Ricardo Piglia advirtió que podía ocurrir con Rodolfo Walsh algo similar a lo que pasó con Borges, que el debate en torno a sus posturas políticas obnubilase la posibilidad de lectura de sus textos. Por otra parte, para los críticos del autor de Esa Mujer, en buena medida sus contemporáneos, es inevitable que sus decisiones políticas -riesgosas opciones de vida- ocupen el lugar fundamental: el juicio sobre la obra quedaría así condicionado por la actitud de homenaje que provoca la figura de Walsh.
Guillermo Saccomano transitó la misma senda de Piglia, hace unos años, cuando señaló el peligro de que la construcción del héroe Walsh transformara su figura en la de un mito escolar -como el sargento Cabral, exageraba- impidiendo valorar su importantísima obra literaria. El texto de Saccomano refleja muy bien la tensión que manifiestan ante Walsh quienes simpatizan con sus opciones políticas, pero tienen razones para considerar al autor de Operación Masacre fundamentalmente como un escritor: “En su escritura está la militancia más lúcida de Walsh”.
Militancia y escritura no son necesariamente incompatibles, pero comienzan a serlo cuando las prioridades no están claras. Durante varios años, a mediados de los ‘60, Walsh disfrutó el acercamiento a la política, la relación con el grupo sindical combativo de los hermanos Villaflor, la participación en publicaciones con los hermanos Viñas y otros, el nuevo acercamiento a Cuba en el Congreso Cultural de La Habana en el 68. Esos años fueron también los de su gran éxito literario: dos libros de cuentos y dos obras de teatro con buena recepción crítica. La convocatoria a dirigir el periódico de la CGT de los Argentinos le dio una posibilidad privilegiada de poner su escritura y su talento periodístico en una tarea política que terminó siendo absorbente, no sólo por las exigencias de la labor cotidiana sino porque Walsh terminó por enamorarse de ese mundo de viejos y jóvenes militantes y encontró allí un cauce para profundizar su compromiso político.
En esa opción por el mundo de los trabajadores y la militancia, necesariamente debía sacrificarse la novela que pacientemente esperaba Jorge Alvarez, su editor, quien, de hecho financiaba el trabajo de Walsh en el periódico. Preocupado por ese incumplimiento, el escritor, formado en la preferencia borgiana por la forma breve, reflexiona angustiosamente en su diario sobre esa imposibilidad. La frustración de la novela, que jamás terminará de escribirse, se inscribe en el tránsito de Walsh hacia la militancia política más plena.
Más tarde en 1972, en los días agitados en que Lanusse desafía el retorno de Perón, Walsh en una entrevista condenará su obra literaria, con excepción de Operación Masacre y los otros relatos políticos de no ficción. Se hace a sí mismo una tremenda injusticia, pero son tiempos de compromiso político en los que quiere textos urgentes que puedan actuar sobre la realidad. No es raro que Walsh cada vez más metido en la militancia no encuentre esa escritura. Los tiempos de la literatura y la política no son necesariamente concordantes.
Años después cuando piensa un nuevo modo de resistencia popular a la dictadura y deja constancia de sus opiniones críticas en las notas dirigidas a la conducción de Montoneros Walsh, que nunca había sido un teórico de la acción política, alcanza una profundidad notable para definir un nuevo rumbo. En ese nuevo contexto que necesariamente limita la dinámica militante vuelve a asumirse como escritor. De la producción de esos últimas semanas, sólo conocemos un texto, la Carta a la Junta Militar que firma con su propio nombre. Allí se produce uno de esos infrecuentes casos en que un escrito valioso como tal puede jugar un rol político fundamental. A diferencia de lo ocurrido en los tiempos fundacionales de la literatura argentina, los de Facundo, El Matadero y el Martín Fierro, esos casos de un maridaje tan logrado entre literatura y política son hoy excepcionales. Fue en su momento la mejor denuncia de la dictadura y hoy se ha convertido en la referencia obligada, tanto por la belleza de la escritura como por el prestigio del autor. Esta semana los ecos de la Carta resonaban en el documento de los organismos de Derechos Humanos condenando la miseria planificada ayer y hoy.
Incluso en la posteridad las tensiones entre el escritor y el político siguen manifestándose. Podía pensarse que finalmente el hombre de letras triunfaría sobre el hombre político, porque la obra de Walsh tiene un reconocimiento que le garantiza una posteridad difícilmente alcanzada por los hechos de la política. Pero ese militante político es una figura emblemática de nuestros desaparecidos, con las sucesivas reescrituras de Operación Masacre se convirtió en el gran cronista de la resistencia Peronista y es autor de la Carta que simboliza todas las denuncias contra el golpe de Videla y Martínez de Hoz. La historia política argentina no habrá de olvidarlo.
Asegurada la perduración del escritor y el hombre político, es importante es que esa consideración tan merecida no impida el juicio crítico. Hasta hoy no han sido frecuentes los cuestionamientos a Walsh. Juan José Saer escribió hace años un valioso texto sobre el concepto de ficción que discute con Walsh sin mencionarlo, lo que no deja de ser curioso porque el autor de Operación Masacre, texto pionero de la no ficción argentina, era el primero que necesariamente debería ser mencionado.
Por eso sorprende gratamente que Carlos Gamerro en un texto más que interesante sobre Puig y Walsh haya dejado de lado cualquier actitud reverencial hacia el autor de Operación Masacre. Aunque se piense, como quien esto escribe, que Gamerro minimiza la vigencia de Walsh en la literatura argentina, bienvenida sea la polémica. Del mismo modo, el militante político Rodolfo Walsh, podría ayudarnos más a entender los años ‘70 si se leyeran sus últimos escritos y sería deseable avanzar más por ese camino. Ese es seguramente el mejor homenaje.