Los seres melanco-cínicos de Alfonso
Bandejas de músicos post armónicos/ Señoras ranqueles, cautivas, chinas e indias/ Monos maleantes/ Muertos elegantes, puntuales a la hora de la cena/ Retratos de familias no compuestas aún/ Dandis en apuros… Tal es la amorosa aproximación de Adrián Dárgelos a las díscolas criaturas del músico y artista Alfonso Barbieri que hoy habitan un cuidado libro-objeto editado con mimo por la editorial Coney Island. Se trata de Collages 1993 / 2019, antología prologada por el cantante de Babasónicos, que reúne obras, algunas inéditas, de este músico y artista plástico, creadas desde su adolescencia hasta la actualidad. En la selección, infaltable el hombre alado que engalana la portada, una de sus piezas más emblemáticas, de 1993. Barbieri cuenta que la compuso a partir de las alas de una chicharra muerta que encontró de niño (“cuando subía al árbol de palta de mi casa en Villa Martelli para tener a estos bichos hermosos cerca y escucharlos cantar”) y de un señor trajeado que recortó de una de las tantas revistas coreanas que le trajo su tío arquitecto en los 80s. Como rostro, cactus injertados: planta que fusiona distintas especies; una metáfora natural, si se quiere, de lo que es un collage… Técnica en la que Alfonso encuentra “la posibilidad de romper el mundo tal como es y volver a armarlo a mi gusto, que es lo que hacemos constantemente con el pensamiento”. “Me da bronca que, hoy en día, porque se ha puesto de moda, haya una estandarización, con gente repitiendo fórmulas que hemos visto mil veces. Justamente cuando el collage es apertura, es explosión e implosión a la vez”, dice Barbieri, que encuentra especial fascinación “en romper revistas como Caras o Gente y, darle a esos recortes, un sentido completamente opuesto al original; un gesto que no deja de ser político”. Por lo demás, habrá quien vea en el murciélago de las primeras páginas del libro, parte de su serie Animales blancos con ropa, una alegoría de los pandémicos tiempos que corren: un vaticinio, en todo caso, porque fue montado en 2010. Si en muchas de sus piezas está presente la fauna es “por la admiración que me generan los animales, capaces de seguir vivos a pesar de tener que cohabitar con los humanos, que somos un asco que ha arrasado con todo”. De hecho, de animales que se parten de risa al vernos rezar va "Botiquines", canción de su inminente nuevo disco, Exagerado, que sale el 14 de agosto.
Tiempo de valientes
Buenas nuevas para cinéfilos que han dedicado horas y horas a deleitarse con películas de hordas zombies, alienígenas al acecho, fatales enfermedades altamente infecciosas: parece que ese cuiqui controlado los ha preparado para lidiar con la pandemia mejor que al resto de los mortales, menos acostumbrados a bancarse los escalofríos. Incluso atiborrarse con las sagas de Jason Voorhees o Freddy Krueger reportaría beneficios, según certifica un equipo de científicos de la University of Chicago, la Penn State University y la danesa Aarhus University, que en conjunto acaban de publicar un estudio que así lo sostiene. Allí aseguran que los fanáticos de este tipo de films tienden a mostrar “una mayor preparación y una mayor resistencia psicológica ante la pandemia”. En verdad, hacen salvedades: de los aficionados al género terror, que se muestran “menos angustiados frente a la crisis”; de los fans del cine catástrofe, donde clásicamente la sociedad colapsa, que son “más resistentes y están mejor preparados” frente a los brotes de coronavirus. Conclusiones a la que han arribado tras entrevistar a 310 voluntarios, interrogarlos acerca de cómo llevan la actualidad distópica, sus niveles de ansiedad, depresión, irritabilidad, falta de sueño; de preguntarles además sobre sus predilecciones en materia de séptimo arte. Explica Coltan Scrivner, coautor del trabajo, que “si una película es buena, el espectador se pone en el lugar de los personajes, adopta sus perspectivas, va ensayando los escenarios que atraviesan aún sin pretenderlo o buscarlo”. “Aun sin ser conscientes, se han hecho de un conocimiento al que han podido recurrir más tarde”, señala este especialista en curiosidad mórbida, y destaca lo evidente: “La pandemia no los ha pescado demasiado desprevenidos”.
La inconclusa tía Nellie
Han pasado 132 años desde su muerte y, sin embargo, la querida autora Louisa May Alcott tiene una obra nueva publicada en estos días, por primera vez. Se trata de un cuento inédito de nueve mil palabras que escribió con apenas 17 años, dos décadas antes de dar vida a las hermanas March del clásico de clásicos: Mujercitas. El manuscrito de Aunt Nellie's Diary, tal es el nombre de esta pieza, fue descubierto recientemente en la Biblioteca Houghton de Harvard, y poco tardó la revista estadounidense The Strand en presentar en sus páginas el relato inacabado. Relato sobre un triángulo amoroso adolescente que involucra a una dulce huerfanita, su perspicaz mejor amiga y un gentil vecinito, visto y relatado por la cuarentona Nellie, tía de la primera. Dice Andrew Gulli, editor de The Strand, que la historia muestra cuán madura era Alcott ya desde temprana edad, cómo descollaba su talento emergente. Incita, claro, a hacerse de un ejemplar de la revista para dejarse arrastrar “por la vida idílica retratada en este boceto de novela, con sus picnics y sus bailes de disfraces, tan alejada a la realidad que toca hoy”. Pero, hete aquí la cuestión, redobla la apuesta y propone algo más: visto y considerando que la obra está inacabada, antaño abandonada vaya a saber por qué razón por Louisa May, “desafortunadamente han quedado muchos interrogantes sin respuesta, que nos gustaría que escritores novatos se animaran a responder”. En efecto, invita la publicación literaria a meter la cuchara en la historia y darle el final negado por la propia autora. Gulli promete que el mejor cierre verá la luz de la imprenta, siendo correspondientemente editado en la revista. En algún número venidero, aún sin definir; en mucho dependerá de que las letras que le arrimen estén a la altura del original.
De mudanza en mudanza
El reposo final de la gran Dorothy Parker está siendo de todo menos manso, apacible. Tras morir de un ataque al corazón en el ’67, con 73 años, las cenizas de la poeta, escritora, crítica y satirista neoyorkina, conocida por su ingenio cáustico, su manejo sin par de la ironía y sus agudas observaciones sociales, quedaron bajo la tutela de su amiga: la escritora Lillian Helmann, pareja de Dashiell Hammett, durante 17 años. En su carácter de albacea, Helmann respetó los deseos de una Dorothy que, siendo simpatizante del movimiento por los derechos civiles, había dejado claras instrucciones para el destino de su herencia: que todo fuese para Martin Luther King o, en su defecto, para la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP). Asesinado el líder afro en los siguientes meses, la susodicha asociación recibió la donación posmortem, de 40 mil dólares. Y los restos de Parker, que no había precisado qué tipo de sepultura quería -o si quería alguna, vamos-, acabaron en manos del abogado de Helmann, Paul O’Dwyer, al fallecer Lillian en el ’84. Permanecieron en un estante del despacho del letrado hasta el ’87, cuando la archiconocida columnista Liz Smith, aka “la reina del chisme”, publicó una columna donde, indignada por la situación de abandono, decía que apremiaba que alguien tomara cartas en el asunto. Sugería, de hecho, que la NAACP reclamase las cenizas de quien había sido su benefactora. Así fue, y la urna nómade fue enterrada en una de las sedes principales de la entidad, en Baltimore, lejos de la ciudad de mil amores de Dorothy Rothschild, tal era el nombre original, de ricachona, de esta neoyorkina consumada que adoptase el apellido de su primer marido. La sepultaron en el jardín de la sede bajo un círculo de ladrillos rojos, en representación de la célebre Mesa Redonda de Algonquin: esas tertulias donde Parker y amigos discurrían ácidamente entre partidas de póker, como bien retrató el realizador Alan Rudolph en el film La señora Parker y el círculo vicioso, de 1994, con Jennifer Jason Leigh como Dorothy. Sobre el círculo, una placa con el irreverente epitafio antaño sugerido por la mismísima autora: Excuse my dust (Disculpen mi polvo). Allí han permanecido los restos durante tres décadas, pero hete aquí la cuestión: ahora urge una nueva mudanza. El pasado año, la NAACP se mudó a otra locación, incapaz de encarar los gastos de refaccionar una propiedad en estado decante. La desidia, obvio es decirlo, ha alcanzado al jardín, completamente descuidado. Así, entre yuyos y maleza, yace Dorothy Parker. De momento. Nadie sabe qué pasará con la urna, pero llueven las sugerencias: ¿llevarla a Biblioteca del Congreso?, ¿al hotel Algonquin?, ¿a un museo de derechos civiles? La incertidumbre, parafraseando a la autora, parece ser “un fresco infierno” interminable.