Solía usar barba tupida, y camisa a lo descamisado: con los tres botones más cercanos al cuello sin abrochar. Su mirada color tabaco era serena a veces, áspera otras, pero siempre contemplaba todo al detalle. La más nimia conversación, sobre un tema a priori “intrascendente” o la irrupción del personaje menos pensado, podía convertirse en alimento para sus textos. ¿De qué se nutrió parte de la poesía de raíz, al cabo, sino de esto? Por eso, Manuel J Castilla siempre le andaba salvando melodías a su amigo eterno, el Cuchi Leguizamón, u a otro campeón que encima cantaba y tocaba la guitarra como los dioses: Eduardo Falú. Al primero a través de unos versos inspiradísimos, bellos, táctiles. Fácilmente susceptibles de tornarse canción. Canción sublime. Una de las primeras que aparece en rápido raid por el imaginario folklórico norteño es “La pomeña”, aquella zamba de incontenible belleza que narra la historia de doña Eulogia Tapia, esa coplera salteña de ojos negros que iba pisando la luna. Pero son más, claro. Muchas más. Ahí están, al alcance de una púa, de una lectora de cd o de un click online, las hermosísimas y conmovedoras versiones de “Zamba de Lozano” o “Balderrama” que dejó la voz de Mercedes Sosa para embarcarse en vuelos telúrico-psicodélicos. Ahí está. Ahí dejó el mágico tándem Cuchi-Castilla, el “Carnavalito del duende”, para que lo dignifique el Dúo Salteño, cortando con sus voces de plomo las algarrobas del carnaval.
Ahí está también, engrosando el cancionero folklórico, una tan desconocida como lúdica versión de “Zamba de Anta”, pasada por el tamiz voceador de Margarita Palacios. Ahí, ese “Juan del Monte”, que la voz de Peteco Carabajal pudo llevar del pago al universo. Ahí, por supuesto, la “Zamba del pañuelo” pieza iniciática del inquebrantable dúo a la que la dupla Liliana Herrero-Juán Falú salvó bien, frente a mil y una versiones desvalidas y olvidables, en el disco homenaje a Leguizamón-Castilla publicado en el año 2000. Brotan como flores también las gemas que el poeta salteño dejó en su yunta con Falú tío. “La atardecida”, por caso, en la versión ya clásica de Los Fronterizos. O “La catamarqueña”, por la cual vale la pena arremangarse un rato y buscar lo que hizo con esa zamba don Alfredo Abalos. Resulta un buen ejercicio además volver sobre “La volvedora”, en la interpretación del mismo Falú: “En tu cintura el viento / flores de aroma ponía al pasar”, canta con esa voz gruesa, tronadora, sísmica. Un desperdicio saltearse aquella tan bella como triste en su añoranza llamada “No te puedo olvidar”. “Cada cosa que miro ya la vimos los dos”, se escucha fluir fuerte del otro barba del folk argento (Jorge Cafrune) en el vinilo homónimo --el del inmenso sombrero en la tapa—editado en 1969.
Al grano: hoy domingo se cumplen cuarenta años de la muerte de Manuel José Castilla. Tenía entonces sesenta y un años, porque había nacido el 14 de agosto de 1918 en la casa ferroviaria de la estación de Cerrillos, ciudad distante apenas quince kilómetros al sur de Salta Capital, donde su padre oficiaba de ferroviario. En esos bellos suburbios a cielo abierto, rodeado de vagones y locomotoras, que marcarían su vida hasta el final. “Madre, ya viene el tren con su alegría y el crisantemo de humo que desgrana... Oh, padre, adiós perdido entre los trenes, nadie despide a nadie en los andenes, donde no sé por qué yo siempre espero, nadie despide a nadie hasta que un día en un remoto tren de Alemanía adolescente, con ustedes, muero", se lee en su última poesía: “El tren de Alemanía”, que musicalizaría Patricio Jimenez, del Dúo Salteño.
Castilla fue periodista, poeta y escritor, pero no dudaba –siempre y cuando urgiera-- en ponerse a vender frutas y verduras en la calle, o en recorrer la provincia como titiritero, viajes que le dieron letra para varios de sus escritos. Fue larguero y bohemio, Manuel. Era de irse de copas en bares y fondas. De atrapar coplas, tristes y de las otras, durante alboradas y crepúsculos. También de compartir mucho. Sobre todo cuando entremezclaba poesías y chistes bravos en el boliche de Balderrama, con tipos que no le iban en zaga. Jaime Dávalos, por caso. U otros lamentablemente menos conocidos como Raúl Galán.
A esas largas tertulias, que podían repetirse en el Hotel Salta, llevaba para compartir el resultado de sus ojos avizores. Paisajes, calles, carnavales, y gentes que aquellos captaban. Y significaban como periodista --así lo demuestran sus textos para El intransigente, de Salta—o, mejor, como creador de poemarios originados en un cúmulo de anécdotas bien rumbeadas. Agua de la lluvia fue el primero. Tenía apenas 22 años cuando se lo publicaron en la editorial Tucumán. Y jamás frenaría en su intención. Sucedieron Luna muerta y el seminal Copajira, durante los profundos cuarentas, década en la cual fundaría también el movimiento de pensadores y artistas llamado “La Carpa”.
“Hay que advertirlo, además, el poeta ha estado en el sitio, y ha visto”, escribió Marcelo Simón en 1975, sobre un “estar ahí”, que configura una de las aristas clave en la obra poética de Castilla quien en los cincuenta seguiría incendiando su máquina de escribir. Dos poemarios de alto voltaje (Norte adentro y El cielo lejos) pertenecen a ese momento. Otros como Posesión entre pájaros, Tres veranos y Cuatro carnavales --el último—fluyen de su pluma durante las décadas del sesenta y del setenta. Obra literaria esta que engrosaría con De solo estar, texto en prosa publicado en 1957, y con el seminal libro Coplas de Salta, además de lo antedicho sobre su sociedad musical con el “Cuchi” Leguizamón y Eduardo Falú. Todo lo que al cabo lo trasformó en el letrista preferido de los músicos norteños. En el poeta más respetado de Salta (Simón dixit). Y el que más ha trascendido, en tal condición, sus fronteras.
Para nada es poco que hoy, cuarenta años después de su muerte, se lo siga sintiendo así.