Recuerdo incesante de “Tres esquinas”, unos versos de Enrique Cadícamo, cantados, inolvidablemente, por Ángel Vargas:
“Yo soy del barrio de tres esquinas/viejo baluarte de un arrabal/donde florecen como glicinas/las lindas pibas de delantal/donde en la noche tibia y serena/su antiguo aroma vuelca el malvón/y bajo el cielo de luna llena/sueñan las chatas del corralón./Yo soy de ese barrio/de humilde rango/yo soy el tango sentimental/…./Quemé en los ojos de una maleva/la ardiente ceba de mi pasión./…/”
La imagen es de una vida plácida, segura de sí misma, posible, en la que los valores que predominan son de una índole inmediata pero llena de vibraciones. ¿Sería eso lo que caracterizaba a una Buenos Aires que estaba enfrentando el siglo XX con armas tan simples como la calma, la mirada placentera, la armonía, el sentimiento? Yo lo viví, creo que se puede adivinar lo que sentí: una tarde me crucé en la Avenida Alberdi con “El Torito de Mataderos”, el derrotado Justo Suárez que soñaría con el puñetazo que no dio o que le dieron; también me crucé con un arreo de animales conducidos a su destino fatal, soñando, ellos, con el pastoreo que ya no verían más; repiqueteos de cascos de caballos sobre los adoquines y, desafiando a la “barra”, la bravía Alba, que podía ser la maleva del poema de Cadícamo para, luego, respirar en Villa Crespo la convivencia de las sinagogas con el corralón y las casas a la española donde, creo, mi imaginario dio un tropezón. Vida dura y deleitosa, luchar para sobrevivir y amar en potencia, reconocer.
Supongo que en parte, como ideal de vida, así sería aunque por debajo, sin que a uno lo alteraran, trepidaban, tanto en el momento de un cuadro semejante como en el de la composición del poema y en la ejecución impecable, conflictos muy duros, políticos sin duda –el radicalismo derrotado por la conspiración conservadora-, económicos –el país debatiéndose desesperadamente para soportar la crisis e intentar salir de ella-, en lo social –el empobrecimiento general y la emigración hacia las ciudades-, todo eso que, resumido, se designó, con una metáfora altamente moral, “década infame”. Y, como fondo, o marco, la ciudad recorrida y observada en esa contradicción entre vida plácida y turbulenta por Roberto Arlt, también inolvidablemente. Si antes, según nuestro tango, el reconocimiento de un “sí mismo” pasaba por la demora, en ese ahora que Arlt intentaba descifrar la inquietud por un “estar” generaba un frenesí con sus secuelas, nada de perfumes ni de lunas llenas, más bien ambiciones, locura, extravagancia, raras figuras para las que la calma era una pócima, algo que no contaba, una pintoresca antigualla.
Buenos Aires estaba cambiando: poco a poco, como ocultando la violencia de la situación, contingentes de desplazados por la pobreza creaban nuevas realidades urbanas, las villas y, al mismo tiempo, el urbanismo hacía de las suyas, ampliaciones, obelisco, nuevos estilos arquitectónicos, atronador el ruido de viejos edificios demolidos, sistemas novedosos de transporte, los colectivos (¡qué recuerdo los negociados de la llamada “Corporación del Transporte”! ¿Y el de la CHADE y la Casa Radical?) y el centro de la ciudad, la calle Florida como un tempestuoso corazón por el que pasaba todo y por el que había que pasar para sentir, quizás, que se estaba en una ciudad real, de verdad.
Imparable proceso, vinculado sin duda y en primer lugar al valor de la tierra: ¿qué podía valer un desvencijado palacete en pleno centro cuando en el solar podía levantarse un edificio de veinte pisos que multiplicaba su valor? Adiós pintoresquismo de las cercanías del puerto, sus cantinas y sus prostíbulos y sus hotelitos de mala muerte, adiós Arroyo Maldonado y sus guapos, adiós tardes tranquilas y poetas melancólicos como Adán Buenosayres, “Setenta balcones y ninguna flor” había escrito Baldomero Fernández Moreno.
Ese cambio, sólo ése, era en realidad una respuesta, al crecimiento poblacional y, por supuesto, había que pagar un tributo, la memoria, que en la balanza de la historia podía pesar poco aunque, desde luego habría que ver, qué pasa con una sociedad que pierde la memoria. En la renovada ciudad ya mucho no importaba que se extraviara la noción del barrio donde la gente se conociera y se estimara porque sí o se rechazara por fuertes razones y, en cambio, se empezara a considerar normal que, desconocidos todos para esas estructuras impenetrables, y todos inescrutables dentro de ellas, en un mundo de puertas cerradas, tuviera sentido el vivir.
Cuando adviene el peronismo y se potencia la industria y hay más obreros y la clase media prospera, se instala un implícito modelo de modernización, que probablemente ya existía porque siempre existió, que cambia aún más la fisonomía de la ciudad: los estilos que se imponen tienen el peculiar rasgo de la falta de estilo, las formas geométricas de la arquitectura soviética borran la firma de la decoración italiana, viejos edificios quedan como ahogados entre las torres que se erigen implacables, las ganas de “estar” que campeaba en el tango suscita las ganas de huir, en suma que el modo de vida deja de ser una elección para producir un proceso de subjetivación que se naturaliza y se impregna de valores forjados indirectamente en las fraguas de una mentalidad que no puede pensar sino a través de modelos que están al alcance de la mano que dibuja y diseña y construye.
Es la ciudad que estamos viendo y que replica las grandes ciudades norteamericanas: Catalinas y Puerto Madero, modestos símiles de Houston, exhiben orgullosamente esa presencia y, sinceramente, nada puede ser más ajeno y falto de espíritu: ¿se vive ahí? Nisman murió ahí: ¿es eso Buenos Aires? ¿Ser moderno es, por lo tanto, ser de encristalada frialdad? ¿Es de lamentar? ¿No será que antes habrá que comprender? Y lo que hay que comprender es que las tendencias ideológicas y mentales que recorren el mundo no sólo ofrecen modelos sino que, principalmente, determinan pensamiento en quienes no lo tienen del todo o tienen sus ojos puestos en otros y lejanos lugares. Otra cosa es aceptarlo, otra cosa es proclamarlo como si el mundo hubiera llegado para aposentarse en este bendito país y ponerlo al día. ¿Integrados al mundo?
Es claro que esto no termina. Me da la impresión de que el activismo de Rodríguez Larreta expresa no ya la inercia de un proceso que parece inevitable, porque todo cambia con el cambio en las ciudades, sino que lo propicia, es como si su programa -¡Va a estar buena Buenos Aires! proclamaba el Macri que estaba empezando- fuera que esta ciudad perdiera totalmente lo que le quedaba de carácter, parecido al que solía tener Paris y que igualmente se ha perdido, y fuera como Hamburgo o Chicago o Los Ángeles. Vana competencia que ha costado lo que no teníamos y que se ha traducido en un insoportable y sofocante aumento de la circulación de vehículos, en la nula construcción de viviendas correlativa de fachadas abrillantadas de edificios públicos, encierro de los jardines, reducción de las calzadas, balas de cañón amenazantes en las veredas y dedicación obsesiva y desequilibrada a las zonas más ricas de la ciudad.
Parafernalia de modernidad, en vehículos y sistemas informáticos, para qué enumerar esa emulación vacua del Baron de Hausmann, que remodeló París, o de Torcuato de Alvear que cambió Buenos Aires; lo que importa es el efecto que eso tiene sobre el vivir de los ciudadanos y eso, no es difícil verificarlo, es evidente en el humor y en generalizada indiferencia respecto de la historia y su presencia, en la infección del lugar común y en la cultura de peluquería y, lo peor, en el desesperado amor por el dinero y el amor-odio a quien lo tiene.
¿Compararlo con lo perdido, evocarlo, lamentarse? Para qué; sólo basta con no engañarse y, en la medida de lo posible, no dejarse envolver, es difícil recuperar una vida social legítima, lo sé, se puede intentar hacerlo en lo individual, pero también es pensable en lo político: ¿es posible pensar en términos de un carácter propio pero sin imponerlo ni romper todo lo que está? Quizás por el lado del lenguaje, qué lenguaje puede ser reparador: el lenguaje del poder macrista vació, la significación se evaporó. Empezar de nuevo y hablar de verdad. Nada más que eso y luego se verá; quizás regresen los perfumes de la noche y las lunas llenas y el amor sea lo importante, no las ganancias de los bancos ni las cuentas en Panamá.