A lo largo de los últimos quince días el país gobernado por el ultraderechista Jair Bolsonaro viene sumando más de mil nuevas víctimas fatales del coronavirus cada 24 horas. Son más de dos millones de infectados y casi ochenta mil muertos. Brasil se tomó cuatro meses para llegar al primer millón de infectados. Y escasos 27 días para alcanzar el doble.
Frente a ese cuadro, el desequilibrado presidente, negacionista reiterado de la realidad y él mismo infectado, menciona una “provocada neurosis” y pregunta: “¿Cómo disminuir el número de óbitos?”.
Bueno, médicos e investigadores contestan en unísono: haciendo lo que no se hizo en Brasil, y actuando en dirección diametralmente opuesta a la de Bolsonaro.
No hubo, en la etapa inicial de la pandemia en Brasil, un programa riguroso de aislamiento social. No hubo inversiones en el número de tests y exámenes preventivos. No hubo una acción conjunta, centralizada en el gobierno nacional, junto a gobernadores y alcaldes. No hubo un liderazgo eficaz al frente del ministerio de Salud.
A propósito, desde hace más de dos meses no hay siquiera un ministro de Salud: lo que tenemos es un general activo, “ministro interino”, que sembró militares –de capitán a coronel– por los puestos claves del ministerio, sin que ninguno tenga la más mínima experiencia en salud.
El interino en cuestión pertenece a la raza más estúpida, arrogante y reaccionaria del Ejército. Reniega de lo que dictamina la ciencia, lo que dicen médicos y científicos alrededor del mundo, pero cumple cabalmente lo que le dicta el presidente genocida.
Concretamente, esa aberración es el retrato redondo del caos que se instaló en Brasil.
Además, hay que mencionar otra vez el punto central de la tragedia que cubre a mi país: la estupidez desenfrenada del desequilibrado que ocupa el sillón presidencial. Su irresponsabilidad genocida, su fascinación por la muerte y su desprecio por la vida ajena resultan en el escenario que nos asombra, o debería asombrarnos, a cada minuto.
No hay nada, absolutamente nada, en Brasil que haya escapado de la saña destrozadora de Bolsonaro. Él y su pandilla, que integran el peor gobierno de la historia de la República, un gobierno militarizado con lo que hay de peor en los cuarteles, además de los tres hijos rabiosos que actúan en política, alguna vez serán responsabilizados por la historia.
Mi duda es qué habrá quedado de mí país cuando eso ocurra, cuáles los restos eventualmente recuperables al precio que sea.
Además del escenario tétrico que me rodea, hay otro punto que me quita lo poquito que me queda de sueño.
Bolsonaro hace loas a los militares, recordando sin intervalo que pertenece al Ejército.
Hasta en eso miente. Pasó poco menos de quince años uniformado, y luego más de treinta como parlamentario.
Formó parte, con desempeño notable, de lo que de peor existe en el Congreso brasileño.
Entre la basura que se esparce en la Cámara de Diputados, por tres décadas Bolsonaro se destacó entre lo peor y más abyecto del basural de aberraciones.
Lo que me quita el sueño no son los que efectivamente votaron por él. Siempre supe, aunque desconociera sus dimensiones, de la existencia de una parcela de brasileños que oscilaban entre el reaccionarismo más estúpido (no confundir con conservadurismo: hay conservadores lúcidos y brillantes), el racismo desenfrenado, la homofobia y, principalmente, la ignorancia más enraizada.
Lo que me deja inconsolable es el número de cómplices del asesinato de la democracia: los que, por oposición primaria al PT y a los progresistas, se abstuvieron, o anularon el voto, u optaron por pagar una multa ínfima y no comparecer a las casillas electorales (en Brasil el voto es obligatorio).
Bolsonaro le ganó a Fernando Haddad, del Partido de los Trabajadores (Lula fue impedido de presentarse candidato a raíz de un juicio fraudulento conducido por un juez deshonesto, Sergio Moro, que luego fue ministro de Justicia del actual y nefasto gobierno), por una diferencia de poco más de diez por ciento de los votos válidos.
La suma de votos inválidos y abstenciones supera a treinta por ciento del total del electorado.
Pues, para mí, esos son los responsables, los culpables, por lo que se lanzó sobre Brasil. Junto al Supremo Tribunal Federal, que fue cobardemente omiso frente a los desmanes del juecito deshonesto, Sergio Moro, a los dueños del capital y a los medios hegemónicos de comunicación, esa parcela del electorado tiene la culpa, igualmente por cobarde omisión, de la tragedia que encubre cada hora de cada día y de cada noche de este país náufrago.
Brasil es, hoy, un paria en el mundo. Todo se destroza o ya está destrozado: educación, economía, salud, artes y cultura, medio ambiente, patrimonio nacional, política externa, programas sociales, todo, todo.
Todo, menos mi memoria y mi indignación.
Las dos me alimentan en esta trinchera angustiada.