Es sabido como todo lugar común: cada vez que surge la asociación entre Alan Parker y la música, lo primero que viene a la mente es The Wall, la película de 1982 que el público argentino –gracias a la vigilancia de la dictadura- recién pudo ver un par de años después. Es inevitable y justa la definición de ese film como una marca generacional. Pero es igual de ineludible el hecho de que antes de ese título figura el nombre Pink Floyd, y que en la trama hay más de las obsesiones de Roger Waters que del propio director. En rigor, la película musical más lograda de Parker fue la que hizo menos ruido. Ya llegaremos a eso.
El amor de Parker por la música queda claro con solo señalar que su debut mismo fue con el género, en una Bugsy Malone atrevida y bien recibida, aunque ni él ni Paul Williams –que venía de hacer la música de Un fantasma en el Paraíso para Brian de Palma- quedaron del todo satisfechos con el resultado. Al director le fue mucho mejor con Fama, que lanzó al estrellato a Irene Cara, vendió carradas de discos y generó una serie televisiva también exitosa. Pero dados los evidentes lazos del film de 1980 con el musical A Chorus Line, tampoco puede decirse que fuera un proyecto 100% Parker. Y ni hablar de lo que vino después.
Como a cualquiera que haya compartido tareas creativas con el músico, a Alan Parker no le resultó nada fácil lidiar con Waters. El bajista había ideado la película como un mix entre escenas argumentales y filmaciones de Pink Floyd en vivo, pero el rechazo de EMI y el interés de Parker por hacer la película llevaron a un nuevo proyecto que, como la misma grabación del disco, fue un dolor de cabeza para todos. Waters definió la filmación como “una experiencia desagradable”; Parker fue más allá y declaró que The Wall había sido “una de las experiencias más miserables de mi vida creativa”. El éxito y la relevancia del film a través de los años diluyó todo aquello, pero la película sigue siendo más una puesta en escena de Pink Floyd que un proyecto cinematográfico personal.
En mayo de 1995, las paredes de Buenos Aires lucieron una leyenda que no admitía segundas lecturas: “Fuera Madonna”. Con Evita, Parker también tomó un proyecto no enteramente propio, la versión fílmica de la historia tergiversada por Tim Rice y Andrew Lloyd Webber en la que había estado trabajando hasta el año anterior Oliver Stone. Las reuniones de Parker, Madonna y el presidente Carlos Saúl Menem en búsqueda de la autorización para filmar en la Casa Rosada fueron dignas de un sainete (Madonna escribiría en su diario personal que “Menem me miraba una y otra vez el escote”), pero en todo caso lo peor fue el resultado artistico, no solo por la ofensiva mirada sobre Eva Perón sino porque la película resultaba pomposa y aburrida.
Y entonces, ¿cuál es el proyecto que Parker podría asumir como el más personal, aunque estuviera basado en una novela del irlandés Roddy Doyle? Traducida en la Argentina sin ninguna gracia como Camino a la fama, The Commitments (1991) es por lejos el mejor film musical que hizo Parker, al que su fracaso comercial (costó 15 millones, recaudó... 14,9) no le resta ningún mérito. La película relata –desde la óptica del manager Jimmy Rabbitte- el ensamble de diez músicos de clase trabajadora en el norte de Dublin que, considerándose a sí mismos “los negros de Europa”, quieren formar una banda de soul que honre a Wilson Pickett, Otis Redding y Marvin Gaye. Para ello, Parker y los directores de casting John y Ros Hubbard recorrieron las calles y pubs de Dublin para armar su banda desde la nada, descubriendo en el camino a talentazos como el cantante Andrew Strong. La película fracasó en la taquilla pero alcanzó categoría de culto (y en Irlanda, claro, fue un éxito resonante), gracias a las ventas de los tres volúmenes de su notable banda de sonido.
¿Qué es lo que hace a The Commitments una película encantadora aún al día de hoy? No se trata solo del paisaje desangelado irlandés, con trasfondo de los Troubles y el acento enmarañado de los actores; no son solo las grandes versiones de clásicos como “Mustang Sally”, “Destination anywhere”, “Take me to the river”, “In the midnight hour” o la fenomenal rendición que hace Strong de “Try a little tenderness”. En el ácido retrato de esa banda que tiene todo para triunfar, que arranca desde la nada, que la rema sin pausa y que cuando tiene todo listo para dar el salto –y al mismísimo Wilson Pickett en la puerta del bar donde van a tocar- estalla por los aires por culpa de los conflictos internos, los celos y las veleidades de estrellas. Entonces: cada vez que surge la asociación entre Alan Parker y la música, aparecen muchos otros títulos antes que The Commitments. Es una pena.