Sábado 19 de julio de 1980. Salimos de Francfort con el tiempo justo para dejar el equipaje en el Hotel Rossiya y partir a escape hacia el Estadio Lenin, el mismo día de la inauguración de los históricos Juegos. Históricos porque por primera vez en casi 90 años iban a realizarse en un país comunista, al otro lado del mundo que conocíamos, en el sentido que fuere. Compartimos el vuelo de tres horas con periodistas de los países europeos que no adhirieron al boicot llamado por los Estados Unidos: franceses, británicos, belgas, holandeses, españoles….
Al caer la tarde arribamos al aeropuerto Sheremetyevo-2, estrenado a propósito de la ocasión. Ágil control migratorio: pasan todos menos el que viene del fondo de Sudamérica, culpa de un defecto en la visa extendida por la embajada de la URSS en Buenos Aires. Una demora más, agregada a la exasperante lentitud para preacreditarme con que hasta último momento el Comité Olímpico Argentino procuró disuadirme de concurrir. De allí que llegara a destino con las horas contadas, enviado por la revista Goles Match. Tiempos de dictadura militar, más un coronel presidiendo el COA. Curioso: otro coronel, soviético en este caso, intenta tranquilizarme en un castellano perfecto. Dice “estamos solucionándolo”; promete sacarme de allí y llevarme directamente al estadio, en cuanto se complete el trámite. Matiza la espera con un comentario que sorprende. “Ayer llegó otro argentino, juez de boxeo, creo. Primero lo confundí con un chileno, por el acento: entendí la razón, me dijo que era mendocino. ¿Chile y Mendoza están cerca, verdad?” La inteligencia.
Al cabo arreglan el ingreso y encuentro mi valija en el centro de un hall gigante y desierto. Cortesía: el aparato de seguridad la retiró e hizo que me esperara allí. Nadie la tocó. Los pasajeros que aguardan viajar hacia diferentes destinos están concentrados en un rincón frente al único televisor existente. Ven flashes informativos sobre un golpe militar en Bolivia. Cambio inmediato del tema: comienza la ceremonia en el Estadio Lenin, el mismo, ya con otro nombre, en el que vi, casi cuatro décadas después, la apertura del Campeonato Mundial de Fútbol 2018. Luzhniki se llama ahora, aunque el padre de la Unión Soviética tiene todavía su estatua en la entrada. Los rusos nunca rompen del todo aquello que dejan atrás. A saber, echaron abajo la monarquía, en 1917, aunque tanto en la etapa socialista como ahora en el capitalismo, se ufanaron / se ufanan de las conquistas territoriales logradas siglos antes. El Imperio sigue presente.
La glasnost, Gorbachov, la perestroika, Yeltsin, echaron a tierra el estado comunista, pero todavía se forman colas de seis cuadras para contemplar el cuerpo embalsamado de Vladimir Ilich, cerca de cumplir un siglo. Horas de espera para un pasaje que dura, a lo sumo, 90 segundos.
Atardecer a todo color
El coronel con oído suficientemente fino para percibir la tonada mendocina, cumple. Parto en condición de único transportado en un microómnibus que se adentra en Moscú en busca del centro de la ciudad, distante 31 kilómetros. Corremos por una avenida anchísima bordeada de parques, enormes espacios verdes salpicados de monumentales monobloques de cerca de cien metros de ancho, esos edificios que horrorizan a urbanistas occidentales y que todavía se siguen construyendo. Son prácticos, funcionales, y lo que funciona no es jubilado.
A pesar de la carrera, alcanzo a ver a un tipo joven en bicicleta con barba y el pelo hasta los hombros y una guitarra terciada a la espalda, versión comunista de los hippies de este lado. Recuerdo entonces el encargo de la hija de una amiga, educada en una escuela católica del sur del Gran Buenos Aires: “Fijate si es cierto que en Rusia solo existen los colores negro y gris oscuro”. La ilustro con que la bandera soviética es roja, pero no consigo convencerla. La madre de la niñita, igual que el COA, insiste con “¿Estás seguro de que querés ir?” Me despidió como si nunca más fuéramos a vernos. Iba hacia el infierno. Todos comunistas.
Desembocamos en otra avenida muy ancha y allá se divisa el Estadio, reluciente, con luz artificial. El chofer ayuda en la misión de gestionar la acreditación definitiva. Ingreso con la valija igual que si fuera un lanzador de martillo que carga con sus elementos. Tarde. La llama olímpica arde por encima de las tribunas: 100 mil personas presentes; el presidente Leonid Brezhnev, entre ellas. Cierran el desfile las/los atletas locales; a la cabeza, un grupo de chicas sostiene trabajosamente un inmenso escudo con la hoz y el martillo. Aplausos a raudales, emoción. Los rusos parecen duros pero llorisquean con facilidad: pueblo nacionalista, si los hay.
Entre un acto y otro, la ceremonia dura cinco horas y media. Habla Brezhnev, habla el presidente del Comité Olímpico Internacional, Michael Morris Killanin, lord británico, tercera generación de aristócratas en su familia. Hablan todos los que están en el palco oficial. O eso me parece. Cercana la medianoche caigo, destruido, al Hotel Rossiya, célebre entonces porque allí se realizaba cada año el Festival Internacional de Cine, el que, en su momento, entregó la mayor distinción a Ana María Picchio. Me reciben con fiesta: “¡Por fin un argentino!”, dicen. Efectivamente, era el único enviado desde aquí, entre los más de cinco mil periodistas de medios gráficos alojados.
¿Por qué el único? Porque la Argentina había acatado el boicot dispuesto por los Estados Unidos a raíz de la intervención armada de la Unión Soviética en Afganistán. Faltaba que Washington dijera “¡Qué horror!, eso solamente podemos hacerlo nosotros”.
El boicot norteamericano logra sus propósitos a medias: se pliegan sesenta y seis naciones; ochenta y una, no. Un absurdo de último momento altera el escrutinio: Liberia desfila pero decide enseguida no participar. Liberia es ese pequeño país africano nacido en el siglo XIX que ocupa unos 100 mil kilómetros cuadrados vecinos a Sierra Leona; ahí fueron depositados los esclavos liberados en Estados Unidos. Una manera infructuosa de terminar con los negros que se creían iguales a los blancos.
En uno y otro lado de la grieta abierta por Washington hay nombres llamativos: en la nómina de los que aceptan competir figuran –además de británicos, belgas, españoles, franceses y holandeses- deportistas de Italia, Irlanda, México, Brasil, Perú, Nueva Zelanda, Suiza y Australia, entre otros. Más los previsibles, por cuestiones políticas de la época: Cuba, Nicaragua, Vietnam y todo el bloque comunista, excepto Albania y China.
España fue porque buscaba colocar al sucesor de Killanin, el empresario catalán Juan Antonio Samaranch, a la sazón embajador en Moscú. Y logró el propósito. El marqués de Samaranch –íntimo de los borbones reinantes- era un pillo. De estirpe falangista, se unió sin embargo al bando republicano durante la guerra civil. Colaboró un tiempo –unos minutos, digamos- en los cuerpos de sanidad y cuando vio el resquicio salió del país para reingresar en el lado opuesto, el que le correspondía. Así era más sencillo –menos peligroso- que cruzar las líneas.
Piña va, piña viene
Al margen de aquellas turbulencias, hubo competencias, claro que sí. Se establecieron 36 nuevos récords del mundo y 74 olímpicos. Algunas figuras consagradas en Montreal 76 ratificaron sus liderazgos: la gimnasta rumana Nadia Comaneci y el boxeador cubano Teófilo Stevenson, firme este en su postura de no pasarse al profesionalismo pese a las tentadoras ofertas que le llegaban. Incluso esquivó propuestas de combatir con Muhammad Alí, a cambio de todo el oro del mundo. Él también quedó en la historia: ganó medallas de oro en Munich 72, Montreal 76 y Moscú 80.
Las consagraciones incluyen al básquet masculino yugoslavo, conducido por Ranko Zeravica, creador antes de un gran equipo del Club Obras Sanitarias de la Nación, de Buenos Aires, y al fútbol checoslovaco. Más los casos individuales de la saltarina italiana Sara Simeoni, presente en la inauguración de la pista sintética del Cenard tiempo después; el notable ciclista soviético de gran fondo Sergei Soukhoroutchenkov (un alivio, allá le decían Soukho) y el nadador local de fondo Vladimir Salnikov (400 y 1500 metros libre), además del corredor etíope Miruts Yifter, ganador en 5 mil y 10 mil metros, destronando al no menos notable finlandés Lasse Viren. Sin olvidar los duelos entre los británicos Steve Ovett y Sebastian Coe, triunfantes, respectivamente, en 800 y 1500 metros llanos.
Como resultaba obvio deducir, cuatro años después, habría revancha, no solo en lo deportivo. Los Juegos del ’84 serían en Los Ángeles, igual que en 1932. Sólo habían repetido antes París (1900, 1924) y Londres (1908, 1948). El caso es que la Unión Soviética quiso devolver el golpe y llamó al boicot, con menor adhesión, a la postre. Posteriormente vino Seúl 88 y el cambio de configuración del negocio olímpico, con la admisión de los profesionales, en Barcelona 1992.
Algo así como el fin de la historia, si siguiéramos el razonamiento de Francis Fukuyama. (¿Las ideologías han muerto? No) En ese clima de convulsión, de rupturas, ocurrió Moscú 1980, del que ahora se cumplen cuatro décadas.