Empastillarse para festejar fin de año es casi ya una tradición, como un postre de la cena ritual, como prenderse una cañita voladora en la cabeza, un fuego artificial interno, que implosiona en forma de guirnalda de luces titilando en el interior de nuestra conciencia del mundo. De esa implosión están hechas todas las páginas del nuevo libro Cotillón de Jazmín Varela, una crónica de una fiesta de un 31 de diciembre en una terraza de Rosario con dos pibas y un pibe que después de fumar chala y tomar MDMA salen a una ciudad vacía en busca de otra fiesta. Y encuentran a “le diable” trans que les aparece en el tarot y les abre otra puerta para ir a bailar. Un trip de lisergia queer en el verano infernal.

Y al salir de lo autobiográfico individual para pintar el éxtasis colectivo, esta historieta se conecta, tal vez sin buscarlo, con una de las primeras experiencias de la representación de la droga como forma comunitaria que dibujó el pionero queer Howard Cruse en su comix “Mi primer viaje en ácido con mi vieja pandilla”, donde seis personas tienen un primer trip conjunto y se oponen a la idea tradicional de que un amigo funcione como guía. Fluir sin control, sin una narrativa de causa y efecto, y que el camino siga la deriva del efecto.

Y esa narrativa se vuelve estética de la colectivización de los cuerpos sustentada por un relato coral donde no es la experiencia subjetiva de un personaje único sino que se juega dentro de la intersubjetividad de un grupo. Y es por ese trayecto que se vuelve a la droga como una experiencia colectiva en contra la droga individualista, planteos que el último Néstor Perlongher defendía en su texto “La religión de la ayahuasca”, donde proponía el éxtasis narcótico como forma del placer orgiástico, de una nueva comunidad chamánica. Por eso se pude ver mucho del devenir bruja de Perlongher en el neobarroso inundando literalmente la ciudad desde la costa del Paraná en ese trip rosarino.

En su relato sin diálogos, Varela cambia el estilo de sus libros anteriores por un trazo más pictórico que cubre todas las páginas, sin ningún blanco de separación de viñetas, toda imagen amalgamada con la otra. Como si todo el libro fuese el mismo flujo de un pincel que no se detiene, una historieta que hace del género fluido un concepto gráfico, la pintura cubre todo, es neta corporalidad y arquitectura. Incluso, las pocas palabras que hay en las páginas son graffitis urbanos, como si todo lenguaje terminara en una pintura contra las paredes. En ese magma, la inundación final de todo Rosario donde quedan flotando suspendidos los tres personajes protagónicos es como si los cuerpos se diluyeran en la pintura, en la materialidad de la historieta y de ese mundo: el éxtasis perfecto, salirse del cuerpo individual y conectarse con todo lo que nos rodea, sin límites, una pequeña utopía del desmontaje del cuerpo donde espacio interior y exterior son permeables hasta la fusión. Y el erotismo también pierde su límite, en una fantasía acuática, una de las protagonistas tiene sexo con un delfín en una de las secuencias alucinatorias de sexo explícito más nítidas en la orgía interespecie que plantea esta historieta fiestera. El orgasmo final es una hermosa involución del origen de las especies, un deseo primitivo de volver a ser renacuajos, pequeñas células flotando en el apocalipsis.