A finales del año 1900, la marca de cigarrillos París lanzó el “Primer concurso artístico” de ilustración de carteles de marquillas de tabaco. El jurado, formado por Miguel Cané y por el ilustrador Manuel Mayol, entre otros, eligió como ganadora a la ilustración de un niño –desnudo y con sonrisa jodona– que hacía fumar a un murciélago. (Fumar como un murciélago, la frase, designa antes y ahora al vicioso y aficionado a la nocturnidad).

Desde ese momento los niños fumadores tomarían mayor protagonismo gráfico en los atados de puchos (hay que leer el magnífico Pioneros del tabaco de Alejandro Butera), e incluso saltaron del papel sedoso al papel poroso de las revistas como lo hizo “Nenucho” del dibujante Gonzáles Fossat (primera serie argentina de historieta con un nene como protagonista), un pibe de clase media que además de fumar y birlarle  puchos a sus amigos “cantaba tangos calificados de inmorales, perseguía muñequitas y el doctor le aconsejaba dejar la bebida”, como anotaron José María Gutiérrez y Judith Gociol en ese imprescindible libro llamado La Historieta Salvaje. Nenucho era lo que se conoce como un verdadero vampiro.

Valga esta intro, este revisitar los orígenes de nuestra historieta, para empezar a hablar del reciente Una de vampiros primer relato gráfico del dibujante porteño Agustín Paillet (1986), y sobre todo para avisar a los lectores desprevenidos que no levanten la cejas al encontrar en esas páginas a niños que fuman con total naturalidad dando por descontado que todos conocemos ese milagro popular que se le dio al tabaco de transformar a la niñez en madurez y, al mismo tiempo, de abrir las puertas (como vampiros) a los misterios de la noche. La historieta argentina está llena de ese tipo milagros, sólo hay que estar atentos.

Una de vampiros no hace referencia, claro, a las películas de terror, nada tiene que ver con transformaciones esotéricas, ni con misterios antiguos ni con dos gotitas de sangre en el cuello blanco de alguna víctima. No. Una de vampiros designa otra cosa –la historieta no admite lectores literales–, y lo hace narrando las aventuras durante cuatro noches diferentes de dos niños de cinco años que transitan la última sala del jardín de infantes y que viven sus problemas con la misma intensidad que los adultos. Para soportar esos problemas, recurren como los grandes, a ciertos vicios.

Es decir, ahí donde el lector desprevenido creerá encontrar a dos niños que esperan los regalos de Papá Noel, que juntan golosinas una noche de Halloween y que manifiestan su amor a la maestra durante San Valentín, el dibujante Paillet propone otra mirada: ver a dos niños de cinco años que se fuman un cigarrillo entre bambalinas para calmar los nervios y tomar coraje antes de salir a actuar como vampiros en un acto escolar, ver a dos niños que le temen a la figura de Papá Noel y que  empinan –como cualquier adulto– una petaca en el baño de la escuela para mitigar una decepción amorosa. Grandes aventuras latiendo en pequeños cuerpos.

Todo el libro de Paillet juega al equívoco, y eso es una de las razones más atractivas de esta obra editada por el sello Maten al Mensajero: gráfica, diseño y narración, forman parte de un juego donde se hacen visibles todos los clichés de cierta literatura para chicos y de cierta gráfica preponderante en los dibujos animados actuales de la tv. A esos registros estandarizados, Paillet le agrega el uso inteligente del color (el rojo como sombra), una calculada puesta de página (llega a meter 12 cuadritos acentuando, así, la legibilidad buscada de su dibujo) y hasta hace evidentes citas (Chris Ware) parta que el que quiera buscar influencias. Paillet es un gran armador de juego.

Una de vampiros no sólo exige suspender la credulidad sino, algo más importante, estar atento a las señales: la ironía siempre habla en voz baja. Y de no escucharla el lector permanecerá en la superficie y saldrá de estas ochenta y pico de páginas creyendo que asistió a una de las tantas aventuras infantiles que se pueden hallar en las librerías donde un niño rubio y otro morocho afianza su relación de amistad en un lugar impreciso del mundo pero donde siempre nieva en Navidad, siempre sopla el viento otoñal en la noche de Halloween y febrero es frío para San Valentín. Pero ése no es el libro a leer.

“La idea fue satirizar a la infancia de una forma humorística y llevar ese recurso al extremo. Me interesa esa cuestión de ver los problemas de la vida independientemente de la edad que se tenga, y esa idea de que cuando se es chico cualquier mínimo inconveniente puede significar un mundo o una cuestión de vida o muerte. Entonces surgió la idea de mostrar ese enfrentamiento entre el problema real y la dimensión que adquiere según quién mire, es decir, tratar en la historieta esos problemas zonzos de la niñez pero con el dramatismo y la gravedad de los problemas que surgen en la etapa adulta. Puntualmente la génesis de todo esto fue en un acto del jardín de mi sobrina, en donde varios grupos de niños hacían coreografías disfrazados. Al verlos pensé que quizás para ellos era un momento importantísimo para el que se prepararon durante todo el año, y advertí que había un componente de ternura y humor en todo eso. La visión del mundo desde la perspectiva de la niñez tiende a las proporciones épicas de las situaciones normales, eso me interesó. Al mismo tiempo, me dio lugar para parodiar a las series y películas que yo veía cuando era chico (mediados de los 90). Cuando sos chico consumís un montón ideas y sistemas culturales que no son tuyas pero que se depositan en tu imaginario, y con el tiempo quedan ahí normalizadas hasta el punto de no entender por qué acá, en Argentina, en Navidad no nieva y en los dibujos animados sí. De alguna manera el libro funciona dentro de una lógica de parodia/homenaje a esa infancia. Las cuatro historias fueron escritas bajo esa premisa”.

La claridad con que dibujante explica el mecanismo impulsor de su  primera historieta no sorprende. Paillet (que viene del diseño y de la ilustración infantil donde hizo Diez años en el bosque con guión de Alejo Valdearena) logró una pieza de gran solidez narrativa, el guión nunca fuerza el corset hecho a medida otorgándole así su dibujo –también dentro de los límites que el mismo dibujante se impuso– un ritmo veloz, casi de un episodio televisivo.

En la contratapa del libro se lanza la pregunta “¿En qué época viven estos niños que fuman?”, y la respuesta, desarrollada en esta nota, podría resumirse así: Una de vampiros es historieta argentina.