Solía ir a jugar a las cartas al Lavalle. Un club en vía de desaparición que albergaba a un grupo de adolescentes de exagerados 16 años, indolentes alcohólicos, casuales parroquianos y algunos compulsivos ludópatas de naipes.

El bar tenía seis mesas, un viejo flipper, una mesa de pool inclinada, un otrora escenario ahora sin piso, una cancha de tenis criollo, de baldosas de curiosa pendiente y dos baños. El de hombres y el de mujeres como depósito abandonado. Aprendimos a jugar bien al truco, nos enseñaron el tute cabrero y la básica. No se jugaba a la escoba de 15 porque la básica era esencialmente lo mismo pero mucho más completa.

Si alguna persona, por error, ingresaba cualquier día al club después de las 19 , lo primero que iba a divisar era una densa niebla como la película de John Carpenter pero sin su fatalidad. Una vez que uno podía acostumbrarse al particular olor a humedad mezclada con el tabaco y la transpiración descuidada, se podían identificar varias siluetas sentadas a las mesas jugando a las cartas y muchos más, mirando jugar. Siempre así, en verano o en invierno.

Se jugaba por guita. No por mucho, pero no se jugaba al pedo. Si no había plata se boludeaba y el juego carecía de emoción porque cada uno jugaba sin importar si perdía.

Aprendimos a jugar en serio, por la frecuencia de ir a verlos y al principio, cuando les decíamos: - ¿puedo jugar?-, te respondían: - ¡dejá de hinchar pibe! ¿Qué querés?- Pero cuando faltaba uno de ellos y no podían armar una mesa, nos miraban y así nos empezamos a mezclar y a jugar en primera.

A mí me encantaba lo variopinto de los “asociados”. Los experimentados jugadores eran Vartan Manukian, un divertido sirio que era vendedor, que siempre andaba en mocasines marrón claro, pantalón beige y camisa celeste fuera del cinto. Nunca supe qué vendía, pero en el baúl del auto podía tener desde vinos, electrodomésticos, cajas de cigarrillos hasta corpiños. En ese club no existía la denominación de ropa interior femenina, eran bombacha y corpiño. Cero libido porque hasta los talles te quitaban todo tipo de pulsión sexual.

El gringo Nicita era el mejor de todos, porque el tipo tenía la capacidad de memorizar todas las cartas que salían y las que faltaban por salir. Una inteligencia superior, pero lo que tenía de virtuoso en el juego, le faltaba en su vida personal. Tenía un kiosco y vivía con sus padres. Era un solterón de 60 años que usaba un corte de pelo militar, una chomba celeste, unos pantalones grises tiro alto muy por encima de la cintura, zapatos negros acordonados y medias grises. Siempre igual.

También estaban los mellizos González, dos hermanos que en realidad eran gemelos, de parecido sin igual, cuya diferencia era que ambos tenían peluquín pero con distinto corte. El Turquito Abdala, otro gran jugador y cálida persona de muy buen humor y otro reconocido peluquín.  Por otro lado había personas entrañables como Angelito, un viejito rengo con secuelas neurológicas de la poliomielitis también respetado por su reconocida virilidad. Fueguito un ciruja que frecuentaba el club con la excusa de tomarse un vaso de vino tinto y contar anécdotas de la calle, de dudosa veracidad. Fioravanti, otra persona afectada emocionalmente, que solía combinar el aliento a leche y ajo por la desmesura del consumo.

El buffetero era el Titi. -Se tildó el pool- decía y todos nos quedábamos mirándolo incrédulos.

El Gringo Nicita poco a poco me fue reconociendo como jugador y más de una vez se animó a invitarme a jugar. Lo hice con sumo cuidado para no ser estigmatizado por el grupo de amigos. Vivía a la vuelta del club, tenía un kiosco atendido por sus padres, dos viejitos que apenas se los veía detrás de los mugrosos vidrios y la poca iluminación del kiosco. No se le conocía alguna pareja, era un solterón hijo único que la vida no le dio otra oportunidad que el club, la inteligencia y un corte de pelo estilo militar. Me enseñó muchos tips del truco.

Cuando nos cantaban falta envido, Nicita me decía: - ¿Nene, cuántos puntos tenés? 

-Tengo algo-

-¡Pero decime, cuántos! -

-27 – le respondía.

-Decile que sí-

Y siempre ganábamos porque él tenía muchos más y nunca sabía cuántos, porque no me decía o me mentía a mí también. Era un gran mentiroso, pero indescifrable.

Uno podía saber la vida de cada uno de los parroquianos y daba la impresión que de un modo u otro habían sido afectados por algún incidente que ocultar. Todos tenían un pasado, nosotros éramos muy pibes para tener un pasado que esconder, pero a los grandes había algo que los arrumbaba diariamente en un club de mala muerte como el Lavalle. Más de una vez se armó quilombo a las piñas y a los dos o tres días, se iba el rencor momentáneo y volvían a jugar con la misma complicidad. De a poco le fui tomando cariño a cada uno de estos personajes que diariamente frecuentaba en el mismo horario, las 7 de la tarde.

Una tarde, llegué al club y había revuelo. Me pararon en la puerta y me dijeron: -Se mató Nicita - No entendía cómo. -Se pegó un tiro en el baño-, me dijeron. Entré como loco, estaba lleno de gente, a pesar de que era temprano. Salí al patio donde estaba la cancha de básquet y fui hacia el baño. Me paró el tío del cabezón Salerno y me dijo: -Pibe, mejor no entres, te va a hacer mal. No le di bola, lo corrí porque me tenía sujeto y entré al baño.

Nicita estaba tirado debajo de los mingitorios . La cabeza apoyada contra la pared, las piernas dobladas, la chomba azul turquesa y el pantalón gris que le dejaba ver los soquetes grises y los mismos zapatos acordonados de siempre. Tenía una pequeña mancha de sangre en la sien y la mirada puesta en el infinito o en la eternidad. La misma mirada que a veces tenía cuando jugábamos, se distraía y uno tenía que decirle: - Gringo, acá, jugá –

Muchos dijeron que después de la muerte de su madre, se había caído anímicamente y ya no fue el mismo. Yo era muy pibe para ver la muerte tan cruda y tan frontal. Se me cayó una lágrima y me conmoví. Me dio bronca. No podía ser cierto. Por qué no contó lo que le pasaba, quizás podía ayudarlo, no sé, aconsejarlo.¿ Qué le podía decir yo? Era un pibe. Pero tenía esa fantasía del “todo lo puede”. Bronca y tristeza. El gringo Nicita se mató. Un balazo en la sien en el baño del Lavalle. Empezaba a ser una leyenda que en el futuro se iba a contar en las reuniones.

Me quedé un buen rato al lado del cadáver de Nicita a hacerle compañía a modo de agradecimiento por haberme acunado en la timba. Pensaba que si en una semana o quince días algún desinformado preguntara "¿No lo vieron a Nicita que no pisa más el bar?"  seguramente le hubieran dicho que se murió. 

Quizás yo lo hubiera negado un par de veces diciéndole: "Ojo, que el Gringo Nicita es un gran mentiroso".  Hubiera sido la única vez que mentiría por él.