Hace unos días el Vaticano, a través de la Congregación para la Doctrina de la Fe, presentó a sus obispos un protocolo de actuación para casos de curas acusados de pedofilia, con el curioso nombre “Protección de los menores en la Iglesia”. En fin, que a confesión de partes... Bien dice César Cigliutti en el Comunicado de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA), que preside: “Si una institución, como el Vaticano, tiene que darles un manual a sus obispos explicando cómo actuar frente a un sacerdote abusador, expone sin pudor alguno el sistema enquistado en la iglesia vaticana”. Es decir, la pedagogía de buenas prácticas con “la presunta víctima”, la necesidad de colaborar, de ahora en más, con las leyes civiles del país donde se cometen los delitos sexuales, revela que el encubrimiento de los acusados es una tradición que se funda en el secreto más difundido.
El dispositivo de protección a la infancia, tan deseada, vendría a funcionar, entonces, como un soterrado Yo (me) Acuso; una variante de autoincriminación originada, entrelíneas, en la urgencia de sanar las finanzas, tras décadas de garpar, contante y sonante, a las pequeñas víctimas y sus familias del continuo de fechorías venéreas. Y reparar, en lo posible -tarea hercúlea- la imagen de una institución desautorizada cada vez que se pone a patalear contra “la ideología del género”. Ya debe de estar cansado Francisco de escuchar que la Iglesia está desnuda, como el rey. En parte, porque ya le quedan pocos fondos en el Banco del Vaticano para cubrirse las partes pudendas, de tanto darles rienda suelta.
Ni la comprensión jesuítica de la naturaleza del pecado -¿quién soy yo para juzgarte?- es suficiente para levantar el ánimo de los pecadores propios y, a la vez, pacificar a los inocentes. Como en la película El club, del chileno Pablo Larraín, se sabe que a los curas con “desvío pedofílico” se los solía destinar a residencias bien acondicionadas, para rehabilitarlos. Según el diario mexicano El informador, el Cardenal Juan Sandoval Iñíguez, obsesionado por “la cuestión gay”, tuvo que admitir la existencia de la Casa Alberione, que hasta 2001 albergaba a Legionarios de Cristo empeñados en criaturas.
Cuando una institución rancia se ve caer en el desfiladero del presente, elabora un protocolo. Se vuelve experta en nuevos lenguajes traducidos en reglamentos. He ahí, por ejemplo, los de la Justicia, urgida a tratar hoy como seres humanos a las personas lgbti que frecuentan sus Mesas de Entradas o, muy cada tanto, ingresan a su planta de empleados, así como raramente se cuela -¡oh, acontecimiento casi incomprensible!- una flor de limón entre los cactus. También los dignatarios de la seguridad apuran sus vademécum éticos, en la Argentina y en Estados Unidos, porque conocen bien los hábitos barbáricos de sus subalternos armados. Black Lives Matter 2020 y aparición con vida de Facundo Castro. La Historia, convertida en tabloide o en portal de noticias, exige renovación de aceite para compensar el óxido de semejantes aparatos. Se acude al lenguaje axiológico cuando falla el imaginario. ¿Qué hacer sino poner en palabras lo bueno y lo malo, para resucitar la conciencia? ¿Cómo acorralar la ideología monstruosa del Ku Klux Klan en un país donde el supremacismo es la cara clandestina de la ley pública? Así también la Iglesia.
No exagero con las comparaciones, ojo. En su libro Sodoma, poder y escándalo en el Vaticano, Frédéric Martel les dedica un capítulo completo a las innúmeras tropelías sexuales del cura Marcial Martel, líder de los pujantes Legionarios de Cristo, en México. Que contó con la complicidad de Juan Pablo II, su persistente compañero en la batalla contra el comunismo, cuando todavía no había caído el muro de Berlín. Protegido hasta último momento, por su aporte a la economía de una Iglesia necesitada de recursos para su guerra polaca y el exterminio de la teología de la liberación, Martel murió a los 88 años en una impresionante mansión de Florida, pero reducido por Ratzinger el “silencio penitencial”. Un devoto de la carne al que le tocó un cambio de época, cuando empezó a cobrarse un impuesto al consumidor compulsivo. Se debe haber sentido un incomprendido.
Es que, para estos tipos, descubrir que la realidad ya no les sirve de auxilio es como tener que aprender a hablar al revés. ¿No es ya suficiente la confesión y esas cosas; el socorro del representante de San Pedro? ¿O vamos a caer en el infantilismo de creer que se predica con el ejemplo; que el pastor le debe explicaciones al rebaño, cuando de lo que se trata es de complacer al Dios de los Ejércitos contra el marxismo y una de sus consecuencias epigonales, la ideología del género? Las infancias no son el prójimo a amar y no escandalizar, sino un concepto a utilizar como baza en las perennes batallas de la iglesia tradicional contra el secularismo.
En fin, que ya no le alcanza a la Iglesia con pregonar la legalidad de sus actos administrativos, sino que se ve obligada a alejar de sus sacerdotes a los niños -ay, ese fruto tan invocado- para recuperar algo de la legitimidad perdida.