Vuelve el mejor Israel Adrián Caetano. Después de estrenar Francia (2010) –su película más diferente por lo luminosa, en donde dejó de lado esos mundos oscuros que caracterizaron su cine–, y tras trastabillar estrepitosamente con Mala (2013), el realizador uruguayo estrenará El otro hermano el próximo jueves, con protagónicos de Leonardo Sbaraglia y Daniel Hendler. Se trata de una libre transposición de la novela Bajo este sol tremendo, de Carlos Busqued, con elementos muy propios del estilo que transformó al director de Bolivia en uno de los mayores exponentes del Nuevo Cine Argentino de los 90. El productor Hernán Musaluppi le había propuesto hacer la película en 2011, pero recién puedo concretarla el año pasado. “Al principio, la novela me había parecido algo compleja de llevar al cine. Había riesgos. Por un lado, me parecía una historia muy sencilla, muy simple, muy intrincada, muy retorcida, muy oscura, pero de una realización muy grandilocuente”, comenta Caetano en la entrevista con PáginaI12. Y asegura que se encontró frente a la encrucijada de tener que decidir entre abordar el lado onírico del texto literario o quedarse con la historia más de crónica policial que también tiene la novela de Busqued. “Hacer las dos cosas era complicado. Me parecía que había algo autoral ahí, muy literario, que no terminaba de ver en imágenes. Preferí quedarme con la historia más sencilla y más concreta, aunque la peli tiene algo de lo otro”, reconoce.
Hendler encarna a Cetarti, un empleado público que acaba de ser despedido, y que viaja desde Buenos Aires a Lapachito, un solitario pueblo del Chaco. Debe hacerse cargo de los cadáveres de su madre y su hermano, que fueron asesinados y con quienes tenía ningún lazo afectivo. El motivo que lleva a Cetarti a viajar al lugar de los hechos es la posibilidad de cobrar un pequeño seguro de vida que le permitiría radicarse en Brasil. Allí conoce a Duarte, un personaje tan “argento” como siniestro, con el que se luce con creces Sbaraglia. Duarte es un corrupto que maneja los hilos del pueblo y, por si fuera poco, es también amigo del asesino de la madre de Cetarti. Duarte le propone una extraña manera de gestionar y cobrar ese dinero. Pero la estadía de Cetarti en Lapachito no será tan sencilla. En ese lugar sin ley, quedará inmerso en los oscuros negocios de ese hombre siniestro.
–La manera de trabajar esta novela para adaptarla al lenguaje cinematográfico, ¿fue diferente de la que usó con Pase libre, de Claudio Tamburrini, que utilizó para hacer Crónica de una fuga?
–Sí, porque ése era un hecho real. Esto era un hecho real en la cabeza de un tipo. Yo no me junté con Busqued. Por un lado, eso me dio mucha más libertad para no hacer la película que él podía llegar a tener en la cabeza sino la que a mí me despertaba la novela. Me parecía fascinante el libro, con todo ese mundo híperrealista que tiene, porque está todo recontra sobrecargado. Y más el personaje Duarte. Era malo hasta las uñas. Era el súper estereotipo. Más malo no podía ser. Violaba un chico con Síndrome de Down, también violaba una vieja. Era súper oscuro. A la vez, era el que más humor tenía, pero resultaba más difícil apreciarlo. La novela es también muy explícita. Si bien la película también lo tiene, trata de sugerirlo con imágenes y no con hechos.
–Uno de los aspectos que impresiona de la película es el tipo de personaje que eligió para Sbaraglia. Si bien él hizo toda clase de personajes, genera un impacto por la radical diferencia que tiene con otros más bonachones. ¿Cómo trabajaron las características de un hombre corrupto?
–Lo que más me interesaba era que este personaje corrupto y desagradable tuviera algo de seductor. Leo lo tiene en su porte, en su mirada. Es un actor interesante, tiene mucha presencia en el cuadro. Por otro lado, también tiene un sentido del humor que me interesaba trabajar. Hay algo en la impunidad que te hace ser cínico. El tipo que es hijo de puta y encima es impune termina siendo inevitablemente cínico. Y ese cinismo es tremendo en ciertos casos. En el caso de su personaje, es tomado con humor, pero es terrible. Aunque parezca mentira, es en el villano donde la película respira más. Este tipo, con el humor y la desfachatez que tiene, despierta una simpatía contradictoria, pero que por lo menos hace la película más interesante.
–El de Sbaraglia es un corrupto bien argentino ¿Está tomado de la novela o en parte está inspirado en la realidad, de las cosas que usted lee en el diario?
–A mí los villanos siempre me parecieron divertidos, tanto el de René Lavand en Un oso rojo, como Willy, el de Carlos Belloso en Tumberos, o el de Pablo Echarri en Crónica de una fuga. Como son los malos con el poder encima, siempre tienen algo de humor. El Guasón es como el extremo en eso. Soy un gran lector de cómics y también me gusta mucho la literatura, y siempre los villanos tienen algo divertido. Incluso los villanos del cine tienen hasta algo de verdad o de lógica. Ahí di rienda suelta a mi imaginario sobre estos personajes. Los malos son los personajes con los que uno más libertades se puede tomar: no tienen honor ni códigos, pueden hacer cualquier cosa. Este es un impune que cuenta las barbaridades más tremendas a boca de jarro comiendo en un restaurante, sin que le importe nada.
–Con los buenos tiene más límites...
–Sí, porque son tipos que tienen ley, que tienen honor, códigos, valores, ética. Los villanos no.
–¿Cree que su cine tiene la mirada de una época? Porque si bien cada cineasta tiene su estilo y sus preferencias, usted fue uno de los mayores exponentes del Nuevo Cine Argentino.
–No sé si soy yo el que tiene que decir eso. Me interesan estos personajes que pasan inadvertidos para la mayoría de la gente. No pertenecen a la clase media, son medio desclasados... o del todo. Duarte es un milico que labura para el Estado, el personaje de Hendler es un exempleado público. Si bien tienen que ver con algo muy reconocible cerca del poder establecido, son como unos marginales dentro de ese lugar. Viven al margen de la ley, pero laburan para el Estado. Es rarísimo eso.
–Habló de marginales y, en ese sentido, usted fue el innovador de un tema del que la televisión no se había ocupado, hasta que dirigió Tumberos. ¿Cómo fue hablar de la marginalidad en 2002 y luego en 2016 en El marginal, de la que fue autor del texto? ¿Qué cambios notó en el país respecto de los olvidados, de los despreciados, de los discriminados entre aquel comienzo de milenio y esta segunda década del siglo XXI?
–No mucho. Por lo menos en las cárceles, no mucho, o nada. Había, sí, una presencia más cívica en aquel momento. Había un interés por cambiar o que eso se transformara de un lugar de castigo en un lugar de reforma. Eso es lo que sentí. Pero, por otro lado, sé que sigue ocurriendo lo mismo que en 2002. Sigue siendo un lugar al que la sociedad no puede acceder y que la gente no puede comprender. De todas formas, en El marginal hay elementos del policial. Tumberos era una explosión creativa muy onírica, muy delirante, muy fantástica dentro de la cárcel. En Tumberos ya se notaba que el realismo me aburría bastante. Cuando me hicieron la propuesta para El marginal, lo que querían rescatar de esa experiencia era precisamente el realismo. Entonces, entró la posibilidad de meter una historia policial que funcionaba y que me gustaba: la idea de un policía infiltrado para resolver un crimen. Esa es la diferencia más grata que encuentro. Si bien era inevitable asociarlo con Tumberos, creo que en muchas cosas, incluso hasta en el diseño de producción, son dos series completamente diferentes. La idea que yo tenía en Tumberos era internarme en la locura que provocaba que la gente viviera en esas condiciones. Y en El marginal esas condiciones eran como aceptadas.
–Usted prefiere personajes que hablan o viven en sus mundos cotidianos; es decir, no son personajes trascendentes o que vivan situaciones extraordinarias. En ese sentido, hacer la película sobre Néstor Kirchner sorprendió por la elección de un personaje que no tenía las características de los que habitualmente usted construye en la ficción.
–Sí, pero por otro lado traté de captar lo más básico y coherente de un personaje político, que es su ideología. En ningún momento la idea fue tratarlo como un magnánimo, endiosarlo, ni mucho menos. La idea fue mostrar un tipo que hablaba en lugares súper humanos. Creo que tiene que ver con lo que siempre hice: mostrar al tipo en su hábitat, en su lugar, desde dónde hacía política. Hay muy pocos actos multitudinarios donde aparecía Kirchner. Lo más interesante fue buscar lugares muy ignotos como para contar cómo se comportaba en este tipo en lugares de poca exposición mediática o pública. Buscando eso, aparecieron las cosas más cotidianas de él.
–Generalmente, cuando se inicia, un cineasta no tiene un perfil tan definido, a diferencia de lo que sucedió en su caso, que ya en Pizza, birra, faso mostró –junto al codirector Bruno Stagnaro– temas y personajes que después cumplían, en general, con los tópicos de lo que fueron sus elecciones en el cine y en la televisión. ¿Coincide?
–No miro mucho mi obra respecto de mí. Veo mis películas retrospectivamente. Hay algunas que me gustan más que otras, pero las quiero a todas por igual. Algunas me entretienen más, depende del día en el que esté. Si tuviera que explicarlo, diría que me gustan los géneros dentro del cine, las herramientas cinematográficas que te dan esos géneros y después este tipo de personajes, cómo es la gente más ignota en su propio hábitat natural. Hay directores de cine más oportunistas que otros, a los que no les interesa mucho hablar de lo que les pasa sino de lo que pasa. Lucrecia Martel es el caso contrario. Es una persona que también se definió mucho a partir de su primera película. Juan Taratuto, Daniel Burman también. Hay muchos directores que hablan de cosas que les interesa hablar. Hay otros que hablan de cosas más coyunturales, del momento. Diseñan el proyecto, antes que lo que quieren contar, más bien en lo que va a vender, en lo que va a funcionar. Yo sigo pensando lo mismo. En aquel momento, con Pizza, birra, faso, teníamos dos personalidades muy diferentes, pero los dos queríamos contar historias sencillas. Después, cada uno siguió con su derrotero propio. Creo fue muy fundacional. Al menos para mí, esa película me ubicó mucho. Pero en particular, la que más me define es Bolivia. Es la más consecuente y la piedra fundamental de todo lo que me pasó después.
–Es increíble cómo temas que usted abordó en los 90 vuelven a estar presentes en la actualidad. Justamente en Bolivia, la historia se articulaba en torno a un inmigrante de ese país limítrofe que venía a buscar trabajo a la Argentina. Y hoy vuelven a estar presentes actitudes discriminatorias y xenófobas, incluso por parte del poder.
–Es tremendo. Y lo que es peor es lo que se instala como el discurso mediático. Me da mucho miedo cuando alguien instala desde un medio de comunicación el debate sobre si está bien que alguien mate un chorro o no, por ejemplo. Eso está fuera de discusión: está mal. Hay leyes, está la Constitución, está el sentido común. Creo que el ser humano es un bicho complejo. Así como tiene cosas piolas, también tiene cosas de mierda. Más viviendo en sociedad. Las sociedades son básicamente racistas, xenófobas, machistas. Tiene que haber medios de comunicación, gobernantes o gente del poder que no sean así. Es como un maestro: no podés pretender en una escuela que un maestro sea tan ignorante como sus alumnos. Al contrario, está ahí para enseñar. Cuando los gobernantes o los medios de comunicación son un miserable reflejo de lo que opina una sociedad muy precaria, a mí me preocupa. Las personas ven noticieros que traducen lo que ellas sienten, pero nadie les dice que lo que piensan es una mierda. El único que hoy por hoy le pone un coto a todo el desmadre ideológico que tiene la gente es el Papa. No soy precisamente católico. Me considero religioso, pero no católico. Pero es el único tipo que sale a decir que esto está bien o mal, cuando nosotros como sociedad estamos debatiendo si hay que rajar a los paraguayos o a los bolivianos, o hay que salir a matar chorros o hay que bajar la edad de imputabilidad. Es todo un disparate que nadie diga: “Che, eso está mal”. Ningún medio de comunicación ni ningún gobernante sale a decir que eso está mal.
–Si Pizza, birra, faso reflejaba los excesos y consecuencias del neoliberalismo en la Argentina de los 90, ¿pensó en hacer algo relacionado al momento que se está viviendo actualmente, aunque no esté tan enfocado en la juventud?
–Creo que El otro hermano tiene un universo, una geografía que tiene que ver. La película ocurre en un paisaje medio apocalíptico, de edificios abandonados, de un estado diezmado por las desidias y las roscas de mano de obra desempleada. Es un pueblo sin ley. Creo que tiene mucho que ver con lo que está pasando hoy, con lo que pasaba hace diez años y con lo que va a pasar dentro de diez. Hay algo ahí como desalmado y antropológico en estos personajes que lo único que saben hacer es dañar al prójimo para vivir. Y eso habla de lo que pasa constantemente. No hablo de lo que nos pasa hoy, con este gobierno, sino de lo que nos pasa como sociedad. Estamos tratando de vivir sin laburar, de utilizar los grados de poder que tenemos para tratar de lucrar en una sociedad totalmente apocalíptica, diezmada, deshabitada, donde la gente no hace absolutamente nada.