En uno de esos veranos que volvía a Barranqueras, ciudad satélite a Resistencia, Chaco, a visitar a la familia, organizábamos fiestas con los amigos para solazar la calurosa noche chaqueña. En algunas de esas fiestas “actuaba de dj”, oficio del que viví durante 14 años antes de dedicarme de lleno al teatro. Pasar música o tocar como decían los pretensiosos, era para mí darme el gusto de poner al menos un tema que expresara mi estado de ánimo. Algo así como el puro presente en la musicalización, hago sonar fuerte este tema porque estoy así, o si que quiere, así de sonado estoy. Terminando una fiesta, el tema que elegí fue “¿Qué hago en Manila?” de Virus, canción que siempre amé y que era de esas que se aparecen en los oídos en los momentos de comezón de espíritu. Entonces, terminando la pista, se acerca una chica y me pregunta –Hola, ¿cómo era que se llamaba este tema?
–¿Qué hago en Manila? de Virus.
–Ah, cierto! ¿Que será que quiere decir el título?
–No sé. Pero los ví a los 15 años cuando tocaron en Club Don Orione.
Lo que sigue, todos los que estuvimos despiertos al llamado del amor de verano, seguramente lo habremos vivido: largas charlas hasta el amanecer, cojer en la madrugada sobre un juego de una plaza al chirrido de las chicharras, ir al puente de Los Inmigrantes a mirar la cara de la luna llena, cojer en la casa de su madre, argumentar a favor y en contra de la fidelidad y de la infidelidad, cojer en una vereda porque era ya, ir a una fiesta en una pileta donde, como yo no tenía malla, ella me presta la sunga de su ex marido del que se había separado porque el tipo “había salido del closet” y que había debutado con su propio primo que se volvió cura, que a su vez había sido compañero mío del colegio Don Bosco (y todos esos asombros que esconden en su interior todo pueblo chico/infierno grande que se precie de tal), y como ella era una chica medio fifí del centro de Resistencia y yo un zanguango de barrio de Puerto Barranqueras, llevarla entonces a conocer el casco histórico del Puerto, mi barrio, donde de criatura fui inmensamente feliz, y ella maravillarse de esas casonas antiguas que viviendo a apenas 8 km de distancia nunca había conocido y mostrarle con orgullo el Club Atlético Don Orione, club donde y cuando fui adolescente, Virus tocó completos Agujero Interior y Relax, dos discazos muy adelantados a su época, donde la voz dulce de Federico Moura en “¿Qué hago en Manila?” presagiaba esto que viviríamos años después: no poder evitar estar enamorados del amor, intervenidos por esa picazón de querer encontrar desesperadamente al que es, pero a sabiendas que ese intenso de verano no es, vivirlo como si fuera, pero seguir deseando a que aparezca.
Ni la brazuca palabra saudade alcanza a definir lo que esta letra pone en palabras en cuatro frases: “Todo el tiempo, quiero estar enamorado, y sin embargo, no se dónde estas, todo el tiempo, quiero tenerte a mi lado, y sin embargo, no se quién serás”.
Fin del verano. Me vuelvo a Buenos Aires. Días de pechos rotos, ella llama a las 6 de la mañana para decirme que en el reflejo de la luna llena en una laguna se acordaba de lo que habíamos vivido, yo le decía que era la misma luna que estaba mirando en mi terraza de membrana de Villa Crespo.
Al tiempo largo, muchos meses, vuelvo a visitar a la familia y la llamo a “M” (la llamaré “M” para preservar su identidad). Ella me dice que “Que alegría que andes por el Chaco!”, le digo que “salgamos a tomar algo”, ella dice que todo bien pero “que está con alguien”, yo le digo que “todo más que bien”, que “no soy celoso”. En fin. Voy a su casa en el auto de mi viejo y llegando a su vereda la veo a “M” acompañada de “E”, un jovencito con pinta de indecente (lo llamaré “E” para preservar su identidad porque seguramente lee este diario), decido estacionar 60 metros adelante y esperar. Desde esa distancia veo que charlan, se ríen y demás. Me doy cuenta entonces que soy una marmota que exige una correspondencia casi marital viviendo a 1000 km de distancia, un desubicado, y que debería relajarme con la situación y ya.
Decido entonces bajar del auto y encarar la situación. Mientras camino hacia ellos pienso en decirles “vamos a un bar tomar algo los tres?”, y tal vez, porque mientras camino está lloviznando, los veo hermosos, radiantes como los lapachos y los chivatos de Barranqueras y Resistencia cuando están en flor, los veo charlando animosamente en su cotidianeidad de vida chaqueña, cotidianeidad de la que renegué, y mientras más me acercaba pensaba que en verdad me daba alegría que “M” haya encontrado, tal vez, a ese compañero largamente buscado. Ya a dos pasos nos saludamos casi a los gritos, amablemente le doy un apretón de manos a él y un abrazo a ella.
“¿Como estás?” me preguntan ambos. “¡Bien!” respondo. En el mismo instante que les voy a proponer…. “E” dice: “Bueno, me voy”.
Me apuro a resolver no sé que... “Pará, vayamos a tomar algo todos” agrego. A lo que él responde con cierto rubor: “No, vine a traer esto nomás”, le entrega a “M” un sobre y se va.
“¿Que onda? ¿Es él?” le pregunto a “M” para entender la situación.
“Sí”, responde “M”. “Dice que prefiere dar un paso al costado cuando andes por acá. Que el amor no debe ser algo de propiedad sobre el otro, y que en estos días que te quedes no va a aparecer.
“Ok, ¡pero él es al que buscas?”, le pregunto amorosamente a “M”. “Y yo que sé”, responde.
Algo hermoso está sucediendo y no se bien que es. Un hombre da un paso al costado. Eso no lo viví nunca. La constante es pelear. Percibo entonces algo así como una caricia, los carriles del costado del amor, la vera del camino del afecto.
Subimos al auto, “M” abre el sobre que “E” le había entregado hace un momento, extrae un c.d. y dice: “Es para vos. Le pedí a ‘E’ si lo podía grabar así”.
“¿Qué hago en Manila?” de Virus grabada 12 veces seguidas sin pausa. Pongo play. Entonces recorremos las calles de la vaporosa noche del nordeste en silencio mientras esperamos que ese amor pleno largamente buscado y que es aparezca.
No sé muy bien que significa este regalo pero percibo mis sentidos ampliados.
Entre tanto, esta brutal conjugación en futuro amortiguará la espera: “Quiero amanecer con vos, comprender que somos dos, y suspirar. Tantos días te daré, tantas cosas te diré, casi sin hablar.”
Rubén Sabadini es actor, dramaturgo, director y programador de Vera Vera Teatro. Durante 2017 repondrá sus obras Trópico del Plata y Ruido de Hombre.
Co-produce junto a Juan Ignacio Crespo el Ciclo 4000 Caracteres en Vera Vera Teatro, Viernes 22.30. Coordina junto a los jurados Horacio Banega, Juan Pablo Gomez y Fernanda Orazi el POST 40, concurso de proyectos espectaculares para artistas del campo escénico mayores a 40 años. Informes del concurso en [email protected] o www.veraverateatro.blogspot.com