I.

Creo que el sótano es la memoria-albergue.

Se bifurca y se aploma.

Queda fijo debajo de la casa, tragando saliva.

Es una fuerza geométrica que mantiene las paredes y el vacío, lo que está y lo que no está. Lo que no está, desde hace tanto, a veces vuelve, como representación astronómica de una placenta.

II.

La rosita serrana no ha vuelto a hablar, echa ramas, no pasa mucho, casi nada. O es mi oído muy débil, que no alcanza a escuchar los brotes tardíos de los tomates y de las calabazas. O son los vientos que soplan detrás de los hombres, sobre la materia protopoética del ser, y hablan tan bajo que me aturden.

III.

Cuando se distraen un instante, los átomos, las partículas, los animales, los planetas, las galaxias, el sótano llega a ser memoria-albergue del señor Big justo en el momento en que la señora Bang babea desde abajo. De confín a confín, a lo largo y ancho de la memoria-albergue, existe una irrazonable eficacia de las matemáticas en sus cálculos protopoéticos. Siempre hay una placenta astronómica que me salva.

IV.

El señor Big le hace cosquilla al coxis esotérico de la señora Bang, le engruda con piropos el Gran Hormiguero y se produce un involuntario intertexto que no hace falta salir a averiguar. Me deleito en sus inventos antinarrativos.

V.

La noche sale de la luna, sube a su cohete espacial y viene presurosa hacia la tierra, ostentando los limpios filos verbales de prosa programática. Viene en misión de emergencia narrativa pero ya nada puede hacer cuando la señora Bang apoya el seno metafísico en los labios abstrusos del señor Big.

VII.

Entre los fragmentos dispersos del espacio y del tiempo, descubro la cicatriz en el seno de la señora Bang, el prepucio mordido del señor Big, portales de la rajadura narrativa que me obliga a decir a contrapelo del informar.

VIII.

El número phi de la escritura cruje, fuga un ángulo y así, el señor Big se vuelve a la flor sagrada de la señora Bang, a punto de estallar por sí misma. El señor Big penetra en la noche y se consagra como el aprendiz de todos los secretos, ¿así que estos eran los ritmos, ésta la frecuencia, éste el compás? Y taca, taca, taca, taca, plaf, plaf, plaf.

IX

Un toque carmín de texto rasgado, de membrana rasgada, da tres o cuatro vidas que algunos también han llamado muertes, y pone a disposición de lo grande todo lo que es pequeño, ser Big y ser Bang, faros perros manchados de amarillo y de vejez, de negro y de miedo, prendidos y sobrevivientes en revoltijos de amor.

X.

Qué curioso, y que nueve de cada diez Heráclitos exhiben o representan el protopene que mira la señora Bang con tanto respeto. Es una especie de rito tribal, saltan como conejos que ya no hacen hijos y los movimientos del señor Big se oyen muy toscamente, similares a los ronquidos de la señora Bang, pero con un énfasis de penetraciones psicoanalíticas.

XI.

Nadie los obliga a andar tropezando con los orgasmos tardíos en pólvora, en eso es, eso es, eso sí, etcétera, etcétera, etcétera, pero ellos insisten. Los trocitos de Ave María se enredan en los pelos de la alfombra mágica que establece el protorrelato como cosa narrada aún sin ninguna intención explicativa, pero con mucha fe en los verbos conjugados.

XII.

A la salida del sótano, el señor Big y la señora Bang, reparten panfletos retóricos: “Al automóvil narrativo lo pondrá usted”; “al estacionamiento geográfico lo pondrá usted”; “a los cabos sueltos los atará usted”, “usted, lector, es ese mirador excepcional”; “usted llena con sus ojos de ver más allá, todos los espacios vacíos”. Y yo me alegro de que la señora Bang y el señor Big, se hayan sumado a mi equipo para enhebrar, zurcir y bordar la placenta astronómica de la escritura-albergue, mientras la rosita serrana permanece tan callada en su prosopopeya.

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