“Esperá, no te vayas, escuchá esto”. Manolo Juárez buscaba en su archivero, donde tenía clasificadas notas, discos, reseñas y recuperaba una grabación inédita, que ponía en su equipo o en su computadora y abría un mundo nuevo. Así era con los que habían sido sus alumnos y ahora son reconocidos músicos, desde Lito Vitale a Adrián Iaies, o con quien lo conocía por primera vez. Era como el profesor Miyagui de Karate Kid, pero en vez de lustrar pisos mandaba a un músico a leer La Odisea, cargar un piano, preparar café o hacer una compra en el chino. Un músico tenía que aprender a ser humilde y sobre todo a estudiar.
Hace cuarenta años, cuando nadie enseñaba música popular, Manolo ya ejercía docencia en su estudio de Villa del Parque, donde vivía con su madre y donde alguna vez se quedó Litto Nebbia a dormir. En una misma clase se podía escuchar a Yupanqui, analizar un arreglo de The Beatles, o descubrir cómo componía Ravel o Bill Evans. Nunca buscó el bronce ni se le ocurrió tener una estatua como las que hizo su padre el escultor Horacio Juárez, pero sin quererlo Manolo terminó haciendo en las obras de raíz folklórica todo lo que su padre hizo con el mármol, cincelar y cincelar la materia hasta descubrir la belleza oculta en ellas.
Una entrevista con Manolo Juárez era una clase maestra de música y un glosario de anécdotas. Los relatos sobre El Cuchi Leguizamón, un innovador del género popular, a quien conoció un verano en la playa de Santa Teresita, podían ser infinitos. Le gustaba imitar la voz del compositor salteño cuando daba la receta ideal de un locro bien pulsudo. También tenia afinidad con el humor corrosivo de Atahualpa Yupanqui. Cuando se vieron en los ochenta, el autor de “Piedra y camino” le dijo: "'Usted les pone unos acordes a mis temas que a mí no se me ocurrirían en las más horrendas de las pesadillas.' Yo me cagué de la risa”. Se divertía con los casetes del Dr. Tangalanga y ejercía una mirada ácida sobre otros músicos, y sobre él mismo.
En un concierto de su grupo Contraflor al Resto con el Chango Farías Gómez y Marian Farías Gómez, le dijo al público: “Yo le aposté al Chango que a la mitad del concierto todos ustedes se iban". En cambio, cuando hablaba de Horacio Salgán se ponía serio. “Pianista era él, yo soy un tocador de piano”. Por Andrés Chazarreta, el recopilador, docente y pionero del folklore de la década del veinte, sentía adoración, al igual que por George Harrison de The Beatles: una de sus ceremonias preferidas era sentarse en su living a ver el DVD documental sobre su vida, siempre con algo para picar a mano. De su trabajo en un frigorífico le quedó el berretín por los fiambres. Si algo le gustaba en la vida eran los embutidos, la sopa inglesa y el licor de huevo, que ocultaba en un armario y lo tomaba a escondidas de su mujer Beatriz y su hija Mora, porque era diabético.
Los viernes eran una fiesta: le gustaba cenar pizza con su nieto Ramiro de 16 años, que vive en un departamento abajo de su casa. Los domingos eran de pasta. Después de la comida siempre se quedaba escuchando música, sobre todo tango -era un enamorado de Francisco de Caro- o ponía clásicos de Alfred Hitchcock en la tele y hacía comentarios como si estuviera en un cineclub de barrio. A Manolo le gustaba comentar sobre todo, un hábito que había adquirido con sus amigos anticuarios de San Telmo, cuando todavía podía juntarse a tomar café y no estaba pendiente de su diálisis.
Decía lo que pensaba sin filtros. Para él, los políticos eran unos inútiles y los músicos que no leían unos burros. Puteaba, siempre puteaba, como cuando iba a la cancha de Argentinos Juniors con el baterista Norberto Minichillo en los ’60. Se quejaba de las grandes instituciones, aunque había pertenecido al directorio de Sadaic y del Fondo Nacional de las Artes. Rechazó el premio Konex porque no se lo habían dado primero al Cuchi y aunque le habían otorgado grandes reconocimientos como el Premio Nacional de la Música, a veces sentía que no era escuchado. Si encontraba un interlocutor interesado podía sacar postales de la época del setenta cuando revolucionaron la escena con el Negro Lagos y Dino Saluzzi. Disfrutaba de las charlas largas sin horario -así habían sido las tertulias en la casa de su padre con pintores, músicos y poetas- una ceremonia que repetía con amigos.
“Mora, traéle otro café para el pibe y a mí tráeme una coca”, le decía a su hija. La voz de Manolo, gruesa y mandona, retumbaba en la casa. Con su hija, la menor de tres hermanos -Alejandro y Pablo-a la que le dedicó “Mora”, una de sus composiciones más emblemáticas, tenían un paso de comedia. Manolo le pedía algo, guiñaba un ojo y la apuraba con tono de cascarrabias: “Dale nena, traéle algo de comer al pibe que se va a morir de hambre”. Del otro lado de la habitación, Mora llegaba con paso apurado, ceño fruncido, con un platito con masas o sanguchitos. “Esto es para el chico. Vos papá, no podés”. Parecía una comedia italiana. La escena se repetía tres o más veces durante una entrevista.
Después, ya cansado de hablar de sí mismo, de cómo le querían tirar piedras cuando mostró su “Chacarera sin segunda” que duraba como quince minutos, de cómo convenció a un funcionario para crear la Escuela de Música Popular de Avellaneda, de cómo eran las cenas con Salgán, el Mono Villegas y el Cuchi, se despedía, daba una palmada sobre el hombro con ternura y se iba lento con su más de metro ochenta de altura. La sensación era de nostalgia, porque una conversación, una clase, o un concierto de Manolo Juárez no querías que terminara nunca. Siempre esperabas el bis.