El contexto de pandemia mundial y aislamiento social, preventivo y obligatorio en todo el territorio nacional argentino, corrió el velo sobre qué tipo de sociedad tenemos en términos económico-sociales: una sociedad profundamente desigual.
Alguien podría decir: desigualdad siempre hubo. Y podríamos responder: sí, siempre hubo, pero hasta la década de los 70, la sociedad argentina era una sociedad más integrada, con horizontes posibles de que lxs hijxs tuvieran la expectativa y posibilidades reales de vivir una vida mejor que la de sus madres y padres.
Desde la dictadura hasta la actualidad la desigualdad no hizo otra cosa más que aumentar. A pesar de las políticas reparadoras de derechos que se implementaron en el período 2003-2015 (con sus más y sus menos) éstas no alcanzaron para revertir tal estado de cosas.
La caída de la actividad económica que ya se evidenciaba como resultado de las políticas implementadas por la gestión de Cambiemos, se agrava y mucho, a partir de la necesidad identificada por las autoridades nacionales de plantear una cuarentena obligatoria como medida preventiva para evitar contagios, el desborde sanitario y el resguardo de la vida de la población.
Por lo que la pospandemia –llegue cuando llegue- requerirá de políticas enérgicas, valientes y creativas que contribuyan a revitalizar la economía y atiendan la otra deuda pendiente: la desigualdad.
En ese tremendo desafío, sería un momento más que oportuno para implementar una política de ingresos no condicionadas como es la propuesta del Ingreso Ciudadano o Renta Básica.
En qué consiste una política de ese tipo: es un ingreso mensual de dinero dirigido a todas las personas que habitan un territorio con las siguientes particularidades:
* Universal: destinada al conjunto de residentes de un país sin excepciones e independientemente de la situación en el mercado de trabajo.
* Individual: lxs perceptores son las personas y no los hogares.
* Incondicional: por lo que resulta compatible con cualquier otras formas de ingresos que tenga cada persona.
* Vitalicia: no tiene fecha límite para dejar de percibirla.
* Suficiente: el monto recibido debe garantizar un umbral decente de condiciones de vida.
* Integrada con el sistema impositivo: lo que implica atender a la progresividad del mismo, cobrando impuestos según la capacidad adquisitiva
* No implica la desaparición de otras políticas sociales que apuntan al bienestar (por ejemplo, vinculadas a las desigualdades de género)
* Llega ex ante y no ex post: es decir, no se espera que la crisis económica sobrevenga o que la persona se haya empobrecido.
* Evita(ría) estigmatizaciones: porque la percibirían todxs lxs habitantes de un territorio. Nadie podría señalar a nadie como “planero”.
* Otorgaría seguridad, bienestar y un cierto rango de autonomía.
Una propuesta de este tipo genera resistencias con distintos argumentos, entre los cuales los que más resuenan son aquellos vinculados al desincentivo sobre el trabajo y, en ese sentido, propongo redefinir esa categoría y la de necesidad.
Algún funcionario de gobierno sostiene que si se implementa una política de estas características tendrá que “estar atada necesariamente al trabajo”. He ahí la primera razón por la que creo que hay que debatir y correr las fronteras de lo que entendemos de modo corriente como “trabajo”.
La discusión económica y política comprende su utilidad en tanto factor productivo, de lo que deviene la capacidad y lógico acceso a los ingresos, los derechos y las protecciones. Se deja de lado su inherente valor en tanto “capacidad” humana de producir otros valores que no son necesariamente económicos y monetarios y que no se generan en el “mercado” de bienes y servicios.
En Argentina, la estructura productiva se ha mostrado incapaz de absorber a toda la población en condiciones de trabajar, por lo cual un conjunto importante de la PEA lo hace de modo informal (30 por ciento aproximadamente antes de la cuarentena) sin acceder a prestaciones sociales y con bajos salarios. Sin abandonar la expectativa y las iniciativas políticas que apunten a generar nichos productivos que absorban a toda la población, es preciso pensar en iniciativas que garanticen ingresos independientemente de tal situación.
Algunos estudios han demostrado que es muy reducida en términos porcentuales la cantidad de hogares que satisfacen sus condiciones de vida sólo con las transferencias y distintas prestaciones estatales, es decir que, además de recibir dichas prestaciones, los hogares tienen por lo menos algún miembro que desarrolla algún trabajo aunque sea de modo informal. Es decir, las personas no pierden la capacidad e intención de vender su trabajo y hacerse de ingresos aún cuando reciben la ayuda estatal.
Por otra parte, ciertas actividades que contribuyen a la reproducción individual y colectiva y que no pasan por el mercado son fundamentales para la vida de muchas personas y comunidades:
1. Las tareas de cuidado de niñxs y ancianxs que desarrollamos principalmente las mujeres.
2. Las actividades comunitarias vinculadas a los cuidados, redes informales de provisión de bienes y servicios, huertas comunitarias, merenderos, comedores, apoyo escolar, recreación.
Ambas no pasan por el mercado en el sentido económico del término, pero aportan y producen un valor social cuantioso y, por ello, constituyen un “trabajo”, por lo que sería muy importante que las personas que las realizan y garantizan cotidianamente, perciban un ingreso.
Otra categoría que considero imperioso discutir es la de las necesidades. En general, la discusión sobre la pobreza y la desigualdad tanto en los medios de comunicación como en la discusión política, suele ceñirse al umbral mínimo que el Estado debe garantizar.
Como si la vida en sociedad se redujera únicamente a comer, dormir y reunir la energía suficiente para levantarse día tras día para ir a trabajar/buscar trabajo. La vida social comprende algo más que ese piso. La vida que vivimos los sectores que nos “integramos” vía trabajo formal, incluye la satisfacción de otras necesidades además de las más básicas como recreativas y de esparcimiento, y ello estaría justificado por el esfuerzo de estar y permanecer en el mercado formal de trabajo.
Esa definición y certeza para muchos sectores, hay que ponerla en discusión: no hay más o menos merecedores, porque las más de las veces las personas trabajan donde pueden y no donde quieren.
Lanzarse a una propuesta de Ingreso Ciudadano implica también elevar el piso de lo que entendemos/legitimamos/consensuamos como necesidades vitales a cubrir para todxs y no solo para unxs cuántxs y también acerca de los merecimientos.
El Ingreso Ciudadano no soluciona todos los problemas, no elimina la necesidad de que el Estado siga realizando esfuerzos para mejorar las políticas y diseñar otras nuevas que contribuyan al bienestar, pero puede abonar una semilla en pos de una sociedad menos desigual.
* Doctora en Ciencias Sociales y Magister en Políticas Sociales. Docente-Investigadora UNPAZ-UBA.