanzol, Caloi, Grondona White o Vilar. Entre los escritores, aparecen Javier Villafañe, Horacio Verbitsky (que firmaba como “Rip Kirby”), Arturo Jauretche, César Tiempo, José María Rosa, José Gobello, Enrique Wernicke, Roberto Santoro y, como curiosidad, la primera publicación de Osvaldo Lamborghini y un rescate de esos cuentos que Bioy Casares nunca quiso reeditar.
Encontramos una vez más la riqueza de las referencias culturales, la libertad del diseño (de Juan Fresán), el respeto a un lector al que nunca se imagina como más tonto que los colaboradores. Aunque no hay humor político explícito, sí hay una presencia fuerte del “pensamiento nacional”, una ideología nacionalista que puede ligarse a un secreto a voces que era el “vicio de origen de la revista”: según diversas fuentes, La Hipotenusa fue publicada con el apoyo del gobierno de Onganía. Ya se decía de Tía Vicenta que había sido financiada por oficiales de la Armada. Tras el mítico papel de las caricaturas en el golpe de Estado contra Illia, parece que los gobiernos se obsesionaron con los dudosos poderes políticos del humor. La censura y el subsidio son, finalmente, muestras de interés y preocupación.
La lectura completa del libro permite hacer algunas observaciones. En principio, la perduración de una tendencia muy particular de las revistas de humor, que suelen ser revistas fundadas y dirigidas por dibujantes o escritores devenidos empresarios. Ya había sido el caso de las pioneras El Mosquito o Don Quijote en el siglo XIX, y fue el caso de Dante Quinterno con Patoruzú, Divito con Rico Tipo y Landrú con Tía Vicenta, hasta Andrés Cascioli con Humo(r). La libertad y la capacidad de innovación (y también algunos fracasos comerciales) se explican por esa peculiar raza de dibujantes-editores.
Otra observación interesante es notar cómo el humor parece ser el lugar en que el periodismo se cruza con la literatura. Los textos humorísticos que salían en estas revistas tienen un objetivo –esa suele ser su debilidad: el humor que no hace reír, el terror que no asusta o el porno que no calienta, fracasan– y una condición de publicación definida, pero a la vez disfrutan de una completa libertad temática y la posibilidad de aislarse del presente. La censura limitó el humor político a observaciones generales y habilitó cierto goce por el absurdo: uno puede pensar a Kafka y al Cortázar de los cronopios y famas entre las influencias más poderosas.
Finalmente, hay algo muy notable en la porosidad de los campos artísticos e intelectuales de los años 60. La trayectoria de los dibujantes les permite pasar del humor gráfico a la publicidad y a las artes plásticas con una fluidez sorprendente; los escritores publican sin seudónimos y participan del mundo intelectual contemporáneo. La lista de colaboradores es impactante, y es una pena que no pueda recuperarse con facilidad: el principal problema del libro es que comparte la endémica ausencia de índices que aflige a buena parte de las ediciones argentinas. No sólo no disponemos de una nómina completa de lo publicado en cada revista, sino que ni siquiera está indicado en qué número y quién es el autor de las páginas elegidas para la antología. En ocasiones, es necesario descifrar una firma o asumir la frustración. Tampoco se indica si las páginas fueron publicadas así originalmente, o son reconstrucciones para el libro.
No son problemas que impidan disfrutar de una colección de hallazgos gráficos y de gracia escrita que además es el documento de otro planeta cultural. Son años en que una revista de humor podía incluir, sin pedir permiso ni disculpas, experimentos visuales paralelos al pop del Di Tella, textos de vanguardia, una milonga kafkiana, un pastiche de Arlt, chistes sobre la última película de Alain Resnais y consejos para armar una reunión existencialista. Los textos y los dibujos hablan de la alienación y la rutina, la casta emergente de los ejecutivos, el consumismo, el subdesarrollo y la modernización, la vida de los escritores, la guerra nuclear: el mundo intelectual de Mafalda, el mundo intelectual de las clases medias ilustradas antes de que, como notó Oscar Terán, la política se tornara en la región dadora de sentido de todas las prácticas.
La mayor coincidencia que puede encontrarse en estas revistas –de venta en kiosko y de vocación masiva– es que no suponen nunca un lector un poco tonto al que hay que adular en sus limitaciones. Ese monstruo triste que parece dirigir tantas publicaciones hoy en día no había nacido: es dudoso que la gente fuera más culta o más inteligente, pero si parece que era más respetada por los editores.