Desde París
La primera vez se asustó y se sintió agredido, la segunda salió corriendo, la tercera y cuarta trató de recuperar sus cosas y la quinta, es decir, ayer, dejó que todo ocurriera sin intervenir. Salió de la carpa, fue hasta el bus de la policía y miró desde allí “todo ese absurdo y esa injusticia que nos seguía cortando el camino”. Idil vivió este 29 de julio su quinta evacuación por la fuerza desde que llegó a Francia proveniente de Somalia. Junto a otros 2.000 inmigrantes oriundos de Sudán, Somalia, Tchad, Etiopía o Afganistán Idil se había instalado en uno de los campamentos improvisados que los inmigrantes van montando en la periferia Norte de París hasta que la policía los desaloja y trata de reubicarlos en hoteles y gimnasios de la zona. La víspera, el Prefecto de París, Didier Lallement, les había dado un plazo de “12 horas para abandonar el lugar”. La mayoría se quedaron y a la seis de la mañana el operativo comenzó a orillas del canal Saint-Denis, en la localidad de Aubervilliers.
La situación era doblemente nociva: para los mismos inmigrantes expuestos ahora al calor y la insalubridad, y para las autoridades, interpeladas pos los vecinos debido a la suciedad y las peleas entre comunidades distintas. ”De todas formas, no sabemos ni siquiera a dónde vamos a ir a parar. Lo más esencial es que alguien nos ayude porque ya no podemos más”, cuenta Saidi, un afgano con unos cuántos meses de residencia en la calles, primero en París, luego en las afueras. La evacuación es tensa. Hay mucha gente, muchos niños en las carpas, muchos policías y militantes de las asociaciones de protección al migrante (France Terre d'Asile, Solidarité Migrants Wilson), muchos gritos y nervios y miedo e incomunicación. Un destierro sobre muchos otros destierros. Cada respiración es una bocanada de tragedia. De un lado están los buses para los hombres solos, del otro el reservado a las familias. Michel, una militante de la asociación Utopía 56 que asiste a la evacuación, anticipa la crueldad del futuro:” volverán aquí u a otro lugar. Ni ellos tienen donde ir, ni el Estado la responsabilidad y la voluntad de asumir la situación. La gran mayoría de la gente que está aquí regresará a la calle dentro de un tiempo. Es un ciclo infernal”. Michel y otros militantes de France Terre d’Asile y Solidarité Migrants Wilson se apresuran para recuperar los utensilios y las carpas. Hay más de seiscientas (representan unos 10.000 euros) y, en un par de meses cuando llegue el invierno, salvarán unas cuantas idas.
Los inmigrantes son personas muy pobres, perseguidas en sus países, torturadas también, que saltaron al Mediterráneo en un barco cualquiera desde las costas de Libia y se salvaron porque un navío humanitario las rescató. Otros, como en el caso de los afganos, emprendieron un terrorífico viaje a través de Irán, Turquía y Grecia hasta llegar a Francia. Las cosas son ahora peor que antes. La pandemia no arregló el mundo, al contrario. Robert (France Terre d’Asile), desliza una frase que hiere como un latigazo por su carga de lúcida veracidad: "esta gente está más allá de la posibilidad de que algo cambie para ella, incluso si en un mes el liberalismo o las bolsas se vienen abajo. No son ni pobres ni ricos, ni víctimas de la desigualdad de los sistemas. Son las voces del otro lado de la fractura provocada por la improvisación occidental. Siempre los dejarán solos”. Ningún barco humanitario opera ya a lo largo de las costas de Libia para socorrer a los migrantes. Los últimos dos, el Ocean-Viking y el Sea-Watch, fueron, una vez más, víctimas del ardor perverso de los guarda costas italianos. Desde que se reabrieron las fronteras hace algunas semanas, los inmigrantes, sin embargo, continúan llegando para terminar amontonados, en su mayoría, en este un suburbio del que acaban de ser desalojados.
Las cifras son imparables: durante los dos meses del confinamiento, en las orillas del canal Saint-Denis había unas 200 personas, luego, dos meses después del fin del encierro, ya sumaban 2.300. Su viaje no empieza por mar sino por tierra, a menudo en la frontera entre Irán y Turquía o en la misma Grecia a través de la no menos terrorífica “ruta de los Balcanes” (Turquía, Grecia, Macedonia, Serbia, Croacia, Hungría). Desde allí zanjan todos los peligros que un ser humano pueda imaginar con tal de llegar a un país europeo seguro: los traficantes de personas, las autoridades turcas, las cárceles de Turquía, los robos, las violaciones, las agresiones, la corrupción de los policías de Albania, de Grecia, Croacia, Serbia o Hungría (les roban su dinero, sus pasaportes y sus teléfonos), las denuncias, los malos tratos o la persecución.
Osmane, un somalí con más de cinco años de residencia en Francia, espera tranquilo sentado en el bus. Cuenta que “los nuevos, los que llegaron hace dos meses, me dan un poco de pena. ¡Han hecho tanto, sufrido tanto para llegar hasta aquí !. Y mirá, mirá lo que les espera”. Osmane es el tango del migrante, la historia que, sin,- que sea contada, se refleja en la absorbente soledad de las miradas: en su caso huyó de Somalia para escapar de las milicias chabab, llegó a Francia, obtuvo los papeles, trabaja, pero nadie le alquila una casa, sea porque no le alcanza “sea porque no entiendo”, dice señalando a un hombre joven, conocido por todos debido a la adversidad de su historia. Es Chenar Gull Nasairi, el afgano. Pasó tres años en Alemania hasta que le negaron el asilo político. Se desplazó a Francia donde, este año, también se le negó el asilo. Aunque Gull Nasairi asegura que en Afganistán los talibanes le pusieron precio a su vida, la Corte Nacional del derecho de asilo no cree ni en su historia, ni en que sea afgano. Ya va por su tercer intento de suicidio. Hay otros ejemplos como él: les rechazan el asilo en Gran Bretaña, en Austria, en Alemania, en Francia y van así, con el correr de los años, probando de un país a otro.
Luis Barda, miembro de Médicos del Mundo, advierte que los flujos serán más importantes porque quienes estaban bloqueados por la pandemia y el cierre de las fronteras “ahora vuelven a los caminos”. Ismail y Faycal son hijos de ese flujo. Estos dos afganos estuvieron bloqueados en Serbia un par de meses y llevan apenas tres semanas en Francia. Recién ahora empiezan a entender que lo peor está por venir. Faycal cuenta con cierta desesperanza: "obtener una cita con la OFII (Office français de l’immigration et de l’intégration) para presentar un pedido de asilo es imposible”. Y hasta que no lo obtenga tampoco tendrá un estatuto, o sea, ayuda mínima. Por eso terminó a orillas del canal Saint-Denis. ”Fue una sorpresa. Después de todo lo que viví y ahora esto, la calle, las carpas, la policía, los periodistas, no sé, no sé…”.
El traqueteo y el ruido mundial que destapó la covid-19 silenció sus voces, pero su drama continúa siendo como un fino chorro de agua helada que cae sobre el rostro de mundo. Jagan Chapagain, Secretario general de la Federación Internacional de la Cruz Roja, anticipa que “el desastre económico de la pandemia y sus efectos devastadores obligarán a muchas personas a desplazarse más allá de sus fronteras. Muchos inmigrantes sentirán que, pese a los riesgos, atravesar el mar será más seguro que permanecer en sus países porque habrá, también, la posibilidad de una vacuna contra el virus”. El canal Saint-Denis recupera su fisionomía. Pero en este paseo al que vuelven los ciclistas ha quedado como un dolor cautivo, una tensión latente. Dentro de unos meses regresarán los inmigrantes, aquí o un poco más al Norte. Volverá la policía, las asociaciones, la palabra y la indiferencia. Ellos están en la frontera de todas las fronteras. Ese lugar donde se acepta la fatalidad sin hacer demasiado para detenerla.