Unos días atrás un equipo dirigido por el argentino Marcelo Bielsa ganó el campeonato de segunda división del fútbol inglés. Más allá del merecido lauro, el hecho cobra una relevancia significativa en virtud de un gesto que el argentino protagonizó poco tiempo atrás. En efecto, en mayo del año pasado, Marcelo Bielsa tomó una decisión que provocó una conmoción allende el ámbito deportivo: durante un partido de la liga inglesa del ascenso, el rosarino ordenó a sus jugadores dejarse marcar un gol en contra para compensar una ventaja obtenida de manera injusta: el partido terminó 1-1 y su equipo perdió así la posibilidad de ascender de categoría.
Lo cierto es que, además de dotar una nueva vitalidad al alicaído fair play inglés, aquel gesto del “loco --tal como se lo suele llamar en el ambiente futbolístico al DT argentino-- contiene un valor simbólico enorme cuya trascendencia testimonia el estado ético de la comunidad globalizada.
Más allá de toda otra consideración nos interesa entonces abordar el episodio a partir del significado que una actitud de esta naturaleza adquiere en una época signada por la mala fe. Habida cuenta del valor metafórico que la distingue, con probabilidad no haya actividad humana que no esté infiltrada por la dimensión lúdica: se habla del juego previo a una relación sexual como del juego de la guerra o la política. Por más que se practique en solitario, la célula esencial del juego consta de un jugador, de un rival --imaginario o no-- y de un objeto que no se sabe a quién pertenece. El atleta sabe que compite consigo mismo antes que con nadie por esa marca que premie el esfuerzo de llegar más rápido, saltar más alto o lanzar más lejos, para no hablar del escalador que se “juega” la vida con tal de alcanzar la ansiada cumbre.
Ahora bien, las personas suelen decir “no puedo dejar de pelearme conmigo mismo”, de hecho los pacientes en las terapias refieren: “me hago trampa todo el tiempo” al comentar el pesado sentimiento de traición que el obsesivo, por ejemplo, suele experimentar en su constante rumiar. De esta manera, hay juegos viciosos y los hay virtuosos. Si algo introduce un tratamiento que se orienta por la ética del psicoanálisis es la posibilidad de la buena fe: ésa que a un sujeto le permite perder algo para ganar dignidad.
La maniobra “en juego” es siempre la misma: salir de la rivalidad imaginaria encerrada en el enfrentamiento en espejo para poner en palabras un objeto tercero --un síntoma/pelota-- hasta entonces velado por el reproche del sujeto, sea hacia sí mismo o el Otro. Toda la cuestión está en el monto libidinal que un sujeto está dispuesto a ceder para vivir con mayor bienestar: de esta manera el fair play se extiende mucho más allá del perímetro de una “justa” deportiva. Lo cierto es que si de algo carece el actual escenario globalizado es de fair play y de buena fe. La denominada posverdad, por la cual se puede decir cualquier canallada sin que la misma reporte consecuencia alguna, vacía de contenido al discurso: no hay terceridad posible en el ámbito del cinismo.
Así, el odio es la traducción inevitable de una feroz rivalidad imaginaria cuya consecuencia más directa es un mundo cada vez más paranoico: soy yo o el Otro, lo cual equivale a decir: soy yo, yo, yo. La actual conquista deportiva de Marcelo Bielsa cobra un realce enorme en virtud de los valores que este entrenador sabe poner en juego. Por lo pronto, vale preguntarse: ¿por qué lo llaman loco?
Sergio Zabalza es psicoanalista. Licenciado en Psicología (UBA), Mg en Clínica Psicoanalítica (Unsam) y actual doctorando en la Universidad de Buenos Aires. Ex entrenador de equipos deportivos.