“Perseguir la luz. Parecería que toda mi vida he hecho precisamente eso”. La descripción, poética y al mismo tiempo concreta, palpable, forma parte del prólogo, señalando no sólo las razones del título sino también los fundamentos de una existencia cinematográfica. Publicado hace apenas diez días en idioma inglés y todavía inédito en español, Chasing the Light: Writing, Directing, and Surviving Platoon, Midnight Express, Scarface, Salvador, and the Movie Game (“Persiguiendo la luz: escribiendo, dirigiendo y sobreviviendo a Pelotón, Expreso de medianoche, Caracortada, Salvador y el mundo del cine”) es el primer libro autobiográfico de Oliver Stone, un volumen rico en anécdotas que, por momentos, toma impulso y adquiere vuelo literario. No se trata, de ninguna manera, de la historia de toda una vida: la trama bio filmográfica se detiene luego del estreno de Pelotón (1986), la obra que consagró definitivamente al cineasta. Difícil saber si habrá una o más “secuelas” que continúen ahondando en la cronología vital y creativa. En palabras del propio Stone, “esta no es una historia sobre esos últimos años. Es una historia sobre alcanzar un sueño a cualquier costo, incluso sin dinero. Simplificar, improvisar, poner el hombro, buscar soluciones alternativas para hacer películas y estrenarlas en una sala de cine, sin saber dónde será el próximo día de pago. O el próximo monzón o mordida de escorpión”. A lo largo de 352 páginas, el director de Asesinos por naturaleza y J.F.K. y guionista de films como Caracortada y Manhattan Sur, recorre raíces familiares, infancia, adolescencia y juventud, describiendo al mismo tiempo unos Estados Unidos en constante mutación. La dura separación de sus padres, la confusión y falta de perspectivas personales, la experiencia como soldado en Vietnam, el regreso a un país convulsionado, las experiencias con las drogas y el paso por la escuela de cine son instancias sobre las cuales el autor se detiene en detalle, posando sus ojos en los recuerdos más vívidos y en las impresiones desdibujadas por el paso del tiempo. Chasing the Light es, ante todo, un relato autobiográfico que se siente sincero, no tanto catarsis como intento por dejar impresas en papel algunas de las coordenadas que construyeron una vida y un oficio.

William Oliver Stone pudo haber nacido en Francia, pero sus padres se enteraron del embarazo después de descender del barco que los trajo desde Europa. Luego de un parto complejo, según describe el autor con algo de humor negro, el joven Stone vio por primera vez el mundo (en realidad, su ciudad natal de Nueva York) el 15 de septiembre de 1946. La joven francesa Jacqueline Goddet, de clase media y con ambiciones de ascenso social –y no pocos pretendientes considerados “buen partido” en términos económicos– conoció al oficial estadounidense Louis Stone un día de primavera en alguna calle parisina. Haciendo un paralelo risueño con los personajes de la película favorita de su madre, Lo que el viento se llevó, Stone relata de la siguiente manera el compromiso de sus padres: “Descartando al noble Ashley, Scarlett se entregó a Rhett seis meses después del final de la guerra, y en diciembre de 1945 Jacqueline Pauline Cézarine Goddet y Louis Stone (nacido Abraham Louis Silverstein) siguieron adelante y cometieron, posiblemente, el peor error de sus vidas, gracias al cual debo mi existencia”. Esto último no es una broma: a lo largo de los primeros capítulos del libro, Stone sopesa y considera, una y otra vez, que el matrimonio de sus padres –como tantos otros en el mundo– estuvo basado en una mentira, en un ideal falso o, al menos, incompleto, que derivaría en amoríos, rencores y, finalmente, un amargo proceso de divorcio. “Es una consciencia compartida por todos los niños del divorcio: nuestra vida, nuestra existencia, es la creación de muchas mentiras. Si mis padres realmente se hubieran conocido antes de casarse nunca se hubieran unido y yo jamás hubiera existido. Los niños como yo nacemos de una mentira original”. Pero esa epifanía invertida llegaría recién a los quince años, cuando el joven se encontraba cursando los últimos años de estudio secundario. Hasta ese momento, según su descripción, “había tenido una vida bendecida. Pero nunca hubiera podido superar los obstáculos que enfrentaría luego sin el fundamental sentido del optimismo que mi madre inculcó en mi naturaleza”.

VIETNAM EN EL ORIGEN

Fiel a su mirada crítica al gobierno de los Estados Unidos (a los sucesivos gobiernos, lo cual no le impidió votar por Ronald Reagan en 1980), en el primer capítulo de Chasing the Light Stone describe el estado de las cosas luego del final de la Segunda Guerra Mundial. Para los europeos que habían sufrido infinitos tormentos y dolores, los “americanos” eran dioses, afirma en tono irónico. “Y eran dioses porque, según la historia escrita por los vencedores, América ganó esta guerra global, ahora llamada Segunda, que para unos 70 millones de almas extinguidas y 20 millones de refugiados buscando un nuevo hogar había sido un apocalipsis, sellado cuando los Estados Unidos dejaron caer las (nunca imaginadas previamente) bombas atómicas en dos ciudades japonesas. Mientras 100.000 personas se quemaban, bailábamos en las calles de Nueva York con alegría victoriosa porque sabíamos que nadie ni nada podía hacerle frente a los EE. UU. ¡Éramos el país más poderoso del mundo! ¡Y el mejor!” Puede sonar a una paradoja que el cineasta estadounidense más abiertamente contrario a las políticas intervencionistas de su gobierno haya participado de la guerra de Vietnam como soldado, pero el libro deja bien en claro –como es de suponer- que fue precisamente esa experiencia la que terminó de forjar sus ideas sobre el mundo (y, de paso, sentó las bases nada ocultas del futuro guion de Pelotón). “Seguramente mi padre me consideraba un fracasado”, afirma más adelante, cuando el estudiante de la prestigiosa Universidad de Yale dejó las clases, a los veintiún años, para hacer un viaje a Oriente y transformarse en docente de alumnos de habla inglesa en Saigón, Camboya, Tailandia y Laos, experiencia que lo puso en contacto con un mundo absolutamente diferente al que había conocido hasta ese momento. El año es 1965 y, menos de veinticuatro meses más tarde, Stone volvería a esa región asiática, ya no como maestro sino como soldado, habiendo considerado otras opciones e imaginando que, tal vez, la falta de rumbo en su vida podía suspenderse momentáneamente alistándose al ejército y participando de la contienda. “Ninguna persona debería ser testigo de tanta muerte”, escribe el autor luego de describir algunas escaramuzas militares en plena jungla. “En el flash de esas explosiones vi cuerpos en tal estado de rigor mortis que bien podrían haber sido esculpidos por Miguel Ángel. Tanto poder, tanta muerte en un mismo lugar y momento. (…) Era realmente demasiado joven para comprender y borré mucho de lo que pasó allí, recordándolo de una extraña manera, como si fuera una hermosa noche llena de fuegos artificiales en la cual no vi a ningún enemigo, ni me dispararon, ni disparé a nadie”. El regreso a casa luego de haber participado en combate en tres unidades –y haber sido herido y evacuado en dos ocasiones- sería tan duro como el infierno de la guerra.

“De pronto, extrañaba a mis compañeros del ejército. Creo que ninguno de nosotros contaba con volver a casa. Tomé LSD en Santa Cruz, viajé en autobús hasta Los Ángeles y, después de varios días ensoñados y drogados, crucé a Tijuana, aterrorizado por el país al que acababa de regresar”. No sería una buena idea cruzar nuevamente la frontera unos días después, con “una bolsa con dos onzas de yerba vietnamita fuerte”. Los días de detención, antes de que el llamado a su padre y a un abogado conocedor del tema terminara con el caso, le servirían al futuro guionista como punto de contacto personal con la historia de Billy Hayes, el joven estadounidense detenido en una prisión turca cuyo libro sería adaptado por Stone para el film de Alan Parker, Expreso de medianoche. De allí a un nuevo vacío personal, el trabajo nocturno como taxista, las visitas a su madre, la incertidumbre ante el futuro. De pronto, “un ex compañero me dijo que podía ir a una ‘escuela de cine’ y obtener un título universitario. ¿Para qué? ¿Para ir al cine?”. Los estudios en la Escuela de las Artes de Nueva York, sin embargo, marcarían un antes y un después definitivo, y las clases con profesores como Dean Oppenheimer, Charlie Milne y Martin Scorsese –“el graduado estrella de la NYU, por aquel entonces de veintipico; había hecho varios cortometrajes celebrados y estaba en lucha en varios niveles para poder filmar su largometraje de bajo presupuesto Alguien golpea a mi puerta– señalarían un camino hasta ese momento impensado: reunir la afición temprana por la escritura, fomentada por Stone padre, con el placer de “ir al cine”. De esos años de intensas teorías y prácticas en 16mm, el autor recuerda que “Sam Peckinpah era el tipo al cual seguir. Y en Francia, de una manera absolutamente diferente, para mí el director era Jean-Luc Godard, porque apreciaba el sexo y la violencia del cine”. El casamiento en 1971 con Najwa Sarkis, una joven libanesa algunos años mayor que él, le acercaría al estudiante a punto de graduarse la posibilidad de pisar el freno y probar un poco de estabilidad emocional. Gracias a ella llegarían un par de empleos de diversa índole y los contactos para financiar un primer largometraje, el film de horror Seizure, rodado en Canadá en 1972 con un presupuesto ínfimo y estrenado marginalmente dos años más tarde. Poco y nada aporta el realizador acerca de esta particular (y muy poco vista) ópera prima, filmada en una casa prestada en la cual técnicos y actores convivieron durante un par de semanas. Apenas que la historia estaba basada en una pesadilla muy vívida de su autor y que la experiencia le enseñó a “evitar el caos en el set”. Eso y, desde luego, perseguir la luz: “Una de las primeras lecciones básicas a la hora de filmar es perseguir la luz. Sin ella, no hay nada, no hay exposición que pueda ser vista. Incluso aquello que uno puede observar con el ojo desnudo necesita ser moldeado y mejorado por la luz”.

LA ADAPTACIÓN DE LA REALIDAD

El primer paso hacia la profesionalización llegaría un par de años después, cuando, ya instalado en Los Ángeles –y separado de Sarkis, en una repetición de la historia de sus padres, según Stone–, lograría que un tratamiento de guion llamado “The Cover-Up” fuera fichado por 5000 dólares. El proyecto no llegaría a buen puerto, pero la voz comenzó a correr y su nombre a circular entre agentes y productores. El joven guionista puso manos a la obra y un encierro de meses terminó dándole forma al guion de Pelotón, cuya historia nadie quiso producir en aquellos tiempos (el film vería la luz, dirigido por el propio Stone, una década más tarde), pero que le permitió seguir ampliando los círculos de interés en su potencial talento. Y entonces… click. La posibilidad de adaptar Expreso de medianoche para un director británico, Alan Parker, “un hombre frío, a tono con aquel sol que apenas se asomaba en ese amargo invierno de huelgas y descontento general”. En Londres, en un departamento alquilado para la ocasión y con más dinero en el bolsillo del que jamás había disfrutado en su vida, el guionista siguió puliendo y reescribiendo la historia hasta que todos –director, productores, financistas– estuvieron de acuerdo. Stone no parece guardarle rencor al director de Pink Floyd: The Wall (de hecho, volverían a colaborar años después, en los mismos roles, en la adaptación de la ópera rock Evita), aunque ello no impide que tenga dos o tres cosas para decir acerca de él. “No sería invitado al set en Malta o, para el caso, al espectacular estreno internacional del film en el Festival de Cannes al año siguiente. Parker deseaba las candilejas y, sin duda, las tuvo. A partir de ese momento le ofrecerían grandes proyectos. El guionista debe aprender el arte del desapego, algo difícil cuando están involucradas las emociones”. ¿Quién hubiera dicho en aquel momento que su primer guion profesional llevado a la pantalla terminaría con el doblete al Mejor Guion Adaptado en los Globos de Oro y los premios Oscar? Una genial anécdota stoned remite a la primera de esas ceremonias, cuando luego de “un par de golpes de cocaína, un quaalude o dos, varios vasos de vino y casi tres horas de espera”, el discurso de aceptación pretendidamente fuerte terminó en una inevitable incoherencia. Afortunadamente para Stone, en aquellos tiempos la entrega de premios no se transmitía en vivo.

Comenzaban los años intensos y, junto a guiones que no verían la luz sino hasta muchos años después (Pelotón y Nacido el cuatro de julio, proyectos eclipsados por el lanzamiento de tres films sobre la Guerra de Vietnam: El francotirador, de Michael Cimino, Regreso sin gloria, de Hal Ashby, y Apocalipsis Now, de F. F. Coppola), Oliver Stone pondría su rúbrica en los relatos de Conan, el bárbaro (1982, John Millius) y su propio largometraje de suspenso y horror, La mano (1981), protagonizada por Michael Caine “por la sencilla razón de que quería hacer un par de cuartos extra arriba del garage y necesitaba el cheque”. Antes de comenzar a trabajar en el tratamiento de Caracortada, de Brian De Palma, el joven maravilla de Hollywood se codeaba –fiesta a fiesta, reunión a reunión– con algunos de los nombres más encumbrados en la industria del cine: Jane Fonda, “uno de mis ídolos por su franqueza sobre Vietnam”; Barbra Streisand “la reina de Hollywood en cuanto a riqueza y estatus cinematográfico y musical”; John Frankenheimer, a quien osó cuestionarle su última película, Engendro, “un film de terror malo, por lo cual explotó y me pidió que me fuera”; Kim Novak, de quien afirma que “era Circe, capaz de transformar a los hombres en cerdos, aunque desafortunadamente prefería a los perros y caballos de su rancho de Carolina del Norte”. La escritura de Scarface y su compleja producción tuvo también problemas de cartel: de la letra impresa al grito de acción las diferencias suelen ser muchas y Stone veía día a día como su historia original era transformada en otra cosa. Cuando se es un guionista que “en el corazón es también un director, la sensación es miserable. Me sentía como un pordiosero que es invitado a un banquete pero mantiene un ojo atento a la entrada trasera”. Más tarde, durante la proyección de un primer corte del film, las diferencias creativas fueron aún mayores, y Stone considera que Pacino, quien terció durante un tiempo entre él y De Palma, terminó "traicionándolo" a la hora de tomar una decisión sobre el montaje final.

De allí en más, la espera. Un hiato de dos años durante los cuales la posibilidad de producir Salvador, que sería estrenada finalmente en 1985, se dilataba por dificultades financieras. “En el día uno de rodaje, mi primera experiencia como director en cinco años, corrí por todos lados como una liebre escapando de los sabuesos”. No es casual que Chasing the Light comience con una anécdota de esa filmación, en la cual Stone sintió que se jugaba la vida, una vez más. Los problemas de presupuesto y de un complejo rodaje en tres locaciones mexicanas diferentes se vieron coronados por una pésima relación con el protagonista, James Woods, a quien el realizador describe como una diva poco menos que insoportable. El mal comportamiento y el maltrato del actor al equipo técnico mexicano fue aparentemente tal que Woods “fue prevenido por el gobierno de México: su forma de comportarse como invitado del país era inaceptable y, de continuar, deberían pedirle que se fuera del país”. La buena recepción de Salvador reflotó el ansiado proyecto de llevar a la pantalla Pelotón, creación que terminó de sellar su nombre como uno de los más relevantes del cine estadounidense de los años 80, ganando el Oscar a la Mejor Película y el de Mejor Director en 1987, al tiempo que le permitió transmitir sus impresiones sobre Vietnam en su obra más personal hasta esa fecha. “Con Salvador había arrojado la piedra fuerte y lejos. Y con Pelotón había logrado ascender hacia la luz. Dinero, fama, gloria y honor, todo allí y en el mismo tiempo y espacio. Había esperado demasiado para hacer películas”, escribe Stone en las últimas páginas de su libro, creando un cliffhanger donde la mayoría de las autobiografías estarían llegando apenas al final del primer acto. “A treinta años de distancia, miro hacia atrás y me doy cuenta de que no tenía idea de la tormenta que se avecinaba”. Los años del Oliver Stone más polémico –los años de J.F.K., de Asesinos por naturaleza, de Nixon, de su relación cercana con líderes mundiales como Fidel Castro, Vladimir Putin y Hugo Chávez– todavía formaban parte de un futuro indefinido. El de Chasing the Light es un Oliver Stone en proceso, un joven que, a los cuarenta años, “sabía instintivamente que había alcanzado un momento en el tiempo cuya gloria duraría para siempre”. Pero también que “los adultos se vuelven peligrosos. La realidad se transforma en soledad. El amor no existe o bien no puede sobrevivir”. Una vida –como cualquier vida– llena de contradicciones, ascensos y caídas, golpes y alegrías. Continuará.


Fragmentos de Persiguiendo la luz, de Oliver Stone

Sobre los Estados Unidos

“No es posible pagar un seguro por aquello a lo cual se teme, porque cuanto más se hace, más temeroso e inseguro uno se siente. El resultado es una especie de insania: buscar la seguridad total en un mundo donde la seguridad no puede ser dada por cierta, para ningún individuo. La hipocresía –más aún, la corrupción– me daba asco antes y ahora, una de las razones por las cuales me he metido en tantos problemas tiempo después, al criticar nuestra forma de vida. Porque nos mentimos a nosotros mismos y hemos confundido al ciudadano común que se preocupa por terroristas ocultos en su parrilla de barbacoa o por Rusia subvirtiendo nuestra ‘democracia’ con formas insidiosas de guerra híbrida. O de que la economía china se coma nuestros almuerzos con sus palillos. En mis setenta y algo de años, desde 1946 hasta la actualidad, el coro de patrañas de los que infunden el miedo nunca ha cesado, sólo ha crecido, cada vez más fuerte. El chiste es sobre nosotros. Nosotros somos los payasos”.

Caracortada, De Palma, Pacino, cocaína

Si en la vida real, durante un tiempo, Oliver Stone consumió diariamente cocaína para “aliviar el dolor”, en su máquina de escribir las letras iban dando paso a las frases que le darían forma al guion de Caracortada, la remake de Brian de Palma del célebre largometraje de 1932 dirigido por Howard Hawks, en la cual el tráfico ilegal de alcohol es reemplazado por el blanco clorhidrato procesado a partir de las plantas de coca. Y el origen italoamericano de los personajes por uno cubano. La historia “tenía el espíritu de la Gran Depresión, con sus gánsteres nacido de la pobreza y la desesperación. En ese espíritu, el Caracortada de comienzos de los 80 presentaba a un antihéroe. Sería una sátira social, si se quiere, que imita y se burla del deseo americano por la riqueza a cualquier costo, precediendo mis trabajos en Wall Street y, más tarde, Asesinos por naturaleza, que representan a los descendientes deformes de un capitalismo enloquecido”. Según Stone, Brian De Palma “no era el más energético de los seres humanos. Pasado de peso, físicamente lento, usó durante toda la producción del film la misma copia de uniforme caqui prensado que podría usar un ingeniero. (…) Era, sin duda, brillante. Tenía una visión clara y preparaba planos elaborados para rendir homenaje a su propia estética, pero también se tomaba su tiempo para que el director de fotografía John Alonzo pudiera iluminar. (…) Dado ese metódico pero laborioso nivel de energía sólo obteníamos tres o cuatro, tal vez cinco, escenas cada día. Luego de esos seis meses agotadores pensé que sería una estupenda noche para festejar, pero cuando le pregunté a Brian si iba a ir a la fiesta de final de rodaje me sorprendió con un ‘Mierda, no. ¿Piensas que quiero estar alrededor de esa gente otro día más? Me estoy yendo’ Y así era: había hecho las valijas y estaba en camino hacia el aeropuerto. No volví a verlo por varios meses. Desde el comienzo fue un hombre misterioso y seguía siéndolo”. Respecto de Al Pacino, a quien había conocido años antes, cuando el actor consideró ser el protagonista de una primera versión abortada de Nacido el cuatro de julio, el realizador afirma que lo sorprendió “que no consumiera cocaína ni supiera nada sobre las drogas. Según el productor Martin Bregman había tenido un problema serio con el alcohol durante su juventud, pero ahora estaba completamente ‘seco’. Sin embargo, no tenía dificultad alguna en comportarse como un arquetípico adicto a la coca en pantalla. Definitivamente, Al pertenecía a la escuela de actuación conocida como el Método”.