La historia es inapelable. Los gobiernos injustos con sus pueblos inevitablemente se deslizan hacia la coerción social y cultural primero, y el uso desmesurado de la fuerza después, negando el sentido más sustancial de la democracia. Hay, en nuestro pasado, vencedores y vencidos, víctimas y victimarios.
Durante la conquista del continente americano se produjo la primera masacre. Fue un genocidio, según la definición de la Convención para la Prevención y Sanción del Crimen de Genocidio. Luego, el proceso de construcción del Estado nacional estuvo precedido y continuado por otro genocidio que la hipocresía aristocrática denominó “Campaña del Desierto”. Corrieron ríos de sangre. Se presentó como una acción civilizadora, cuando lo que se producía era un robo generalizado de la tierra de la Pampa Húmeda.
En la aplicación de nuevas formas de disciplinamiento social, aquella oligarquía instituyó la Ley 4144 “de Residencia”, que habilitó la expulsión del país de inmigrantes revoltosos. Las masacres de los talleres Vasena en 1919 durante la “Semana Trágica”, y contra los peones en la Patagonia en 1921, marcan otros hitos emblemáticos de la conducta policíaca de la oligarquía frente a los reclamos populares. Ya se había instituido el gobierno de Hipólito Yrigoyen por el sufragio universal (sin el voto femenino).
En 1955, el golpe de Estado “libertador” intensificó la violencia contra el pueblo, incluyendo fusilamientos y 18 años de proscripción ininterrumpida de la corriente política más importante de la Argentina, el peronismo. Y siguieron nuevas interrupciones de los regímenes constitucionales, con sus edictos, leyes y violencias; hasta que el 24 de marzo de 1976 se impuso la dictadura cívico-militar que desplegó un proyecto de terrorismo desde el Estado con la consecuente represión salvaje y sistemática que diezmó a toda una generación, desapareciendo y asesinando a 30.000 detenidos.
Como respuesta a ese plan sanguinario, que violaba sistemáticamente los más elementales derechos civiles, políticos, sociales y culturales emergieron una cantidad de organismos defensores de los derechos humanos: la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, Familiares, Hijos, Hermanos, Coordinadora contra la represión policial e institucional (Correpi). La Liga Argentina por los Derechos del Hombre había sido creada en 1937.
Estas organizaciones jugaron un rol trascendente en la búsqueda de Memoria, Verdad y Justicia. Los juicios a las Juntas Militares impulsados por el gobierno de Raúl Alfonsín fueron un avance inédito. Las reacciones posteriores de militares y civiles involucrados en los crímenes terroristas, condujeron a retrocesos como las leyes de Obediencia Debida y Punto Final.
El gobierno de Carlos Menem claudicó en toda la línea con los indultos. La aplicación de las políticas neoliberales en los años ochenta y noventa requirió la profundización del debate sobre los derechos humanos, ampliando su horizonte a las condiciones de existencia para acceder a una vida digna: trabajo, salud, educación, cultura, vivienda, etc. De este modo, todo lo relativo al juzgamiento de los hechos de violencia criminal del Estado se enriqueció incorporando la defensa de los derechos sociales y culturales de los ciudadanos como valores a conquistar.
Durante los años de los gobiernos kirchneristas se produjo una articulación virtuosa entre los poderes del Estado, los Organismos de derechos humanos y los movimientos sociales alrededor de este concepto más amplio de los derechos humanos.
Este cambio cualitativo y conceptual, se extendió hacia la idea de violencia: no es sólo la que se aplica directamente contra la vida de las personas, también lo es cuando se les niega a los ciudadanos toda posibilidad de acceso a una vida social y cultural digna.
Las políticas del gobierno macrista chocan de frente contra este concepto ampliado de derechos humanos ya que, en oposición a las políticas de la década previa, restringe e intenta abolir los derechos que se incorporaron.
La ideología y conducta política en contra de la idea de Memoria, Verdad y Justicia son prístinas: desmantelamiento de los organismos del Estado que sostenían el trabajo de esclarecimiento de los crímenes dictatoriales, discurso presidencial negacionista de los 30.000 desaparecidos, nombramiento de funcionarios que justifican el genocidio e intento fracasado de modificar el feriado fijo del 24 de marzo. Junto a esto, una política represiva cuyo caso paradigmático es la detención de Milagro Sala y sus compañeras de la Túpac Amaru, a pesar de los numerosos reclamos nacionales e internacionales para que sea liberada.
La descalificación de Roberto Baradel en el mensaje presidencial a la Asamblea Legislativa es un paso más en la escalada antidemocrática de recorte de los derechos sindicales.
Por los frutos lo conoceréis: en un año se generaron 1.500.000 nuevos pobres y un tercio de ellos están en la indigencia, o sea en el hambre. Fueron destruidos alrededor de 300.000 puestos de trabajo y se redujo la capacidad adquisitiva del salario, a la vez que se engrosaban las ganancias de los millonarios de siempre.
Marzo expresa la reacción de multitudes en las calles. Como siempre, cuando emerge la rebeldía soterrada de los pueblos convulsiona la escena política. Este 24 de marzo nuevamente un inmenso pueblo se manifestó demostrando que la defensa de los derechos humamos está incrustada en la conciencia de la sociedad como un valor cultural irrevocable.
Las calles de marzo marcan un nuevo tiempo. Por esa huella tenemos que andar. Y seguimos andando, también, con Eduardo Galeano: “luchar y crear son el modo de decirle a los compañeros caídos tu no moriste conmigo”.
* Diputado nacional (MC), Partido Solidario.