Si no hubiera sido por la reciente, inane polémica que envolvió al clásico Lo que el viento se llevó, Olivia de Havilland, una de sus protagonistas, seguiría hoy aún más olvidada de lo que ya estaba, lo que es toda una injusticia. La muerte de la actriz –hoy domingo en su casa en París, a los 104 años de edad, mientras dormía-- volvió a ponerla por última vez en la luz pública, esta vez para recordar que se trató nada más ni nada menos que de una de las grandes estrellas de Hollywood de la edad de oro, en una época en la que no escaseaban, precisamente.
Dos veces ganadora del Oscar a la mejor actriz, por Lágrimas de una madre (1946) y La heredera (1949), De Havilland tuvo el raro privilegio de ser amiga de su colega Bette Davis (una actriz que no se caracterizaba por cultivar amistades) y de haber sido una de las primeras en socavar el llamado “sistema de estudios”, cuando en 1944 le ganó un largo y famoso juicio a la Warner Bros para quedar libre del contrato que la había atenazado por más de siete años y que la obligaba a filmar películas que no siempre eran de su interés, lo que provocó constantes litigios con el estudio que la lanzó a la fama.
Fue la Warner Bros quien le dio la oportunidad de aparecer por primera vez en pantalla a los 19 años en la versión de Sueño de una noche de verano (1935) dirigida por William Dieterle sobre la legendaria versión teatral del alemán Max Reinhardt, en la que De Havilland ya había participado. Por su austera belleza y perfecta dicción en el papel protagónico de Hermia, el estudio la fichó inmediatamente y le hizo un contrato por siete años, algo común en aquella época, pero con el que la actriz –de un carácter más fuerte que el que solía componer-- nunca estuvo conforme.
En la Warner decidieron probarla como pareja de un joven actor en ascenso llamado Errol Flynn y juntos filmaron El Capitán Blood (1935) bajo la dirección del talentoso artesano Michael Curtiz. El éxito fue tal que el estudio volvió a reunir a los tres en una seguidilla de películas de aventuras y westerns, en las que ella debió resignarse a ser el sostén romántico del héroe, aunque le dieron una enorme fama: La carga de la Brigada Ligera (1936), Las aventuras de Robin Hood (1938, en un pionero Technicolor), Dodge City (1939), Mi reino por un amor (1939, donde se sumó Bette Davis), Caravana de audaces (1940) y Murieron con las botas puestas (1942), esta última bajo la dirección de Raoul Walsh.
Fue ella quien peleó lo indecible para que la Warner la cediera en préstamo a David O. Selznick y le permitiera incorporarse al elenco de Lo que el viento se llevó (1939), en el papel de Melanie, sufrida pero no por ello menos ardua rival de la voluble Scarlett O’Hara. “Los personajes que interpretaba antes no eran personas reales. Eran bidimensionales. No se les dio ningún desarrollo de carácter”, analizaría años más tarde. “Melanie era una persona real, una persona cariñosa, una buena mujer, pero también una mujer inteligente y una mujer dura. Sobre todo era una mujer feliz, una mujer con una gran capacidad de felicidad”.
Esa felicidad fue la que consiguió cuando se independizó de la Warner para buscar, ya como freelance, sus propios personajes, aquellos en los que pudiera demostrar su verdadero talento de actriz. Le llevó su tiempo, pero en 1946 ganó su primer Oscar por Lágrimas de una madre, después de haber perdido cinco años antes esa misma estatuilla frente a su también famosa hermana Joan Fontaine, con quien mantuvo una enemistad de décadas, producto de enfrentamientos familiares antes que de celos artísticos. Después de grandes actuaciones en Tras el espejo (1946), de Robert Siodmak, donde interpretaba a hermanas gemelas y rivales, y Nido de víboras (1948), de Anatole Litvak, donde volvió a ser nominada por la Academia, alcanzó la cumbre como la protagonista de La heredera (1949), de William Wyler, inspirada en la novela Washington Square, de Henry James.
Desde entonces, nunca volvió a tener un personaje a su altura y su estrella se fue apagando lentamente, con ocasionales fulgores en Cálmate, dulce Carlota (1964), de Robert Aldrich, junto a su vieja amiga Bette Davis, y en Diez horas de terror (1964), un proyecto de bajo presupuesto en el que su personaje quedaba atrapada en un ascensor que parecía la jaula de un canario, bajo el ataque de una banda de aves rapaces conducida por el debutante James Caan.
En 2017, le hizo un juicio a los productores de la serie Feud: Bette and Joan (2017), por las inexactitudes con que narraba la rivalidad entre Davis y Crawford y donde De Havilland aparecía interpretada por Catherine Zeta-Jones. Y para su cumpleaños 103, se dejó fotografiar andando alegremente en bicicleta.