Lidia Pérez estuvo presa cuatro años y medio en la cárcel de Ezeiza. Llegó golpeada por la crisis del 2001. En su imaginario de clase media nunca había entrado esa posibilidad para su vida. “Llegué después de estar sin trabajo, de tener que hacerme cargo sola de mis tres hijos y de mi madre, por tener una hipoteca en la casa y no encontrar ninguna mano solidaria que aunque sea me dejara changuear. De esa forma llegué a la cárcel. Sin pensarlo, sin nunca preverlo”, recuerda ahora. Tenía secundario completo y como Piper Chadman, la protagonista de la exitosa serie de Netflix Orange is the new black –que narra la vida en un penal de mujeres en Estados Unidos–, Lidia ayudó a otras internas a leer sus causas judiciales y las empujó a exigir por sus derechos ante sus defensores oficiales. Y luchó para que las mujeres pudieran acceder a la educación universitaria, privilegio exclusivo de los hombres en la prisión, mientras que a ellas les tocaba aprender carta española y otras manualidades inútiles para cualquier búsqueda laboral fuera de los muros. Ya en libertad, volvió al encierro por compromiso y militancia y lo sigue haciendo: para seguir luchando por los derechos de las mujeres privadas de libertad y empoderarlas. En una entrevista con PáginaI12, Lidia contó su historia, lo que significa estar encarcelada para una mujer, cómo cambió su mirada sobre la delincuencia, los prejuicios que acarreaba, la falta de atención médica tras las rejas, las torturas que vio y sigue viendo.
Tenía 42 años cuando fue detenida.
–Imagino que debe haber sido muy duro...
–Durísimo porque como clase media lo que veía era que a la cárcel iban los asesinos y yo también era parte de los que pensaban: “que se pudran en la cárcel”. Y darte cuenta de que te puede tocar a vos es muy duro, durísimo.
Como otras personas que atravesaron la experiencia de la prisión, Lidia prefiere no dar detalles del delito por el cual fue imputada y luego aceptó un juicio abreviado. Pero hizo lo que no suelen hacer: regresar y no olvidarse de sus compañeras detenidas. Cada martes vuelve a la cárcel de Ezeiza como docente del programa de Extensión en Cárceles de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. También visita otros penales para dar talleres a internos y también a agentes penitenciarios sobre discriminación, racismo y xenofobia, como encargada del Programa de Derechos Humanos para las personas privadas de libertad y liberados/as del Inadi, donde se desempeña desde 2010.
–¿Cómo fue la llegada al penal?
–Cuando me ingresan al pabellón, recuerdo que era un ámbito muy negro, donde se veían cosas moviéndose y avanzando hacia mí. Estaba muerta de miedo. Y esas cosas eran personas, las que dormían ahí. Era un pabellón enorme con más de cien mujeres, pero con lugar para 70. Entonces dormías donde podías: en el piso, parada, turnándonos con el colchón. Pero encontré ahí lo que nunca me imaginé: que vinieran y me dijeran “Querés una taza de café”, “Acá tenés un jabón”, “Acá tenés esta muda de ropa” que es de las que se van yendo. “Vení, tomá la toalla, acá está la ducha y este es el colchón por hoy”. Todas conocen el proceso por el que pasaste en una comisaría: a lo mejor llevas tres días sin bañarte. Y te dan una tarjeta de teléfono para que hables con tu familia, y que sepa dónde estás. En definitiva, todas pasan por lo mismo. Esa solidaridad la encontré cuando llegué a la cárcel. Y ahí empezás a ver que las que están adentro son personas como vos. Lo que yo pensaba había quedado afuera. Y otra cosa que me llamó la atención y lo recapacité después es que ingresar a la cárcel es perder toda tu vida, lo que tengas de vida: sea buena, sea mala, lo que sea. Perdés a tus hijos, perdés la cama en la que dormías, tu ropa, hasta tu bombacha. Y entrás en esa otra nueva vida. Y cuando te vas en libertad te pasa exactamente lo mismo: hasta ese momento tenés tu lugar, tu espacio, armaste una vida, los domingos viene la familia a verte, vas a estudiar, vas a trabajar. El día que te dieron la libertad, te abrieron la puerta, otra vez quedás en la nada.
–¿Qué mundo se encontró en la cárcel?
–Uno totalmente desconocido para mí. Ni pensado. Ni imaginado. Terrible. Un mundo donde sos un olvidado de la sociedad. Dejas de existir, de ser humano. Es un mundo donde ves tortura, llanto porque no podés ver a tus hijos, un mundo donde te hacen creer que vos sos presa. Yo decía: “No, yo estoy presa, no soy presa”. Un mundo de solidaridad, que no esperás, de compañerismo por un fin. Por ejemplo, para conseguir teléfonos, porque no puede ser que haya uno solo para compartir entre más de cien mujeres, y nos peleamos entre nosotras para hablar un segundo cada una. Entonces, quinientas mujeres abocadas a esa consigna: hay que conseguir teléfonos. Es un mundo a su vez muy sórdido porque la mujer adentro sigue siendo mamá, porque seguís haciendo los deberes hasta por teléfono con tus hijos, ocupándote de que le den la aspirina que necesita, o de que hablen con la maestra, o diciéndole a tu vecina que no le dé tal comida porque al nene le hace mal, sigue siendo compañera de su pareja, tiene que ser una buena esposa del marido que está detenido, o del que está afuera. Nadie tiene dimensión de lo que es estar en la cárcel.
Lidia tiene 57 años, tres hijos, ya adultos, dos nietos, y una más en camino. Pero cuando entró a la prisión, la menor de sus hijas tenía apenas 13 años. La mayor tuvo que hacerse cargo de sus hermanos y salir a conseguir un trabajo para mantenerlos. “Cuando una persona cae detenida, va presa toda la familia. Porque cada uno va a construir una historia para ocultar que estás en la cárcel. Lo tenés que construir porque si no, a su vez, te discrimina el resto: el amigo, el vecino, el almacenero. Porque pasas a ser la mamá, el hijo o la nieta del delincuente. Eso también pasa y es muy fuerte para la familia”, cuenta Lidia. Su hijo la mandó a un viaje interminable a Europa. Una de sus hijas le inventó una enfermedad terminal. Su madre recién hacia el final de su período de encierro aceptó ir a visitarla a la cárcel.
–¿Cuáles fueron sus primeras batallas en la cárcel?
–Primero me enteré de que había un área de Educación que tenía universidad. Mi primera pelea fue esa: yo quiero ir a estudiar a la universidad. En ese momento tenías que estar mucho tiempo para llegar a la universidad. Hoy eso cambió pero no tanto. Me decían: “Vaya a hacer la primaria”. Pero yo ya la hice y tengo secundaria, les decía. “Vaya a hacer tarjeta española”, me decían. Pero yo no quiero hacer tarjeta española, quiero ocupar mi tiempo estudiando algo. No pude afuera, quiero aprovechar ahora. Y lo logré por un montón de habeas corpus, porque tuve la suerte de tener muy buenos defensores públicos que me ayudaron en eso. Pero cuando me aceptan, ya había pasado casi un año y tenía que esperar a que comenzara el próximo ciclo de la universidad. Igual fui a las dos últimas clases de ese año y la única carrera que se estudiaba ahí era Sociología. Si hubiera podido elegir, me hubiera gustado seguir Derecho. A la docente, una gran luchadora y que sabe muchísimo sobre la cárcel, Alcira Daroqui, lo primero que le pregunté fue para qué me iba a servir esa carrera. “No tengo idea, pero por lo menos acá la vas a pasar bien”, me dijo.
Ir a estudiar significaba salir. No del penal. Pero sí del pabellón. El área de educación se compartía con otras actividades. No había un centro universitario. La segunda batalla que dio Lidia fue conseguir un espacio universitario como tenían los varones, adentro del penal. El Centro Universitario de Devoto cumplió 30 años. El de la Unidad IV de Mujeres de Ezeiza se inauguró recién entre 2006 y 2007. Hasta ese momento, las mujeres iban a estudiar cosas femeninas, manualidades. “La educación universitaria en la cárcel no se piensa para la mujer”, dice Lidia. Muchas de sus compañeras no sabían leer ni escribir. Y otra de las luchas que se propuso fue ayudarlas a que entendieran sus causas judiciales, ese lenguaje críptico de la magistratura, y a darles herramientas para que les exigieran por sus derechos a los defensores oficiales que las representaban. Hoy Lidia está luchando por la construcción de un sindicato de trabajadores privados de la libertad, donde –como sucede en la mayoría de los espacios gremiales– no hay representación femenina.
–¿Cumplió su condena?
–En realidad tendría que haber ido a juicio oral. Pasé todo el proceso judicial. Pero como no llegaba el juicio porque el juzgado no disponía la fecha, mi defensor me dijo: si firmás un abreviado ya tenés la condena cumplida, te van a dar tres años y medio o cuatro y te vas. Yo le decía que quería defenderme en el juicio. Pero cuando te dicen que tal vez tenés que esperar un año y medio más adentro, decís, no, por favor. Entonces decidí firmar. Y exactamente al día siguiente que firmo el abreviado, me fui de la cárcel.
La legislatura porteña la declaró Personalidad Destacada de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en el ámbito de los Derechos Humanos. Además de docente, también es alumna: actualmente, está realizando una maestría en comunicación y criminología mediática en la Universidad Nacional de Periodismo de La Plata. Es integrante de la Comisión Parlamentaria sobre Políticas pos penitenciarias conformada por la senadora Mónica Macha, en la Cámara de Senadores provincia de Buenos Aires 2015.
–¿Cambió la mirada sobre la delincuencia que tenía antes de caer presa?
–Sí, muchísimo. La persona que está presa no está desterrada, no dejó de ser persona porque cayó detenida, sea el estado procesal que tenga, condenada o procesada como es el caso de casi el 60 por ciento de quienes están en una cárcel. Es decir, ni siquiera se les ha comprobado el delito. Y sin embargo, están adentro, perdiendo la vida, jugándosela todos los días. Hoy digo: ¿Qué hice yo como ciudadana para que esa persona no llegue ahí? Quizás por mi propia experiencia, ese pasaje que yo hice en una época de crisis social, donde no se conseguía trabajo, donde trabajé como personal de limpieza en un shopping, como vendedora en Once, tratando de buscar el mango… ¿La sociedad que hacía en ese momento? Nosotros como sociedad por ahí juzgamos: es una delincuente, mirá lo que hizo, decimos. Pero no nos preguntamos qué hicimos nosotros para evitar que esa persona caiga presa. O estamos completamente ausentes, o miramos para otro lado. Los muros de la cárcel son tan altos que como ciudadanos no queremos ver qué pasa del otro lado. Y hoy pasan abusos, pasan picanas, denuncias de todo tipo de torturas. Hoy en la cárcel se muere por una gripe, se come comida podrida. Y nosotros como ciudadanos no hacemos nada. Le echamos la culpa al Estado o al pibe o a la piba que están presos. Esa mirada creo que cambió en mí porque yo era de esos que juzgaban nada más.
–¿Cómo fue ese día en que recuperó la libertad?
–Me acuerdo que cuando la jueza me dijo que me podía ir, me quedé sentada. No sabía para dónde tenía que ir. Se dio una situación casi cómica en el juzgado: la penitenciaria que me había llevado hasta el despacho de la jueza me quería volver a poner las esposas, porque esa era su función, decía, y la jueza le decía que yo estaba libre. Yo miraba como si fuera película. No entendía que estaba en libertad. Pedía por mis cosas y mis cosas eran un papelito donde tenía anotado el celular de mi hijo y una tarjeta de teléfono. Esos eran mis valores, pero sin ellos no podía avisar a mi familia que podía venir a buscarme.
Cuando salió, Lidia se sentó en un banco de la Plaza Lavalle, frente al Palacio de Tribunales, al lado de un puesto de venta de café, que todavía está. “Yo me senté a llorar terriblemente. Creo que ese señor debe estar muy acostumbrado a ver esas imágenes porque se acercó y me dijo: “¿Recién salís?” Y yo, a moco tendido, le decía que sí. Me trajo un café, me ofreció una factura y se sentó al lado mío. Hacía bastante que no veía una medialuna. Cuando terminé de sollozar, se levantó. Y siguió en su puestito vendiendo café y me preguntó si tenía plata. Ahí me fui a caminar. No sé hasta dónde llegué. No recuerdo. Después volví. Y recién ahí llamé a mi hijo para avisarle que estaba libre y vino a mi encuentro. Esa salida fue muy dura”, recuerda Lidia.
Otras mujeres cuentan otras experiencias, dice: “Antes te abrían la puerta en Ezeiza a las 12 de la noche, sin saber qué tenías enfrente ni para qué lado ir. Yo salí desde Tribunales. Cada vez que paso, lo saludo a ese hombre, le compro el café. Y siempre hablamos, un poco de política o del tiempo. Yo no sé el nombre de él ni él sabe el mío. Pero ese gesto me permitió volver a ser humana”.
Su historia es paradójica, en el sentido de que una vez que recuperó su libertad decidió volver a la cárcel, de otra forma. Pero no silenció aquel pasado, ese tránsito por la cárcel. “En esta lucha por crear el centro universitario obviamente no estaba yo sola, fuimos un grupo de mujeres. Y nos pusimos como compromiso eso: no olvidarnos que adentro había compañeras y compañeros detenidos. Yo volví a la cárcel a los tres días de haber salido en libertad. Creo que si no hubiera entrado en ese momento, no hubiera vuelto nunca más”, dice Lidia.
–¿Y por qué volvió?
–Porque teníamos un plenario en Devoto. Y yo iba a reivindicar la lucha de las mujeres, que era el mandato que me habían dado mis compañeras al recuperar la libertad. Entré con la Procuración Penitenciaria a contar lo que estábamos haciendo en Ezeiza. Recuerdo que cada vez que avanzábamos por el pasillo en Devoto, y cerraban una puerta, yo miraba el reloj para irme. Tenía miedo de quedarme adentro. Cuando se reinaugura el Centro Universitario de Mujeres en Ezeiza, yo venía militando hacía años, estaba como docente así que entraba. Recuerdo que hacía mucho calor y para que no tuviéramos que pasar por todo el campo con esa temperatura, nos hacen ir por la parte interna de la unidad. Iba con dos docentes de la Facultad. Por ese camino pasábamos por los pabellones. Me acuerdo que me sujeté muy fuerte de uno de los docentes y le dije: “Me caigo”. Era ver donde yo había estado. Hoy dar clases ahí también es muy fuerte porque la cárcel va cambiando todos los días. Si yo no ingresara cada martes, no podría saber que hoy las pibas en Ezeiza están peleando para cobrar las mismas horas de trabajo que cobran los hombres. Y creo que es un compromiso que tomé por las injusticias que vi adentro. Esas injusticias me hicieron hoy hablar o ser una voz más de las que habla afuera. Siempre critico cuando se arman mesas y hablan jueces, y pienso que está bueno que estén pero la voz de las detenidas nunca está.