Mucho se habla de la pandemia, del confinamiento, del número de infectados. Se ha transformado en un leit motiv de la agenda mediática, política y de los discursos cotidianos. Y es razonable. El COVID19 se ha transformado en un enemigo invisible y silencioso que cambió nuestras vidas radicalmente. Sin embargo, detrás de los comunicados y discursos sanitaristas, se esconden hechos de brutalidad policial que acontecen en una Salta que hace rato dejó de ser linda y, creo, jamás fue justa.

Hace casi dos semanas, el 4 de julio, efectivos policiales de la Comisaría N° 42 ingresaron a la Misión Tapietes de Tartagal, alrededor de las 20 en completo estado de ebriedad, disparando sus armas reglamentarias de manera arbitraria contra las casi 300 familias que allí viven y, en particular, contra la casa de una lideresa de la comunidad a quien amenazaron a los gritos con violarla y con matarla. 

El año pasado, Fabiola Roda había denunciado en el Ministerio del Interior de Nación la falta de agua y alimento, la desaparición de sus hijxs, los femicidios, el maltrato, los golpes y la discriminación que sufren lxs tapietes en las escuelas, la policía y las áreas de salud del estado provincial. No parece casual tal ensañamiento. Aunque es evidente que ninguna de esas acciones puede justificarse en las leyes vigentes, todavía no ha podido realizar la denuncia ante la fiscalía, pese a los esfuerzos del Ministerio de la Mujeres, Género y Diversidad de la Nación, de organismos de DDHH y, sobre todo, del Movimiento de Mujeres Indígenas Por El Buen Vivir, al cual pertenece Fabiola. 

Resultado: a la fecha, el estado insiste en violentar a ella y a su comunidad; las hermanas del Movimiento citado están muy preocupadas pues, como dice otra referente, "a nosotras no nos amenazan, nos matan no más".

El otro caso de violencia contra una mujer indígena también se da en el marco de la pandemia. Apenas se iniciaba el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio por decreto nacional, efectivos policiales comenzaron a merodear en los límites de la comunidad Guaraní Cherú Tumpa (Padre Dios) de Colonia Santa Rosa pese a que habitan el lugar desde el 2015. 

Más allá de la disputa por el territorio (las voceras indígenas explican que se trata de tierras ancestrales y la dueña de una finca vecina en que se trata de hectáreas de su propiedad), la presencia ominosa de la policía, observando la vida cotidiana de lxs vecinxs como si se tratara de delincuentes, contradice el decreto presidencial, popularizado en el hashtag #QuedateEnCasa. ¿Cómo se puede ‘quedar en su casa’ alguien en estado de permanente amenaza?

El cerco se fue cerrando hasta que el conflicto estalló hace un par de días. La policía –amparada en el Decreto Provincial hecho ley y vigente pese a los reclamos de la Secretaría de DDHH de Nación y de numerosos organismos de DDHH- entró violentamente al predio de la comunidad. 

Yamila Veleizán llevaba la bandera comunal. Ella fue brutamente golpeada, arrastrada y detenida sin orden judicial. Una anciana que caminaba pacíficamente fue ‘rameada’ (arrastrada de los pelos), pateada y estrellada contra un poste; se trata de una mujer sagrada pues representa la memoria ancestral de la comunidad. Mientras la gente intentaba que no se llevaran al cacique, al resto de referentes, mburuviches (autoridades políticas y espirituales), y a dos mujeres de corta edad, Yamila fue forzada a subir al vehículo policial y llevada a la Comisaría 9 de San Ramón de Nueva Orán, a 100 kilómetros de su hogar.

Según muestra un video filmado por lxs indígenas, cascos, botas y escudos antimotines eran el único horizonte que se recortaba contra el cielo. Las huellas ensangrentadas de las balas de goma quedaron grabadas en la piel de 18 víctimas, varias de ellas, bebés y niñxs. Territorio, memoria, espiritualidad, política y futuridad hecha trizas en un solo gesto de brutal represión policial. La sistematicidad del crimen se puede definir como una guerra de baja intensidad contra los pueblos originarios, tal como denuncia el Movimiento de Mujeres Indígenas por El Buen Vivir. A dos días del injustificable atropello, la policía sigue ‘visitando’ el lugar. La comunidad no ha logrado la libertad de la hermana. En el Hospital tampoco quisieron constatar las heridas de las víctimas para certificar la represión.

Las fiscalías siguen de feria, indiferentes a la brutalidad de una policía patriarcal, racista y nada inocente que se estrella contra salteñxs otrxs. Y todo esto sucede donde la misma provincia decretó la emergencia socio-sanitaria, donde llegan los bolsones y el IFE con cuentagotas pese a los esfuerzos del gobierno nacional: porque allí la pobreza es estructural, porque la falta de camino impide la llegada de camiones y ambulancias, porque no hay agua potable ni servicios, porque la ausencia del estado provincial se hunde en los tiempos largos, medios y cortos de la historia… Pero, sobre todo, porque la policía tiene una especie de boleto en blanco otorgada por el gobierno y la Legislatura provincial que los habilita a seguir victimizando a quienes no pueden defenderse porque tienen el racismo y la discriminación estatal tatuados en sus memorias ancestrales, porque no hablan nuestra lengua y tampoco tenemos funcionarixs que puedan oficiar de traductores, porque la sociedad salteña parece haberse tomado en serio el mito de que ‘lxs argentinxs nos bajamos de los barcos’ en un total desconocimiento de la historia local, de la constitución nacional, del respeto por los derechos humanos más elementales.

Desde el punto de vista del género, se trata de un ejercicio de violencia sistemática contra los cuerpos de mujeres, ancianas y niñxs indígenas que transitan y pisan la misma tierra que nosotrxs, esa a la que cantan zambas en noches de vino y estrellas. Acá no hay ningún lirismo: son atropellos sistemáticos contra los cuerpos de nuestras hermanas originarias aunque las feministas locales parecemos decididas a seguir ignorándolos. Así#SiTocanAUnaNosTocanATodas queda en un grito blanqueado, urbano, racista, eurocéntrico. 

Tal vez, sea el momento de que quienes militamos por el #NiUnaMenos pongamos el foco del debate en las identidades de género encarnadas en nuestra historia y en nuestro pueblo, de aceptar que la opresión de género en Salta no sólo es patriarcal y heteronormada sino, sobre todo, racializada, colonial y capitalista (porque la lucha por la tierra y por el medio ambiente -cuerpo y territorio sagrado para las mujeres indígenas- está innegablemente ligada a intereses económicos y extractivos).

Se trata de comenzar a mirar y a visibilizar estas crónicas de lo que nunca debió ni debe suceder. Se trata de encarnar nuestros cánticos y lemas en los haceres cotidianos y de exigir a nuestras instituciones que sean realmente democráticas pero, sobre todo, de desracializar nuestra propia mirada. De hacernos una con las femeneidades que transitan el mismo territorio con el que nos identificamos más allá de su etnia o color de piel. 

Se trata, por último, de empezar a sentirnos, pensarnos, definirnos y actuar ‘desde donde pisan nuestros pies’, como dicen las feministas comunitarias. Porque Salta es nuestro terruño. Y nuestros cuerpos-territorios deben ser capaces de parir(nos) en hermandad, en comunalidad, en solidaridad para construir un estado provincial plural y equitativo, con cabida para todas las formas y tradiciones de ser mujer y ciudadanx.

*Docente e investigadora de la Carrera de Ciencias de la Comunicación. Directora del Instituto de Comunicación, Política y Sociedad (INCOPOS), Universidad Nacional de Salta.