La 16° edición del Bafici, allá por abril de 2014, le dedicó una retrospectiva completa a Rita Azevedo Gomes, realizadora portuguesa que luego de su ópera prima, O Som da Terra a Tremer (1990), debió esperar más de diez años para poder financiar su segundo largometraje, Frágil como el mundo (2001). Eran tiempos duros para el cine portugués en general, pero la explosión de una nueva generación de talentos a comienzos del milenio trajo aparejado el resurgimiento de figuras como Vítor Gonçalves, Joaquim Pinto y la propia Azevedo Gomes, quien entregaría en años sucesivos las indispensables La venganza de una mujer (2012) y Correspondencias (2016), películas que terminarían de cimentar su nombre como uno de los más importantes del cine luso contemporáneo.
Su última creación, La portuguesa (2018), tuvo su estreno mundial en el Festival de Cine de Mar del Plata, seguido por un paso por la Berlinale; para muchos espectadores fue la confirmación de que la voz de la realizadora seguía siendo tan inquieta, inteligente y fresca como cuando había dado aquellos primeros pasos tres décadas atrás. El lanzamiento del film en la plataforma Mubi, como parte de un ciclo dedicado a su obra (en los próximos días se sumará Frágil como el mundo y el mes que viene otros títulos), es una excelente oportunidad para acercarse a la filmografía de una cineasta talentosa e idiosincrática (ver crítica aparte
).
Basada en uno de los relatos breves que integran el volumen Tres mujeres, del escritor austriaco Robert Musil (famoso por la novela Las tribulaciones del estudiante Törless), A Portuguesa describe la reclusión de la esposa de un noble, Herren von Ketten, en un descascarado castello del norte de Italia, en algún momento del Medioevo tardío. Recientemente casada y embarazada de su primer hijo, esta mujer portuguesa exiliada en tierras extrañas (la actriz debutante Clara Riedenstein) pasa siete años de su vida entre lecturas, paseos por las cercanías de su casa, la educación de un cachorro de lobo y el aprendizaje de algunos oficios manuales, mientras su marido hace la guerra por aquí y por allá. Dos mundos, el femenino y el masculino, separados no sólo por la distancia geográfica. La relación de Azevedo Gomes con esta obra puntual de Musil, muy poco conocida a pesar del renombre del autor, comienza con un contacto con la escritora y guionista Agustina Bessa-Luís, quien finalmente se encargaría de adaptar los diálogos del texto a la pantalla.
“En 2005 hice un cortometraje, La conquista de Faro, un trabajo por encargo para el proyecto de Capital Cultural de Europa de ese año”, recuerda Azevedo Gomes en comunicación exclusiva con Página/12. “Fue la primera vez que aceptaba un encargo y la verdad es que no sabía muy bien qué hacer. Me atreví a llamar a Agustina para consultarle si conocía a algún escritor o poeta de esa región, pero me respondió que no. Un día estábamos almorzando y comenzamos a hablar acerca de Musil; al pasar, me comentó sobre su cuento La portuguesa, que yo no conocía. Al leerlo me cautivó, no sólo porque la historia en sí misma es muy interesante –con esa mujer y todo el contexto histórico–, sino además por las cosas que empujan a esa criatura a tener semejante vida. En otro encuentro le pregunté a Agustina por qué Robert Musil se había ocupado de una historia así, tan alejada de su mundo. Me respondió que, tal vez, la chispa se había desencadenado por una visita que el escritor había hecho al Museo del Prado. Es posible que Musil haya visto el retrato de una mujer que lo impresionó mucho: la pintura de Tiziano que retrata a Isabel de Portugal. Es imposible confirmar eso, no podemos preguntarle a Musil. Pero me encantan los enigmas. Todas esas charlas deben haber ocurrido en 2006, más de una década antes de realizar la película. Pero a veces el paso del tiempo es determinante en ciertas cosas y creo que si hubiera filmado La portuguesa en 2007 o 2008 hubiera sido un film muy distinto.
-¿Cuáles son los desafíos a la hora de filmar una película de época sin caer en los lugares comunes del preciosismo?
-No me interesaba hacer una película que reconstruyera al detalle una época. Hay otra gente que lo hace muy bien, como Visconti o Mizoguchi. Lo que ocurre es que siempre encuentro una línea directa con el presente en aquellos textos que describen un período histórico del pasado. Mientras leía el cuento de Musil pensaba en nuestro tiempo y en cuestiones ligadas al poder, la religión, el tema de los refugiados. Son cosas muy actuales. También la discusión sobre lo femenino y lo masculino. Todas las pistas que están presentes en la novela las transporté de inmediato a la actualidad, por lo que no sentí la necesidad de hacer una representación, sino una interpretación de esa era. No sé si, en el fondo, La portuguesa es un film de época. En La venganza de una mujer, que transcurre en el siglo XIX, también estaba esa tendencia. En este caso fue aún mejor, porque al estar más alejada en el tiempo tenía menos referencias. Por supuesto que nos sirvió investigar la música o la pintura medieval. Es interesante porque antes del Renacimiento era muy sobria y figurativa, por lo que uno es más libre de hacer lo que quiera. Por eso puedo poner en escena una silla de los años 40. Hay algo más: siempre me gustó poner en pantalla algo verdadero. Un vestido, por ejemplo, o un objeto cualquiera, y aunque el espectador no lo note es algo muy evidente para los que estamos haciendo el film. Por ejemplo, en La portuguesa la pluma que usan para firmar el tratado de paz es una pluma de esa época, que nos prestaron de un museo.
-La portuguesa no es una superproducción y es de suponer que el rodaje fue hecho en locaciones reales. ¿Cómo fue la búsqueda de posibles candidatas para encarnar el castello de los von Ketten?
-En un primer momento tratamos de buscar un pequeño castillo de la época, pero todos esos edificios señoriales, que están usualmente en el norte de Portugal, son casas de familia y no es fácil trabajar allí. Está el arcón del abuelo o las fotos de la bisabuela y nadie quiere que las cosas sean movidas de lugar. Finalmente encontramos un palacete que estaba a la venta, con un mobiliario muy interesante, y allí fue donde filmamos la mayoría de los interiores. Pero el resto de las escenas están filmadas en distintos sitios, en parte aquí cerca, a unos quince quilómetros de donde vivo, y otros en una casa más alejada. Es todo un montaje de locaciones y el lugar, tal y como se la ve en la película, no existe.
-Por momentos, La portugesa recuerda a algunos trabajos de la dupla Straub-Huillet o los films históricos de Jacques Rivette. ¿Es posible afirmar que hay allí alguna influencia directa o indirecta?
-Evidentemente nos gustan los mismos directores (risas). Aunque, realmente, cuando estoy filmando una película, no estoy con ninguno de ellos. No puedo afirmar que haya influencias, en el sentido de que cuando estoy en el rodaje encuadrando no tengo en la cabeza imágenes de otras películas. Por supuesto, puede haber cosas que quedan en la memoria y surgen de manera inconsciente, pero no intento imitar o citar, para mí eso es una catástrofe. Una vez intenté hacer algo así y no funcionó. Era algo que había visto en un film de Ingmar Bergman y me pareció bellísimo, tan simple e inteligente que intenté imitarlo. Era una cosa técnica, un movimiento de cámara extraordinario, pero cuando intentamos hacer lo mismo en el rodaje de La venganza de una mujer –ya que creía interpretaba muy bien la escena– no funcionó. Hay que encontrar siempre una forma propia.
-¿Cómo surgió la idea de incluir un personaje extemporáneo como el que interpreta la cantante y actriz alemana Ingrid Caven? ¿Podría interpretarse como una suerte de coro griego?
-No es un coro griego, no. Hablamos mucho de eso con Ingrid, incluso durante el estreno en el Festival de Berlín. En una entrevista Ingrid dijo, de manera cierta, que el coro griego comenta las escenas, pero no es eso lo que ella hace. Es una cosa muy desgarrada en el contexto de la película. Por supuesto que todo lo que dice y lo que canta tiene relación con la historia, aunque las palabras no sean de la misma época. No hay una razón para haber incluido ese personaje, simplemente queríamos que ella estuviera en la película. Recuerdo que antes de filmar Ingrid solía preguntarme, por email o por teléfono, “Pero, ¿cuál es mi papel?”. No es exactamente un papel. Tal vez tenga que ver con la necesidad de decir “atención, todo esto es muy lindo, los decorados y el resto, pero hay que romper con todo eso”. Es como cuando uno acaba de pintar un cuadro agradable y siente la necesidad de hacer un rayón para quebrar ese equilibrio. Creo que esa intervención distrae de esa cosa bien compuesta y bonita. Todos los elementos –los decorados, las coreografías, los peinados, las posiciones de cámara– son materias con las cuales se trabaja y es muy irresistible jugar con eso.
-La dirección de fotografía de Acácio de Almeida es magnífica y está en las antípodas del registro digital homogéneo que suele apreciarse en un gran porcentaje de la producción actual.
-Hasta hace poco pensaba que nunca iba a filmar en digital. Pero me gusta experimentar y, además, la realidad es que el presupuesto impedía hacerlo de otra manera. Profundizamos mucho con Acácio y experimentamos con distintas cámaras, porque el digital tiene un comportamiento diferente con los materiales, si se lo compara con el fílmico. Por lo tanto, tienes que explorar profundamente lo que se puede hacer con la cámara. No queríamos obtener imágenes donde todo estuviera en foco. Hay una obsesión actual con la idea de la perfección de la imagen y no es mi caso. Además, soy miope (risas). Me gusta el fuera de foco de la miopía. Cuando estoy hablando con alguien el fondo no está en foco. Acácio es muy creativo y creo que, después de hacer varios films juntos, no necesitamos explicarnos demasiado las cosas. Es una cuestión de sensibilidades. Por supuesto hay ajustes. En una escena nocturna teníamos demasiados focos azules, una noche muy cinematográfica. Y, a pesar de que no es algo que me disguste –me gusta mucho Terence Fisher, por ejemplo–, aquí no funcionaba, entonces cambiamos un poco la temperatura de la luz.
-¿Fue difícil hallar a la protagonista de la historia?
-Cada película es diferente. Por ejemplo, uno puede tener un actor inteligente (en realidad, todo actor debe ser inteligente) como Rita Durão, con quien ya había trabajado en La venganza de una mujer, pero un método de trabajo no puede trasladarse a otras personas. Clara Riedenstein, que hace el papel de la mujer portuguesa, no poseía experiencia actoral previa y tenía apenas dieciséis años en el momento del rodaje. Ella es muy inteligente, realmente. Pero el abordaje al texto fue diferente a otras veces. Hicimos algunas lecturas antes de filmar, intercambiamos impresiones e interpretaciones de lo que estábamos leyendo. Pero yo no podía decirle a Clara “tienes que hacer esto así o de esta otra manera”. Porque cuando se le dice algo así a una persona que no es actor profesional lo que ocurre normalmente es que esa persona intenta hacer exactamente lo que le pediste e, inevitablemente, se repite a sí mismo. Cuando me presentaron a Clara supe que era ella, no sé bien por qué, es algo intuitivo. Además, quería una mujer pelirroja por dos razones. Por un lado, porque Isabel de Portugal, al menos en el cuadro de Tiziano, tiene ese color de cabello. Por otro lado, intento evitar los estereotipos y la imagen típica de la mujer portuguesa es normalmente un rostro melancólico, ojos de almendra, oscuros. Quería que esta portuguesa fuera diferente. Lo mismo el personaje del marido, interpretado por Marcello Urgeghe, que a pesar de ser un guerrero no es un hombre de apariencia fuerte y poderosa sino flaquito, con piernas finitas y ojos verdes.
-Se ha escrito mucho respecto de La portuguesa como una película feminista. ¿Está de acuerdo con esa apreciación?
-Creo que esa descripción viene dada un poco por el clima de estos tiempos. Hay cosas que son permanentes y que están presentes desde hace mucho tiempo y ahora se las llama feministas. No creo que La portuguesa sea “feminista”, eso viene por una cuestión de moda. Si se hubiera estrenado hace quince años no hubieran utilizado ese término. En todo caso, lo que intentamos hacer fue trasladar uno de los enigmas del libro, para el cual no hay respuesta: el mundo femenino y el mundo masculino y sus representaciones. Tengo una idea un poco primitiva al respecto: en lo íntimo, siento una gran curiosidad por lo que no conozco, por ejemplo ser un hombre. Es algo que nunca voy a saber. Lo mismo le ocurre al personaje de Von Ketten. ¿De qué tiene celos? ¿Del primo de su esposa, del lobo? No, tiene celos de ese mundo femenino encarnado por su esposa y al cual nunca podrá acceder completamente. Ese tema, que debe ser abordado, creo que muchas veces es tratado de una manera poco interesante y productiva. Las cosas van a cambiar realmente cuando los salarios sean iguales, no porque haya un cincuenta por ciento de mujeres en el parlamento. Es necesario reflexionar bien. Son cosas diferentes: por un lado, lo que viene dado por la naturaleza, el mundo femenino y el masculino; otra cosa es el acceso al poder, los derechos. Creo que eso no debería ser tratado a partir de porcentajes. La portuguesa no es una película sobre una mujer, es una película sobre una persona, misteriosa e interesante. Una película sobre una vida.