En la siesta del sábado, en la Fundación Favaloro donde desde hacía varios días estaba internado, murió Manolo Juárez. La música de Chopin, como había pedido, y el afecto de sus hijos Pablo y Mora, lo acompañaron en su último momento. Pianista, compositor y arreglador –aunque para él resultaba imposible explicar dónde terminaba una especialidad y comenzaba la otra–, Juárez fue sobre todo un maestro. Tenía 83 años y unas semanas atrás le habían detectado coronavirus.
De intuición socrática, pertenecía a la selecta clase de los artistas cultos, los músicos sin complejos, los ciudadanos de curiosidad atávica. Entre amigos, sus conversaciones eran también travesías enriquecedoras por un mapa incontrolable de nombres, lugares, épocas e ideas, y ninguna charla podía terminar sin una escucha compartida. Con sus alumnos, la misma esperanza lo llevaba a pedir un resumen de Romeo y Julieta de Shakespeare, la armonización de una zamba, o un análisis que permitiera descular cómo habían reaccionado Wagner, Debussy, Piazzolla o Keith Jarret ante la misma situación musical.
Oralidad y escritura, sentimiento y razón, inspiración y transpiración, articularon y afirmaron la música y el pensamiento de Juárez. Esa actitud, sostenida con convicción a lo largo de su vida, lo convirtió en una tradición en sí, dentro de la música argentina y sus complejos. Desde ese espacio de frontera, poco cómodo, reflexionó con personalidad sobre las tensiones y las disonancias que atraviesan la relación entre lo culto y lo popular, oposiciones que además de marcar terrenos musicales definieron su manera de entender el mundo desde lo político, social y cultural.
Lúcido promotor de un pensamiento que en nombre de la música superó las oposiciones entre lo culto y lo popular, la obra de Juárez no se agota en la música escrita, tocada y explicada. Desde distintos lugares, su actividad incidió en los últimos sesenta años de la música argentina. Ocupó cargos directivos en el Sindicato de Músicos, en Sadaic, en el Fondo Nacional de Las Artes, fue jefe de la cátedra de Composición de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de La Plata y uno de los artífices principales e ideólogo de la Escuela de Música Popular de Avellaneda –el primer conservatorio de música popular de la Argentina–, su gran orgullo.
Antes de que lo internaran, salía de su casa de San Telmo abajo, casi Barracas, solamente para hacer la diálisis que le demandaba la insuficiencia renal que desde hacía años lo tenía a maltraer. Sus últimas salidas mundanas tuvieron que ver con la música: el año pasado fue a escuchar a Enrico Rava en el Festival de Jazz de Buenos Aires y poco antes el concierto de Stefano Bollani en el Teatro San Martín. Los problemas de salud sin embargo no le impidieron trabajar hasta sus últimos días para poner en orden su legado, en el que, entre otras cosas, quedan su discografía ordenada y masterizada lista para ser reeditada y un tratado para el joven estudiante de música.
Cordobés de nacimiento y porteño por destino, Manolo Juárez nació el 22 de abril de 1937 y pasó su infancia en La Paternal. Hijo del escultor Horacio Juárez, su casa de infancia era una especie de ateneo donde a menudo pasaban, para demorarse en acompasadas tertulias, personalidades del mundo del arte y la cultura como Antono Berni, Juan Carlos Castagnino, Rafael Alberti, Atahualpa Yupanqui, Alberto Ginastera y Julio De Caro. Fue justamente el violinista que le supo dar al tango dimensión de música escrita el que una vez llevó al niño Manolo a un ensayo de su orquesta. “Cuando escuché cómo sonaba esa orquesta quedé paralizado, sobre todo me impresionó el pianista, que era Francisco De Caro, el hermano de Julio”, comentó alguna vez Juárez. Aquella muestra decariana fue una especie de anunciación, enseguida confirmada por la fascinación por Schubert y más tarde por el impacto de La consagración de la primavera de Stravinsky. Adolescente, Manolo ya había decidido ser músico.
Estudió piano con Ruwin Erlich y más tarde se formó composición con Horacio Sicardi, Guillermo Graetzer y Jacobo Fischer, en Argentina, y con Doménico Guaccero en Italia. Muy joven entendió que la labor creativa no era suficiente para ser un artista libre, entonces se comprometió con la defensa de los derechos del compositor. Fue miembro fundador de la Asociación de Jóvenes Compositores de la Argentina, de la que entre 1972 y 1975 fue presidente; integró también la comisión directiva de la Unión de Compositores de la Argentina y entre 1970 y 1977 fue secretario adjunto del Sindicato Argentino de Músicos. En 1973 creó el Departamento de Música Sinfónica y de Cámara en Sadaic, donde hasta entonces se utilizaba la categoría “Música erudita”.
Tenía 17 años cuando recibió una “Mención de Honor” por Tríptico para piano en el concurso Giovanni Battista Viotti de Milán, en Italia. Ese fue el primero de una larga lista de galardones. En 1972 recibió el Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires por Cinco Canciones para mezzosoprano, flauta, arpa y trío de cuerdas y al año siguiente obtuvo el mismo reconocimiento por la mejor obra para conjunto de cámara. Ese mismo año estrenó en Alemania su obra Condensaciones, para bandoneón y conjunto, interpretada por el recordado Alejandro Barletta como solista y un grupo de instrumentistas de la Orquesta Filarmónica de Berlín. En 1976 obtuvo tres primeros premios del Concurso Extraordinario del Fondo Nacional de las Artes, por Maremagnum –que fue estrenada en el Teatro Colón bajo la dirección del mexicano Carlos Chávez—, Cinco canciones para voz y conjunto de cámara y Tres piezas para flauta. Al año siguiente fue distinguido con la beca Doménico Zípoli, otorgada por el gobierno italiano, para continuar su perfeccionamiento en Roma.
Mientras el músico clásico encontraba y ocupaba su lugar en un mundo constituido desde hacía siglos, el otro, el inconformista, trataba de fundar su propia comarca, atravesado por la convicción de que en la música de raíz popular se escuchaba una forma de sinceridad irresistible. A fines de los ’60, Juárez, que como compositor de su tiempo había asumido el desafío de dilucidar las tensiones entre modernidad y tradición, comenzó a indagar en la problemática relación entre lo académico y lo popular. Como le había pasado con De Caro, con Schubert y con Stravisnky, a Juárez también lo marcó don Palacios, bandoneonista aficionado y pariente por el ala cordobesa de su familia. El mismo Juárez solía contar cuando de visita por su casa lo escuchaba al hombre, recién llegado del trabajo y después de un baño reparador, sentado bajo la parra del patio tocando cosas del folklore, mientras las hijas lo peinaban.
Muchas de esas músicas resurgieron de su memoria para Trío Juárez, de 1970, el primer disco del pianista, con Alex Erlich Oliva en guitarra y Elías Heger en batería. Sobre “Zamba de Vargas”, “La López Pereyra” y “La vieja” se cifraron los primeros gestos de un lenguaje en formación. Juárez comenzaba a balbucear un dialecto que desde la plataforma sofisticada de la música académica, con la guía de un moderado gesto jazzístico, buscaba las conexiones entre las formas tradicionales del folklore y las aperturas que por otro lado ya habían comenzado a plantear entre otros Waldo de los Ríos, Eduardo Lagos y Chango Farías Gómez. La experiencia se prolongó al año siguiente en Trío Juárez+2, la misma formación más el aporte de José Luis Castiñeira de Dios en bajo y Rodolfo Dalera en quena.
De aquí en más, de 1976, con Oscar Tebernisio en guitarra y Chango Farías Gómez en percusión, marcó una afirmación importante en el laboratorio de Juárez. Este disco termina de poner a punto el lenguaje que al año siguiente detonará en Tiempo reflejado, por riesgo y musicalidad uno de los discos más poderosos en la historia de la música argentina. Editado en los inicios del período más lóbrego de la historia argentina reciente, Tiempo reflejado cuenta con la participación de músicos del calibre de Farías Gómez en percusión, Dino Saluzzi en bandoneón, Oscar Taberniso en guitarra criolla, Litto Nebbia en sintetizador, Daniel Homer en guitarra eléctrica, Osvaldo López y Norberto Minichilo en batería y Emilio Valle en bajo eléctrico, y coincide con lo que en la música internacional fue la época de las fusiones del jazz-rock. Son los años del Fender Rhodes, del Miles Davis de Pangea y Dark Magus, de Romantic Warrior de Return to Forever, de Heavy Weather de Weather Report, del Hermeto Pascoal de Slaves Mass, de Magic Times de Opa. Algo de eso se escucha, menos en la materia que en el gesto, en un trabajo que destila y elabora materia folklórica y que pasó casi inadvertido. Hasta que el tiempo lo puso en la historia, porque contiene el germen de mucho de lo que a partir de ahí se hará en nombre de las vanguardias del folklore –y no solo–.
Tiempo reflejado incluye, además de una inspiradísima versión de “Zamba de Lozano” –con Saluzzi en estado de gracia–, la primera versión “Chacarera sin segunda”. Esta fue la obra con la que un músico de formación académica, intuición jazzística y genio popular incorporó al folklore los preceptos de la “forma abierta”. La disidencia ante la natural rigidez de las formas en el folklore, concebidas a partir de la danza, impulsaron a Juárez a romperlas, abrirlas para que sobre esos ritmos el tiempo transcurra de otra manera, para que la música fluya en desarrollos más amplios y así delinear la que será una de las ideas más consistentes de su credo artístico. “Un día, mientras compartíamos un café en el Bar La Paz, el Mono Villegas me comenta, en tono de broma, que había notado que los folkloristas tocan la primera, después anuncian ‘se va la segunda’ y en realidad repiten la primera. A partir de ese comentario se me ocurrió componer una obra de género folklórico, sobre un esquema armónico sencillo, que cada uno pueda repetir las veces que quiera, improvisando, y que al momento del ‘cabezazo’, o de una señal similar, una cadencia de acordes le habilite la entrada a otro músico, que también hará lo que quiera, improvisando lo que tenga ganas hasta el momento de otro ‘cabezazo’. Y así sucesivamente, sin necesidad de repetir nada. La llamé ‘Chacarera sin segunda’ y la dediqué al querido e inolvidable Mono Villegas”, explicó alguna vez Juárez a Página/12.
Tiempo reflejado fue también el nombre del homenaje que en julio de 2015 se le hizo en el Centro Cultural Kirchner. Bajo la dirección artística de Lito Vitale, con la participación de numerosos invitados, descendientes directos de su credo artístico.
Para Juárez, cada disco fue la oportunidad para un experimento, un ensayo sobre la posibilidad de las danzas populares ante los desarrollos temáticos y las extensiones armónicas. De 1980 es Tarde de invierno, trabajo que dedicó a su padre, donde además de dos versiones del tema que da nombre al disco –una zamba pasada por el cedazo del imaginario de Juárez–, está lo que figura como “Capricho de medianoche”, una versión de Midnight Mood de Joe Zawinul, también enrarecida por un sutil aire de zamba. En 1983, después de Contraflor al resto, con Marian y Chango Farías Gómez, Juárez propuso el sorprendente A dos pianos en vivo (1983), junto a Lito Vitale, donde entre otras cosas hay otra versión de “Chacarera sin segunda”, que volverá a grabar, a dúo con el mismo Vitale, al año siguiente en Solopiano y algo más.
Después de El que nunca se va (1987), está Juárez y Cumbo (1989), el resultado de otro gran encuentro, esta vez con Jorge Cumbo, uno de los grandes quenistas de todos los tiempos. Grupo de familia (1997), que además de dedicarlo a su familia, explícitamente “no lo dedica” a “quienes para los que la música no es nada más que un mero hecho rentable y que comercian con las vertientes más bajas del pensamiento popular”. Manolo Juárez - Teatro Colón (2004), es una amplia y lujosa bocanada de Steinway para su música. Juárez-Homer Cuarteto (2008) y Manolo Juárez Cuarteto (2011), dos intensidades distintas del mismo pensamiento, representan la síntesis de lo que Juárez siempre puso en juego a la hora de hacer música.
Completan su discografía Manolo Juárez incidental (2007), con músicas que compuso para el cine y el teatro, un disco titulado Obras sinfónicas y de cámara, editado por Melopea, y música de cámara, diseminada en trabajos colectivos, como el del Quinteto CEAMC o en la serie Panorama de la música argentina. El Primer Premio Nacional de Música en 1995, la declaración de Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires en 1996 y dos premios Konex (1995 y 2005) por su labor en la expresión folklórica, premiaron a una obra, un trabajo y una persona que lo hizo todo en nombre de la música que el pueblo merece. Hasta ganó un Martín Fierro por su programa radial El toscano y la oreja, producido por Alfredo Radoszynski.
Buenos Aires, en su lento y fatal apocamiento cultural, y la música argentina, atenazada por sordos gestores del gusto, tardarán mucho tiempo en calcular la dimensión de una ausencia como la de Manolo Juárez.