“La memoria es una herida abierta cuya condición de existencia es su fragilidad”, plantea la poeta, editora e investigadora Gabriela Halac en Visitas a La Perla, publicado por Ediciones DocumentA/Escénicas, excepcional texto performático que surgió a partir de una residencia para artistas que realizó en 2011 en el ex centro clandestino de detención, tortura y exterminio La Perla, por donde pasaron 2500 personas, de las cuales la gran mayoría continúa desaparecida. Pronto se dio cuenta de que ese ámbito, que hoy es un Espacio para la Memoria y Promoción de los Derechos Humanos, era “demasiada experiencia para un solo cuerpo” y se le ocurrió llevar visitas, ser una especie de guía que no traza recorridos ni explica cómo están distribuidas las parcelas del horror, pero que invita a recorrer, a caminar, a mirar. Una guía que escucha, registra y sigue a esa red de amigos que fue convocando: la profesora mexicana Ileana Diéguez, que trabaja las problemáticas del arte, la memoria, la violencia y el duelo; el artista Lucas Di Pascuale, la artista Indira Montoya, el dramaturgo y director teatral Cipriano Argüello Pitt, la artista Estela Capdevila, el diseñador gráfico Lucas Chami, el psicoanalista César Mazza, el escritor, curador y performer Aníbal Buede, el colectivo de artistas “Hilando las Sierras”, el fotógrafo Rodrigo Fierro, la directora y dramaturga Jazmín Sequeira y la filósofa y bailarina francesa Marie Bardet.
“¿Qué sobrevive de La Perla en nosotros”, se pregunta la poeta y editora cordobesa que acaba de desenterrar una biblioteca con 100 libros del patio de una casa en Córdoba (ver aparte). “Yo creo que es una pregunta que no tiene una respuesta unívoca, pero sí tengo la certeza de que sobreviven muchas cosas. Y es también una pregunta sobre qué sobrevivió en los que no fuimos víctimas directas de La Perla, pero las esquirlas llegaron a nuestra infancia al vivir la escuela primaria en dictadura y lo que eso implicó, en cómo construimos nuestro vínculo con la política, en historias que escuchamos y que nos siguen dando miedo porque están muy fragmentadas y tienen muy pocas condiciones para ser reveladas; entonces están como en un pozo de agua. La Perla es una historia de una densidad tan profunda que no podemos evadirla”, subraya Halac en la entrevista con PáginaI12.
–Escuchó nombrar La Perla por primera vez cuando un primo de su madre volvió del exilio en 1984. Cuando estaban en la playa, le llamó la atención la espalda de ese primo, que parecía una coraza, por las cicatrices de la tortura en La Perla. ¿Esta es la primera imagen que tiene?
–Sí, era un cuerpo raro y extraño para mí. Se notaba que había una experiencia vital trágica, de sufrimiento. Cuando yo lo conocí, era la primera vez que él volvía a la Argentina. Yo tenía 12 años y no me animaba a preguntar y en ese momento fue que escuché por primera La Perla como un lugar. La Perla es un lugar que escapa a la razón y a cualquier tipo de explicación que pueda darle un borde delimitado, algo que en algún momento podamos terminar de relatar.
–En la visita con el dramaturgo y director teatral Cipriano Argüello Pitt, él observó, en un campo lindante a La Perla, una frase que dice: “La oración es la fuerza del soldado y la debilidad de Dios”. ¿Qué explicación encontraron a ese hallazgo?
–Esa imagen no está más porque se demolió cuando el Equipo de Antropología Forense estuvo excavando y buscando cuerpos en La Perla. Ese monolito ha desaparecido, quedó en el libro y quedó en nuestras preguntas. Mi interés es justamente por esa racionalidad estallada, donde cada uno la puede abordar desde un lugar singular. No hay una respuesta sobre esa oración, hay muchas. Uno de los grandes fracasos de nuestra historia política tiene que ver con la imposibilidad de asumir esas voces diversas y de leer lo mismo de distintas maneras, sabiendo que quizá ninguna de esas lecturas es la cierta. Si hubiéramos sido capaces de soportar esas tensiones de las diferencias, quizá ninguno hubiera estado tan lejos del otro porque hubiera habido un espacio de escucha. Visitas a La Perla es un espacio de escuchas. Yo sentía más la necesidad de escuchar que de decir algo, como si buscara un acto de reflexión sobre qué pasa hoy con los sitios de memoria. Yo reconozco la importancia fundamental de recuperar esos espacios como espacios de memoria, pero no me deja de perturbar la monumentalización de una memoria que se cristaliza en un relato acabado. Para mí la memoria está llena de lagunas también y hay asumir esas lagunas para poder seguirlas bordeando y que sigan entrando aportes para navegarlas. A veces he sentido que ese espacio abierto está para ciertas formas de pensamiento o para ciertas voces instituidas y no para todos.
–“La Perla no me trae recuerdos de mi adultez, sino que es una infancia permanente”, dice la artista cordobesa Indira Montoya y después agrega que no es posible reparar el daño: “no creo que con una acción futura el pasado mejore”. ¿Coincide con este planteo?
–Indira es una artista performer, una persona muy lúcida, por eso la elegí para que me acompañe porque sabía que iba a correrme los límites de mi propio pensamiento. Yo coincido con ella que con una acción futura el pasado no va a mejorar, pero sí creo que no abandonar el pasado es una actitud no sé si reparadora, pero sí de acompañamiento para esas personas que han sido víctimas de ese pasado y que siguen entre nosotros. Para mí los actos de memoria son sostener una mano. Y no son gestos menores porque son gestos de reconocimiento que nos permiten a lo mejor tener un presente más amable y de una humanidad que integra ese pasado, lo reconoce y lo hace consciente. Las repeticiones parten básicamente de la negación; el negacionismo es la antihistoria. Si bien es cierto que no reparamos el pasado con acciones que hacemos hoy, sí creo que son formas de construir el presente. El pasado es esa densidad, esos sustratos sobre los cuales estamos parados hoy. No hay reparación frente a la muerte, la tortura y la apropiación de niños. No hay reparación y hay que asumir todo lo que eso trae por detrás…
–¿Qué implicó estar en La Perla con las 10 visitas durante dos meses?
–Estar en La Perla genera una consternación muy grande, todo se vuelve solemne y el vacío es inmenso. Es un lugar alejado, a 5 kilómetros de Córdoba, y el paisaje es increíble. Indudablemente los militares tenían esa cosa tan sádica de ser personas que le daban mucha importancia a la prolijidad, a su aspecto personal, a la limpieza de los lugares, a la poda de los árboles, a tomar distancia en la escuela, al peinado de los niños en la escuela, a la blancura de los delantales… Todo eso es lo que tengo en mi memoria de esa época: el control excesivo sobre las cosas y un intento de normalización permanente de todos. La contracara de ese control es el horror, el resultado de sentirse dioses… Yo todavía sigo sin poder decirlo, sin poder encontrar una forma de decir qué es lo que hicieron. No lo puedo narrar, todavía es parte de una sensación muy corporal, de mucho trauma… No puedo leer los testimonios de lo que hicieron sin quedarme como al borde de un abismo, totalmente fuera del mundo. El horror en La Perla estaba sistematizado: cada espacio tenía su función. Una de las cosas que me propuse con las visitas fue ir a La Perla en horario de oficina: iba todos los días cuatro horas, como para hacer que se volviera una costumbre, pero nunca me dejó de pasar algo tremendo con La Perla. No pude habitar nunca ese lugar sin sentirme absolutamente movilizada.
–¿Qué pasa con estos espacios de memoria cuando se abren al público y las personas que lo visitan se sacan selfies?
–El gran desafío es que La Perla no se convierta en un lugar turístico. El título de este libro señala el problema: Visitas a La Perla. Cuando fui por primera vez, lo que hicieron fue una visita guiada. Para mí es una problemática la visita guiada porque te anula como sujeto comprometido en el lugar. Mis hijos, por ejemplo, no han hecho visitas guiadas en La Perla. Prefiero que no sepan nada más que el gran dato de cuánta gente murió ahí, 2500 personas; que eso les alcance. Cuando entrás a guiar, te ponés en un lugar de distancia: hacés una visita por la sala de tortura, por el lugar donde estaban detenidos, como si te mostraran las habitaciones de una casa. Eso genera un distanciamiento. En mis visitas yo no informaba nada y mi pregunta era ¿qué somos capaces de hablar nosotros hoy en este lugar? ¿De qué vamos a hablar? Yo no tenía la menor idea, pero confiaba en que el lugar seguía emanando el mismo horror, como lo dijo Indira. Eso que emana el espacio uno lo puede captar y vivenciar en la medida en que uno está enfrentando sus propias preguntas y establece un hilo con las cosas que escuchó, que supo o que se preguntó. Si no se puede establecer ese contacto personal con el lugar, te quedás como un turista que va a un lugar histórico más y que se puede hacer una selfie. En un lugar de aniquilación del cuerpo y la subjetividad, la construcción de la subjetividad y la inscripción del cuerpo para mí es importante. Ileana Diéguez recuerda que el síntoma ha sido problematizado como “una interrupción en el saber, un ‘signo secreto’ que agujerea lo supuestamente conocido”. Yo me sentía en contacto con los síntomas que cada uno llevaba al lugar. Visitas a La Perla es un espacio que está lleno de síntomas que van apareciendo con mucho de lo que quedó agujereado en nuestra historia, y aparece algo que para mí es fundamental en la constitución subjetiva que es la vulnerabilidad, los lugares de incertidumbre donde uno no sabe muy bien cómo pararse. México es el lugar donde la desaparición está sucediendo hoy, entonces para mí era importante tener una voz mexicana como la de Ileana.
–El psicoanalista César Mazza dice, durante su visita a La Perla, que “estar acá es un gran eje respecto de cómo articular lo privado en lo público”. ¿Qué pasa con la articulación entre lo público y lo privado en La Perla?
–Lo primero que te pasa cuando escuchás el testimonio de un sobreviviente es que estás escuchando algo que no deberías escuchar porque forma parte de un trauma, de su intimidad más íntima. Más que la palabra privado a mí me gusta lo íntimo. La palabra privado tiene implícita la idea de privación y de obturación, en cambio la palabra intimidad tiene un sentido mucho más interesante para desplegar y te lleva a una zona en la cual el sujeto está tan involucrado que en el momento en que te comparte esa intimidad te está haciendo parte. Mi sensación con lo privado es que te estás metiendo en un campo que no deberías. En los estudios sobre la memoria la articulación entre lo íntimo y lo público es permanente. No se puede pensar lo público sin lo íntimo. O asumís esos lugares íntimos de acuerdo a lo que esa persona está viviendo o directamente los expropiás. Hay mucha expropiación de la vida privada en nuestra sociedad por la forma en que estamos expuestos en ese aparente vínculo con la intimidad del otro, que es falso. Hay un profundo desconocimiento del otro porque lo que está faltando son espacios de encuentros concretos, donde verdaderamente haya una implicancia. Es muy cómodo estar opinando en Facebook, sintiendo que se hace una participación política desde ese lugar. Pero cuando estás con el otro presente, entrás a jugar en otro territorio mucho más limitado y más complejo, que implica respeto y conocimiento. Mi gran miedo es usar la biografía de los otros y la experiencia de los otros para algo que me sirve a mí. La única forma de no caer en ese lugar es nunca olvidarse de la reciprocidad y de lo que el otro necesita. ¿Por qué son 10 visitas y no son 333? Entrar en la zona donde el otro hace una elaboración y te participa y estás tomando esa experiencia de manera respetuosa, devolviéndosela combinando con el otro qué es lo que se va a mostrar de eso, implica un montón de tiempo. Eso es lo que creo que nadie tiene hoy: tiempo para darle a los otros.