Somos luces abismales, el nuevo libro de Carolina Sanín, tiene una tapa azul celeste con leves olas salpicadas de brillo, que parecen predisponernos a ese ánimo que sobreviene después de mirar durante largo rato algún fragmento de agua: puede ser mar o río, pero esa noción del movimiento continuo, de la mutación y la permanencia que nos transmite el mundo natural, están anunciadas en la tapa de este libro. Y el título claro, nada sencillito, de gran sugerencia poética, todo un presagio que viene a advertirnos que tenemos entre manos algo para leer con delicadeza y atención. Esa misma mirada atenta y a la vez dispersa en evocaciones, que suelen producirnos los espectáculos de la naturaleza.

Se trata de la segunda obra de esta escritora colombiana nacida en 1973 que se edita en Argentina, una de las más destacadas figuras de la reciente literatura de su país, cuya voz está empezando a sonar fuerte en Latinoamérica. Sanín es una activa participante de la escena bogotana, con intervenciones fulgurantes en medios de comunicación –columnista de El espectador, Revista Arcadia y otros sitios —y también en sus redes sociales. Sus participaciones en la esfera pública son significativas, diariamente tiene polémicas con sectores del feminismo, del poder político o con personajes mediáticos, sin bajar un centímetro el nivel de la discusión. Sus posturas son desafiantes, complejas y le han valido situaciones difíciles. Ese espacio parece ser una suerte de laboratorio de su pensamiento, donde moldea algunas ideas que luego aparecen aquí y allá en sus libros. Sanin publicó las novelas Todo en otra parte (2005) y Los niños (2014, publicada en Blatt y Ríos), los ensayos Alfonso X, el Rey Sabio (2009) y El ojo de la casa (2019), el libro para niños Dalia (2010) y La gata sola (2018), las colecciones de relatos Ponqué y otros cuentos (2010) y Yosuyu (2013), y la crónica humorística Alto rendimiento (2017). Es Doctora en Literatura Hispánica por la Universidad de Yale, con especialización en literatura de la Edad Media y ha sido docente universitaria.

Somos luces abismales, es definido por algunos como un libro de relatos, por otros como uno de ensayos, y es, a decir verdad, un poco de las dos cosas. Ocho textos en los que la autora plantea una situación de inicio y luego se permite ir asociando libremente temas, lugares, tiempos, personas. Son de algún modo peripecias de una idea, que podrían entrar dentro de las concepciones más libres del ensayo, entendido como un género en el que lo único que es constante es la búsqueda de un saber, un gesto que se ensaya partiendo de nada, donde el que escribe se pone a prueba en ese mismo ejercicio. Un lugar donde las mezclas son bienvenidas, que está hecho de materiales heteróclitos, donde siempre hay una perspectiva subjetiva puesta en juego. Los textos de Sanín son en este sentido ensayos autobiográficos, con pasajes narrativos y otros de orden poético.

Algo que tiene que ver, sin duda, con su singular modo de enfrentar la práctica de la escritura. Sanín dice, recordando la que fue su primer aproximación a los libros y la literatura: “Tengo un viejo recuerdo de ver a los adultos ensimismados con periódicos, libros y revistas. Esa actividad me quitaba su atención y me dejaba sola. Al ver leer sentía celos y envidia —aunque es posible que eso me lo esté inventando—. Entonces empecé a fingir que también lo hacía, sentada con un libro en silencio, o repitiendo disparates en voz alta mientras pasaba páginas, y mi madre se compadeció y me enseñó a leer y escribir. Ella estaba siempre en casa conmigo, escribiendo su tesis para la universidad. Yo trazaba letras sin concierto en un papel y le preguntaba, plenamente inconsciente de mi tamaño, si iba a incluir mi hoja en su libro. Recuerdo también que al aprender a escribir sentía la necesidad de asociar el timbre de cada vocal a un color y la ansiedad de no saber si acertaba con la naturaleza de la vocal al asignarle uno u otro color para dibujarla. Luego, el día en que entré a la escuela, me pusieron a delinearme con un lápiz el contorno de la mano apoyada en el papel. Eso, aunque no era escritura propiamente, es ahora también un recuerdo de la escritura.”

Fuiste docente universitaria, columnista en distintos medios y también escritora. ¿Cómo se combinan estas partes de tu relación con la literatura, el pensar y el hacer?

-Todas esas actividades se han vuelto para mí una sola. Mi enseñanza de la literatura no es otra cosa que enseñar a leer detenidamente. Y leer muy detenidamente, más detenidamente, tratando de hacerse más y más consciente del significado de las palabras y de las asociaciones entre ellas, es reescribir el texto que se lee. Y leer detenidamente la propia observación del mundo, el propio pensamiento, es escribir. En cuanto a las columnas, los artículos y los posts en redes sociales, las preocupaciones que los suscitan entran luego en mis libros, vistas desde otros ángulos y miradas con más tiempo.

 

Es difícil tratar de reconstruir el recorrido temático que Sanín realiza en Somos luces abismales. En el primer texto se pregunta por escribir en español latinoamericano, y cómo en el trayecto que se hace en una hoja se va de Occidente a Oriente, es como si fuera un viaje hacia el inicio. En el segundo, la aparición de un potrillo que se le cruza en una ruta la hace acercarse a eso ingobernable y maravilloso que contienen los animales salvajes y pequeños, y de ese modo el misterio que nos rodea en el mismo mundo que habitamos y del que a veces sabemos muy poco. En el tercero y el quinto habla sobre dos personas muy queridas recientemente fallecidas, una amiga y su abuelo que la amaba de chica y cuyo cariño se secó cuando ella se convirtió en adulta. En el cuarto cuenta su cumpleaños número cuarenta que decide pasar en las alturas, unas montañas, un páramo y una laguna que la llevan a una conexión con la naturaleza muy profunda, que permite una cantidad enorme de pensamientos y derivas. En el quinto y el séptimo los protagonistas son animales: una paloma que intenta salvar pero muere en una gris Bogotá que hace de escenario lúgubre, y una cabrita de la que se hace amiga en una granja. El octavo es un largo poema llamado Composición con héroe. Una palabra que usa para definir precisamente la ambigüedad de sus textos.

¿Cómo pensaste el género en este Somos luces abismales? ¿Ensayos con forma narrativa? ¿Relatos con momentos ensayísticos? ¿Ambas?

-Unos cinco o seis años antes de que publicara el libro tuve que escribir un texto que me habían encargado para la revista Granta, y salió así: como digresiones de digresiones, como un conjunto de desplazamientos en espiral que iban traduciendo los recorridos mentales que hacía mientras lo escribía, mientras buscaba mi tema. Me di cuenta entonces de que había encontrado un modo de escribir mío, que me daba placer y me divertía. Me dije que quería escribir de esa manera, alternando en el territorio del texto unas partes de movimiento (de narrativa) y otras de pausa (de ensayo o de lírica). La forma que iban tomando esos textos se me parecía a la del diario personal; eran como diarios pero en los que estaban los días entremezclados, desintegrados de su unidad diurna. Se parecía también a caminar. Cuando la gente me preguntaba qué estaba escribiendo, si cuentos o ensayos o una novela, decía que estaba haciendo unas composiciones.

¿Cómo fue el proceso de construcción de estos textos? ¿Qué camino ---espacial, temporal, metafísico--- querías que hicieran?

-Los escribí a lo largo de cinco o seis años. Algunos fueron primero textos de una o dos páginas que publiqué en revistas. Después de publicados los reencontré y seguí escribiéndolos, y en su segunda forma tenían quince o veinte páginas. Creo que cada texto lleva consigo esa conciencia de que podría seguir infinitamente, seguir atrayendo otras partículas (otros sentidos, otras reflexiones, otras anécdotas) a su órbita. Así es, tal vez, el recorrido que quería que tuvieran: orbital.

Tenés libros de ensayos y también novelas, como Los niños, que fue publicada en Argentina. ¿Hubo una liberación de esos marcos, en la escritura de Somos luces abismales?

-Los niños es una novela que cuenta una historia lineal aunque sea excéntrica. Está dividido en partes claras, en episodios. Me gustó imponerme esa restricción formal, pues la determinación de la estructura también da libertad: es como la métrica, que hace que el pensamiento se salga de los cauces acostumbrados pues, al buscar la rima y la duración precisa, se ve obligado a hacer descubrimientos nuevos e improbables. En Somos luces abismales me permití cierta naturalidad, o me sometí a los cursos intuitivos de mi pensamiento, y presté atención al deseo del decir de cada momento. Me di libertad en ese sentido de la libertad como sumisión a las imposiciones del deseo.

Hay varios textos sobre animales. Uno en el que aparece tu perra Ánima, en otro un potro, más adelante hablás sobre una cabra recién nacida. Incluso en Los niños el perro también ocupaba un rol central. ¿Qué te empuja a pensar en ellos, en la comparación, en la diferencia?

-Vivo desde hace doce años con una perra de cuya experiencia del mundo nunca sabré casi nada. Estoy con ella todo el tiempo. Nos miramos todo el tiempo, pero de ella solamente sé el amor, nada más. No me refiero solo al amor que ella me tiene, o que me pide o le pido, sino a su hambre: a las ganas (de comer, de correr). Su ser puro deseo y su manera de únicamente ser ella misma son mi contacto más veraz con la realidad. Por otra parte, sé que parte de lo que ella conoce del mundo lo conozco yo también, pero, por el aturdimiento del lenguaje, no me doy cuenta. Ella es —y al decir ella digo todos los animales no humanos— lo que yo vivo pero no sé. La infinita imposibilidad de conocer a los animales, que a veces tiene la forma de un amor imposible, es también para mí una manera de tener un atisbo del infinito.

También aparece una reflexión sobre ciertos vínculos, tanto con los vivos como con los muertos queridos. Y ese viaje hacia el más allá lo haces varias veces en el libro para hablar de tu amiga que falleció, de tu abuelo. ¿Qué te interesaba de esa exploración?

-Me interesaba averiguar cómo puede decirse el afecto por otras personas; cómo pueden decirse renovadamente los sentimientos. Al buscar las palabras de los sentimientos, buscaba también la intensidad sentimental; que la imaginación suscitara la emoción. En los textos en los que me concentro en las relaciones, veo cómo al hablar del afecto por otro ser humano tengo que hablar de la manera como me afecta toda la materialidad del mundo que está fuera de ese ser humano —o, pensado de otro modo, tengo que ver que el mundo está todo contenido en cada ser humano—. Ese proceso es la vinculación con la realidad visible, la integración. Irónicamente, como dices, en el libro me vinculo a la realidad visible a través de fantasmas.

Y aparece medio veladamente la ciudad de Bogotá, da la sensación que lo que más te interesa aquí ocurre afuera, en la naturaleza --páramo, laguna, montaña, mar-- ¿Qué encontrás ahí?

-La ciudad es un escenario teatral, la vida en sociedad es una obra de teatro, las relaciones humanas son eminentemente dramáticas, y todo lo que hacemos unos con otros es interpretar personajes, como ya dijeron Shakespeare y Calderón y prácticamente todos los barrocos. Por otra parte, toda ciudad, incluso una tan astrosa como Bogotá, está hecha para darnos la idea de que no moriremos; de que duramos en ella, que dura más que nosotros. Al salir de la obra urbana, del juego urbano, puede tenerse la oportunidad de ver o de presentir, aunque sea por un instante, algo que está detrás del escenario y detrás del libreto. O puede tenerse la oportunidad de ponerse delante del escenario, como espectadora, y de descansar de la actuación. Entonces piensa uno más tranquilamente en la muerte —en el sueño y en el despertar—, que es lo único en lo que hay que pensar.

NUESTRO IDIOMA MATERNO

Si hay algo que une todos los textos de este libro es el estilo de SanÍn, su aguda conciencia del lenguaje, su manera de construir frases bellísimas en las que una idea es seguida por su contraria: siempre hay dos modos de ver las cosas, que se reflejan entre sí, dejando una infinita cantidad de reflejos sobre la página. El libro se nutre también de otras voces a través de citas, muchas de ellas de textos fundantes como La Biblia, El Corán, el Poema de Gilgamesh, poemas de Petrarca, de Dante, fragmentos de Flaubert, de Henry David Thoreau, de Oscar Wilde. En ese entramado hay espacio para ciertos posicionamientos políticos, como su elección de usar siempre el genérico femenino --le habla a una lectora, no a un lector--, pequeñas puntadas que se unen con otras, como cuando reflexiona sobre su nombre y apellido, y cuestiona los usos consuetudinarios, afirmando que deberíamos tener el apellido de nuestra ancestra más remota y no el patronímico. No hay nada evidente, ni obvio para SanÍn en el uso de la lengua, todo puede ser un problema a desentrañar con su lucidez y las palabras que elige.

Reflexionás sobre el español en el que escribimos en Latinoamérica. Y decís “Escribir en español americano es estar perdido y pedir redobladamente un lugar donde se pueda hablar”, ¿Querés contar un poco más acerca de esta idea?

-En un par de ensayos del libro hablo de eso; del español de América como la lengua que encontró otro mundo y, desde ese mundo, le proyectó un reflejo distorsionado e irónico al mundo de partida. Escribir en una lengua colonizadora, en la lengua de quienes se fueron a tener una vida después de la vida, es escribir en una lengua que conoce la experiencia de la muerte; que ya conoció el más allá de sí misma y está en ese más allá, en ningún lugar. Supongo que en ese sentido Pedro Páramo es la novela sobre el castellano americano: un relato que no solo trata de voces sin cuerpo, o de voces de cuerpos intermitentes de muertos, sino que inventa un habla descoyuntada, enrarecida, en una vida de otro lado.

De ese otro lado y de este, es que habla Somos luces abismales. Por eso es bueno leer este libro con la misma mirada con que se mira un río del que no sabemos si viene o si va. Pero sí que de ese movimiento sin fin, también somos parte.

EL SOSIEGO 

Últimamente cuando Ánima, mi perra, se me pierde –cuando me llega la hora de dormir y no sé si ella está enrollada en su frazada, o si está acostada en el cojín grande de la sala, o si ya se metió en mi cama–, me pongo a caminar por toda la casa, diciendo: “¡Ánima! ¿Dónde está Ánima? ¡Se me escapó! ¿Se habrá ido a París? ¿Se habrá ido a conocer París? ¡Ay, qué preocupación, Ánima sola en París! ¿Qué habrá ido a hacer a París?”.

Cuando en Bogotá tiene lugar esa escena, en Bogotá es medianoche.

A esa hora, en el París de Francia está amaneciendo el día siguiente.

Siempre, en cada momento de mi vida, hay otra como yo que está en el otro lado de la Tierra: en Indonesia, que es la antípoda geográfica de donde vivo, o en París. Otra está bajo la luna mientras yo soy visible bajo el sol; otra duerme mientras estoy despierta, y trabaja mientras duermo. En eso, tan regular y simple –en esa condición de condiciones–, está mi inquietud. En ese misterio del lugar vivo sin descanso.

Vivo en un cuerpo esférico que da vueltas sin parar en el infinito abismo, sobre sí mismo y alrededor de una estrella: alumbrándose con su luz y retrayéndose a esa luz. Y al mismo tiempo es cierto que no vivo en ningún cuerpo esférico: vivo en un plano, pues la Tierra, redonda como una cabeza, es también plana como una mesa. Todos lo sabemos. La Tierra es plana y arrugada como un papel que se hubiera apretado dentro del puño y que luego la palma abierta hubiera vuelto a alisar.

En la Tierra existe un occidente, y aun un occidente del occidente, que es donde yo vivo. El día llega a esta parte después de que ha llegado a casi todas las demás. O sea que yo vivo después: en el futuro de esas otras partes. O sea que vivo antes: en el día que en esas partes ya pasó, pero en el que suceden cosas que el ayer de allá no vio.

Al oriente de donde vivo está Cádiz, y más al oriente está París, y más al oriente está Uruk, y, más aún, Bena- rés. Y en el oriente del oriente está o estuvo el jardín de Edén, de donde París y Bogotá y yo (y no sé si mi perra) vivimos expulsadas. Allá –en el jardín– amanece primero y todo aparece primero: el amor que aún no tengo y la oración que no he escrito. Y de allá todo llega hasta aquí, a la prolongación de su día: a su futuro, que es su pasado transformado.

En la Tierra que es plana como una mesa, el jardín del oriente del oriente está en el extremo más lejano a mí. En la Tierra que es redonda como una cabeza, el oriente del oriente está aquí mismo: en el occidente de occidente.

En el papel, escribo de izquierda a derecha. De occidente a oriente. Cada oración que escribo es un intento por ir a mi lugar; al lugar donde comienza el día. Cada tarea con la que ocupo el espacio es una manera de decir que estoy aquí y que ya no estoy aquí; que estoy yendo in- cansablemente hacia allá, de donde vengo. Es una manera de interpretar la expulsión, el tiempo.

Cuando el renglón se acaba, no le doy vuelta al papel –o al computador– para seguir por el otro lado. Como si el otro lado del mundo no existiera –como si no hubiéramos descubierto y probado que navegando sin parar se vuelve al punto de partida–, no sigo adelante, sino que bajo al renglón siguiente, por el mismo lado de la hoja. Me devuelvo al extremo occidental e intento otra oración, nuevamente de izquierda a derecha. Una y otra vez. Y sigo, de arriba abajo: de norte a sur, de la cabeza de la página a los pies. Como si todo el tiempo se perdiera.

Trabajo en la Tierra plana. Insisto en la Tierra plana. Viajo por la Tierra redonda. Creo en la Tierra redonda. Imagino la Tierra redonda. En ese doblez del pensamiento está mi inquietud. Entre esos dos modos de existir, vivo sin descanso.

Un fragmento de Somos luces abismales de Carolina Sanín.