Su vida se decidió en un taxi. Un padre le llevó a otro y de ahí, a la posteridad. Porque su madre adoptiva estaba segura de que aquello era un regalo de Dios, un niño llamado a hacer grandes cosas. Por eso, años después, lo metió a joyero. Erró el tiro, pero por poco. La cualidad de orfebre y la minuciosidad con la que siempre entendió su oficio fue constante. Hasta la semana pasada. Se largó a los 87 años en el Hospital de Sant Pau de Barcelona sin que sepamos cómo narrar exactamente esa fuga inverosímil que siempre protagonizan los maestros.
La madre biológica de Juan Marsé murió a los quince días de parirlo. Y ya era el segundo. Y su padre, en los años 30 de una España que ni soñaba con rozar Europa un día, tuvo que meter a ambos en un hospicio para que no murieran de hambre. Pero Juancito salvó los muebles. Su padre lo entregó a esa mujer que llevó en el taxi y que, entre llanto y llanto, le había logrado contar que venía de parir un hijo muerto y que le habían dicho que ya no podría tener más. Tiro errado, también, porque después llegaron otros dos. Y la cosa no fue fácil. Vino la guerra que echó abajo la República y luego hubo que llorar de nuevo, pero esta vez en enero del 39, cuando los del bando nacional pasearon su victoria por Barcelona como si aquello fuese suyo. Y lo fue. Desde un balcón cetrino el niño Juan veía cómo su padre adoptivo prendía un puro enorme y las lágrimas le corrían por la cara. Después de eso, todo fue ahogarse.
Autodidacta y anticlerical irreductible, supo muy pronto que la escuela franquista no le servía de casi nada. Pero aún así tuvo el gesto de casarse por la iglesia: solo para no darle un disgusto a esa señora creyente que le metió en su casa para darle la vida que su madre muerta le legó.
Juan Marsé cambió de nombre, de deseos y de patria. Quiso hacerlo más de una vez. Y sobre todo pidió que no le asignaran ninguna en especial: la condición de frontera y la marginalidad eran recursos fructíferos para su arte. En los últimos tiempos a más de uno le jodía que no se expresara en catalán en su narrativa, tan aposentada en los laureles que en 2008 tuvo que hacer el esfuerzo y plantarse en Madrid para bajar la cabeza y dejar que un Rey de España le colgase la medalla del Premio Cervantes en Alcalá. Se puso chaqué y se hizo fotos. La pasó mal. Pero para entonces ya tenía tres nietos como tres soles que no le dejaron solo ni un segundo en semejante trance.
Juan Marsé siempre parecía cabreado. Así lo veíamos las pocas veces que se dejaba indagar. Le importaba poco hablar del cómo: prefería que le dejasen en paz. Una vez, en una televisión mexicana, le preguntaron qué era más importante en su escritura, si el fondo o la forma. El fondo, dijo. Luego hubo que volver a grabar por un problema técnico. Qué es más importante, le preguntaron de nuevo. La forma, respondió.
Lo que verdaderamente hacía en su narrativa era pulir hasta que su arquitectura desapareciera sin más, igual que pretendía hacerlo en vida. Que su escritura dijese todo sin que se notase un destello de su artesanía. Un narrador nato, eso decía de él su agente, Carmen Balcells, que un día llegó a su casa y le dijo a su madre que si le dejaba, ella se encargaría de todo. Y así fue.
Marsé venía bien de abajo, del arrabal, de la Barcelona que no entra en los folletos turísticos, en la que todavía hoy las cuestas repentinas pueden albergar tesoros que el caminante extranjero no tiene por qué ver si no hay autóctono que le abra los ojos. Son las curvas empinadas del Guinardó y del Carmelo que su personaje más universal, el Pijoaparte de Últimas tardes con Teresa, recorría en una moto que soñaba que un día sería un Cadillac. Pero no, porque siempre hubo clases, y eso lo tenía muy claro Juan Marsé que a lo suyo le llamaba faena, que es lo que toda la vida un catalán llamó laburo. Que por qué un escritor de prestigio se presentaría a un premio comercial como el Planeta. Pues por eso, por dinero. Y así escribió La muchacha de las bragas de oro, una novela hecha a medida para hacerse con el premio mejor dotado de la narrativa española: cronológica, sencilla, final. Pero también fue capaz de firmar Si te dicen que caí, ese título de verso falangista que tuvo que ir en brazos a la tierra de Juan Rulfo para existir y ganar el premio que lleva su nombre. Con una estructura que parecía que le habían susurrado los ángeles en los que no creía. Un deleite de libertad creativa. Una cosa muy loca para la censora España de entonces y, si me apuran, aún la de hoy.
Juan Marsé fue el obrero real que se codeó con los señoritos de mierda que crearon algunas de las obras más importantes de la literatura del siglo XX español. La Escuela de Barcelona que tuvo como uno de sus máximos responsables al editor Carlos Barral, fue su casa. Un hogar en el que no podía descalzarse porque sus pies olían a calle pateada. Y justo ahí estaba su mina de oro: un mundo suburbial que fascinaba a quienes sólo lo tocaban de oído y eran militantes porque tenían tiempo para pensar que aquello era necesario. Se ganó el respeto y la amistad de uno de los que más se odiaban a sí mismos por ser de alto rango: el poeta Jaime Gil de Biedma fue uno de sus grandes amigos, uno que tuvo que entregar a la muerte demasiado temprano. Quién le iba a decir a Enrique Vila Matas que ahora le iba a tocar despedirle a él, como quien se pregunta por qué razón sucede esta cronología inútil en la que los sustos de la salud hace años les hicieron dejar de beber y ver ficciones posibles donde otros sólo veían realidades.
Juan Marsé es el orfebre de la memoria reconstruida, de una Barcelona literaria que creció entre cómics y películas épicas que apenas sí podía ver cuando su padre, un funcionario del ayuntamiento, se dedicaba a matar ratas en los cines de la ciudad. Qué cagada que después, cuando se hizo un escritor famoso, ninguna adaptación de su obra hiciera justicia al arte que más respetaba. Casi tanto como a las mujeres que amó, que son la verdadera génesis de su escritura.
Empezó unos relatos porque se enamoró de una chica que tenía una máquina de escribir. Para pasar tiempo con ella, le pedía que los transcribiera. O era al revés. Nunca lo supo: la memoria y la reconstrucción de la realidad siempre fueron ejes de su obra. Luego le mandó mil cartas desde una aburridísima mili en Ceuta a otra muchacha. De ahí nació Encerrados con un solo juguete, su primera novela publicada por Seix Barral en 1960. De las señoritas bien a las que daba clase de español en París nació su cumbre: Últimas tardes con Teresa. Allí se pudo ir un tiempo con una beca para huir de la oscuridad de la dictadura en España. Pero volvió, porque Marsé sólo podía escribir de un lugar estando en el lugar. Y ese lugar siempre fue y será Barcelona.