“Querida señora”, le escribe, desde Bordighera, Claude Monet a Alice Hoschede, su mujer, el 30 de enero de 1884, “hace un tiempo maravilloso y me gustaría enviarle un poco de sol. Trabajo como loco en seis telas diariamente. Tengo que hacer muchos esfuerzos, pues no llego todavía a captar el tono del país. A veces me encantan los matices que empleo, tengo miedo de excederme, y sin embargo me quedo muy por debajo: la luz es terrible. Tengo algunos bocetos que han necesitado seis sesiones, pero es algo tan nuevo para mí que no logro terminarlos. Aunque aquí la suerte es que cada día tiene su efecto y uno puede dedicarse a perseguir y luchar con ese efecto. Estoy entusiasmado con lo que hago y espero siempre con impaciencia que llegue el día siguiente para hacerlo mejor”. En este mismo registro que alterna el sentimiento amoroso con la preocupación creadora, Monet escribe diariamente a Alice. No hay día que no le escriba narrándole las vicisitudes de su persecución de la luz ya sea en El Havre, Londres, Ruan como en el Midi. La correspondencia con Alice permite reconstruir además de una novela íntima, una serie de postales en las que se alternan la alegría y el estupor ante los paisajes y también los malhumores y frustraciones cuando una tormenta se desata, cuando llueve durante días, cuando el mar se enfurece y la naturaleza le impide al fanático del aire libre salir detrás de esos tonos a veces evanescentes que pueden deberle bastante al inglés Turner. Pero no hay huracán que en su furia consiga desalentarlo. Esperará al día siguiente. Y al siguiente del siguiente mientras maldice en un cuarto de hotel, caminando de pared a pared, entreteniéndose en algunos bocetos desde la ventana.
A Monet, cuentan sus biógrafos, no le gustaba escribir. Sin embargo, a pesar de la reticencia dejó una correspondencia de tres mil cartas destinadas a sus colegas Pissarro, Rodin, Sargent, Sisley, Whistler, Manet y Renoir entre otros, incluyendo una banda de amigos escritores Mallarmé, Zola, Mirbeau, France, Clemenceau, Maupassant. Felizmente el acceso a esta literatura epistolar es posible mediante “Los años de Giverny”, una casi totalizadora antología de sus textos. Aclaración: Giverny es la aldea francesa en la que se instaló y vivió durante cuarenta y tres años. Fue su jardín: flores, lagunas, puentes, caminos, árboles. Esta tierra elegida fue reclusión con su familia y a la vez gabinete natural donde experimentó la luz.
Sin embargo, su correspondencia no ha alcanzado la notoriedad de varios de otros compañeros de ruta. Tal vez se deba a que la mayoría de sus cartas las envía a sus galeristas rogando adelantos a cuenta de la entrega de obra futura. “No expreso bien lo que siento”, anota. La palabra escrita lo tiene sin cuidado en comparación con la luz que ahora se atenúa en el atardecer. Esa misma luz que, en la vejez, la nublarán las cataratas. Monet piensa entonces en la fugacidad de todo y, en especial de la luz. Pero a los casi ochenta años decide operarse, usar anteojos. Y va a pintar unos enormes paneles florales hasta su muerte, a los noventa. No es gratuito que se lo considere el pintor paradigma del impresionismo a partir de su cuadro de 1872 “Impresión del sol naciente”. Lo de sol naciente, cabe preguntarse, es acaso también gratuito. Tal vez el nombre responda más bien a esa percepción eurocéntrica de lo oriental como sol naciente, la influencia del arte japonés en la pintura y la literatura francesa desde mediados del siglo diecinueve.
Y entonces, como en el arte sumyé, donde el trazo depende de la fulguración de un segundo, y es en el gesto del pincel, de una vez y para siempre, sin posibilidad de volverse atrás, no sólo ratificación del para siempre sino una voluntad inspirada en captar lo que se nos rehúye y desvanece: el esperado instante de plenitud de un amanecer. Este instante que solemos perdernos se vuelve tan único como la existencia de cada instante de cada día de uno de nosotros.
Las cartas de Monet perduran no sólo por su valor testimonial. También porque la comunicación, en ese tiempo, se dispensaba a través de otros instrumentos –la pluma, el papel, el sobre, el correo, el despacho, el tren desde Giverny a París, etc.- Hoy, un mail, un whatsapp, en su velocidad, se pierden y nos pierden. La velocidad engendra la desaparición, sentencia Paul Virilio. Quien viaja en avión, se pierde el paisaje. Quien viaja en tren puede verlo pero, en el vértigo. La velocidad, no tiene tiempo para apreciar ese campo, las parvas. Tal vez tampoco alcance a ver a ese hombre que pinta las parvas. La naturaleza y su luz se extravían. Pero no para ese hombre al que poco le importa la velocidad tal cual la entienden sus contemporáneos, la rapidez del progreso que significa, ni más ni menos, que una concepción utilitaria del ser, que desprecia la lentitud en función del tiempo que se le dedica a la producción. En efecto, una vez más, aludo al capitalismo. El artista está, como quien dice, en otra. El artista está en la luz.
Hace unos años, con Antonio Dal Masetto, conversábamos acerca de la luz. Qué se dice cuando alguien jura por la luz que lo alumbra. Qué cuando se dice dar a luz. Qué cuando se habla de una iluminación. Algunos, como Monet, me decía Dal Masetto, pretenden capturarla. Mostrársela a otros. Que vean lo que uno vio, piensa Monet. En la vejez, Monet se encuentra en una mañana de campo pintando unos molinos. Se da cuenta, ahora le resulta evidente: el cambio de luz. Llama a su nuera. Andá a casa y traeme otra tela, la urge. La mujer obedece. Y al rato, de nuevo: Otra tela, le pide. Y así. Otra más. Monet pinta con vértigo el mismo motivo en las diferentes horas del día. Además de molinos y parvas serializa catedrales y estanques. Se mide consigo mismo. Pone a prueba sus temas a través de las variaciones. “No puedo más que repetir y cuanto más avanzo, menos consigo reflejar lo que siento”, decía. Observando los nenúfares, dice: “Estoy absorbido por esos paisajes de agua. Los reflejos se han convertido en manía. Todo el tiempo vuelvo a empezar.”
A propósito de Monet, en este tiempo apestoso muchos se preguntan cómo será volver a empezar y si volver a empezar no será lo mismo. Porque si volvemos a lo mismo, eso querrá decir que no hemos aprendido nada de esta experiencia de tragedia masiva que arrasa más con humillados y ofendidos que con ricos y poderosos. La luz se nos escapa, no podemos capturarla, pero tal vez debamos intentarlo.
A Monet no le resulta indiferente lo social: una epidemia de viruela en París, el caso Dreyfus, la Gran Guerra, entre otras catástrofes. Una anotación de 1914, mientras su hijo combate en las trincheras de Verdun: “El trabajo sigue siendo el mejor medio de no pensar demasiado en las calamidades actuales, aunque siento un poco de vergüenza cuando pienso en mis pequeñas investigaciones sobre formas y colores mientras hay tantas personas que sufren y mueren por nosotros”. Monet no se desentiende ni de los desastres de su tiempo ni de la debacle de la edad, el declive personal y la muerte de sus amigos: Renoir, el más cercano. No obstante, en sus pinturas, no recurre al negro. Y prefiere emplear otros colores para tratar las sombras, por ejemplo, el azul. Una lección, me digo, no sólo pictórica.