“Va todo mi respeto y todo mi amor para todas las mujeres del mundo, me llamo Chavela Vargas, que no se les olvide”, la frase abre y cierra un documental que no deja de recibir el suspiro calmo de la comunidad torta. La vida de Chavela Vargas contada con ternura en una película que une sutilmente los eslabones personales y artísticos. Antes de los títulos, antes de que aparezca en el medio del negro de la pantalla con letras rojas su nombre, aparece una Chavela casi enojada: “Pregúntame pa’ dónde voy, a esta edad, pa’ dónde, fíjate que es más importante, de más impacto”.
El documental de Chavela Vargas se puede ver por Netflix y es una caricia lesbiana en el medio de días sin abrazos. Ella misma abre el relato desde un punto de su vida, desde un momento concreto, un momento que la muestra con una suerte de guayabera rosa y anteojos oscuros, compartiendo con las entrevistadoras, corrigiendo, preguntando. “¿Qué pasó con esta señora de pantalones en mil novecientos, antes de los cincuenta, que no se usaban los pantalones? Te gritaban de todo; marimacho, eh, ¿qué pasó?”
Pasaron los años y la búsqueda fuera de Costa Rica (el país donde nació), una sed de algo que la llevó muy joven a vivir en el México que la contuvo, la iluminó y después la rechazó. Es que no le gustaba a los empresarios y políticos de la época que Chavela les “enamorara” a la novia. Así dicho por su última compañera y por sus amigas. “Es que no fue fácil ¿verdad que sí?”, pregunta la misma Chavela con su voz, esa voz que es la única voz del dolor sentimental para tantas, la única voz del duelo amoroso, la única voz de la tristeza y la desesperación, esa voz que abre la grieta del propio recuerdo.
Llegó muy joven a México, y ahí el encuentro musical y también etílico con José Alfredo Giménez: parece que en los bares se agarraban la cabeza cuando los veían entran juntes y nosotras nos agarramos el corazón con esas letras que como bien dice Patria Jiménez Flores: “No hay lesbiana en México que no conozca quién es Chavela Vargas y no la adoré y la amé, porque ella nos hizo entrar”. ¿Y a dónde entrábamos? Chavela de alguna manera nos instaló el escenario para que luzcamos nuestros desencuentros amorosos, canciones propias para llorar a la que nos traicionó, como ella misma dice ser traicionada por su última novia, Nina.
También nos dio un código, ella misma. Su nombre: una clave. Chavela tomaba tequilas, cantaba en bares, los vaciaba y amanecía con Ava Gardner después del casamiento de Elizabeth Taylor. Todo en una vorágine desbocada, sembrando sin saberlo la reacción que el patriarcado artístico le tenía preparada: el olvido, el destierro escénico.
Luego de la muerte de José Alfredo, cuenta su hijo, le negaban los espacios para cantar, es que lo no dicho abajo del escenario era tan evidente arriba que ya empezaba a crispar. No les gustaba a lo chabones ir a una fiesta y que su novia se fuera con Chavela y tampoco estaban dispuestos a darle espacio a una mujer que sin decirlo explícitamente les cantaba a otras mujeres.
“Para ser Chavela tenías que ser más fuerte y más hombruna y más borracha que cualquiera que los charros que había a su alrededor”, dice Alicia, Nina, la abogada que fue su novia y que le escondía la pistola cuando Chavela quería resolver los problemas o le quería enseñar al hijo de ella a usarla.
Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe cuentan el regreso de Chavela al escenario esa primera noche después de 12 años, después de que tantes la habían dado por muerta, después de ese silencio de noches sin canto, después de que le “hicieran el vacío”, cuando apareció en El hábito, ese momento de valentía en que Chavela pidió un tequila para salir a cantar porque nunca había cantado sin beber y no se lo dieron y salió igual. Ese momento exacto en el que Chavela se tuvo que beber a sí misma, que tuvo que tomarse lo que era ella para poder ser Chavela, la Chavela que reía debajo de una Frida risueña, la que la descubrió ser de otro mundo, la entequilada que tenía el abismo en su voz, la que no esperaba al amor para que las cosas sucedieran, y la que quería morirse cantando.
El documental Chavela en Netflix arma la trama, muestra la red de lesbianas y putos que le armaron el ruedo otra vez, una red de afectos y admiración en la que se encuentra Pedro Almodóvar, que la admira y la idolatra y que encuentra en Chavela su mujer interlocutora, una sacerdotisa que le dice que el error en el amor es la vida misma. Miguel Bosé la imagina muriendo en cada canción, agónica hasta que se hace el silencio y vuelve a empezar. Ponme la mano aquí Macorina, ponme la mano aquí.
Muchos podrían ser los temas leit motiv del documental pero es esa Macorina la que vuelve una y otra vez, la que no podemos dejar de escuchar como colchón mudo de los relatos. Esa mano macorina, esa voz de revolución sexy y fuerte, la descripción de un cuerpo y el rebote en el recitado.
Hacia el final del documental se puede ver el recorrido último y consagratorio: el Olympia de París, la gira madrileña, las conferencias de prensa, su espectáculo en el Bellas Artes, y también el velo final que se retira en una entrevista que le hacen en una lancha: “esa Isabel como me llamaba mi madre anda conmigo ahora, la Chavela es muy cabrona, la Chavela es un toro de Miura que empezó a dar embestidas, que le toreaban y seguía adelante” y Chavela se tira al agua, con ropa y todo.
Es un pequeñísimo momento dentro del documental que interrumpe Miguel Bosé y vuelve Chavela para decir: el ser humano ama y nada más. “Cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras, cuando tú te hayas ido, con mi dolor a sombras evocaré el idilio de las felices horas” canta mientras pasan las fotos de sus últimos años, unos primeros planos plenos, como si en cada surco de la piel hubiera una aventura llena de pistolas, alcohol y sexo entre mujeres. Esas horas evocamos ahora, señora, en estas que se hacen largas y guardan el secreto del recuerdo que solo se devela cuando la escuchamos.