En 1987 se conocía lo suficiente del síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA) y su causa, el virus de inmunodeficiencia humana, como para saber que se sabía muy poco. Mundialmente, los casos de SIDA crecían de forma exponencial. Mientras que se discriminaba a los homosexuales, como supuesta fuente de la enfermedad, surgieron nuevos temores. Hasta poco tiempo antes, muchas personas se creían al margen de la pandemia, ya que el SIDA era considerado una enfermedad de homosexuales, confinado a sus círculos en unos pocos centros urbanos. Pero en 1987, con novedades sobre la transmisión entre madre e hijo/a, y entre parejas heterosexuales, el peligro mutó. Paulatinamente, la sociedad se dio cuenta de su propia cercanía al peligro. Y el miedo aumentó.
Estados Unidos está hoy en el “1987” de la pandemia de covid-10. No es más una infección “de chinos/as”, o de unos pocos barrios de Queens y Brooklyn en Nueva York. Cada noticia de cómo el virus destroza el cuerpo promueve más miedo en algunas personas, fantasías insistentes de exención en otras y renovadas búsquedas de “culpables” -desde políticos a enfermeras asiáticas- de la crisis.
El 1987 del SIDA tiene eco en el covid-19 del presente. Aquel año el mundo deportivo tenía miedo y desconfianza. Desde Seúl se advertía sobre las medidas que se implementarían para evitar la llegada de deportistas portadores de SIDA durante los Juegos Olímpicos de 1988 (y así impedir un desastre económico y deportivo quizá equivalente a una potencial cancelación definitiva de los Juegos Olímpicos de 2020 en Tokio). En Yugoslavia, la organización de los Juegos Universitarios puso preservativos a disposición de los 4.500 deportistas como parte de una campaña antiSIDA. El boxeador japonés Akiro Kameda pidió que Terry Marsh fuese sometido a un examen de SIDA antes de su pelea en el Royal Albert Hall de Londres (una propuesta rechazada con indignación por Marsh).
Miles de deportistas de todo el continente viajaron a Indianápolis, en pleno medio oeste estadounidense, para los Juegos Panamericanos de 1987. Como en el caso del covid-19 del presente, muchas personas en esa zona se sintieron inmunes al SIDA (una enfermedad que se estimaba acotada a las dos costas del país), aunque el miedo generado por el desconocimiento sobre la enfermedad estaba en aumento. Así, en enero, un diario de Indianápolis se refirió al SIDA como “la nueva lepra” que, de no ser tratada, podría resultar en cientos de muertes y aislamientos en la ciudad. La alarma se propagó entre las delegaciones asistentes.
José Soca Montero, técnico del equipo de judo uruguayo, se quejó porque la organización de los Juegos Panamericanos de 1987 no proveyó información sobre el SIDA ni sobre cómo iban a controlar la enfermedad. Argumentó que la mayoría de los casos de SIDA en Uruguay habían llegado desde Estados Unidos y Brasil. Por ello sostuvo que los deportistas de esos países deberían someterse a exámenes obligatorios. En ese sentido, una revista mexicana afirmó que, debido a que se había vinculado el SIDA con las relaciones homosexuales, “no se descarta la posibilidad de someter a los atletas y en general a los participantes en este tipo de eventos internacionales, a exámenes anti-sida”. Estos exámenes, proseguía la revista, podrían prevenir muchos problemas “(hasta) tanto no se encuentre una vacuna eficaz contra este síndrome del terror”. Por su parte, el palista mexicano Juan Carlos Ortiz se sentía desinformado y confesaba miedo de contagiarse en el restaurante y en los baños de la villa panamericana.
Sin embargo, en medio del creciente pánico, hubo un momento de redención aún sin equivalente en 2020, un simple acto de gracia de un gran deportista, que humanizó la crisis, demostró un poco de esperanza y calmó la ansiedad social alrededor del SIDA. Este acto de gracia involucró al estadounidense Greg Louganis, el clavadista más conocido de la historia, y a Ryan White, un adolescente de Indiana. White, la víctima de SIDA más famosa del momento, se había contagiado a través de una transfusión de sangre a fines de 1984. En 1986, con 14 años, las autoridades le prohibieron asistir a la escuela, ya que temían irracionalmente que contagiase a parte del alumnado. Louganis, ganador de dos medallas de oro en los Juegos Olímpicos de 1984 en Los Angeles se enteró de White y su lucha, y lo invitó a presenciar el Campeonato Nacional de Clavados de 1986 en Indianápolis. Louganis contó después de la competencia que se había sentido motivado por el caso de White. Al año siguiente, de regreso en Indianápolis para los Juegos Panamericanos, Louganis ganó dos medallas de oro y le regaló una a White, colgándosela alrededor de su cuello como a un campeón. La madre de White declaró que el gesto había significado mucho para su hijo.
Seis meses después de los Juegos Panamericanos de Indianápolis, Louganis fue diagnosticado con SIDA. ¿Sospechaba algo cuando le regaló su medalla a White en agosto de 1987? No lo sabemos. Pero el miedo forzó a Louganis a mantener en secreto su enfermedad (y su homosexualidad) por mucho tiempo. En los Juegos Olímpicos de 1988 en Seúl, golpeó su cabeza contra el trampolín. Unas gotas de sangre cayeron a la pileta y Louganis quedó helado. ¿Contagiaría a los demás? El incidente no tuvo consecuencias.
De campeón olímpico y panamericano consolando a White, en pocos meses Louganis se convirtió, en todo sentido, en una víctima del SIDA, temiendo tanto por su carrera deportiva como por su vida. White murió a los 16 años en 1990. No obstante, los dos cambiaron la percepción social del SIDA y su trayectoria. La sociedad se dio cuenta de lo absurdo y lo discriminatorio que había sido negar a White su derecho a la educación. Nunca más en Estados Unidos cerraron una escuela a un/a estudiante con SIDA. Louganis y White avanzaron la forma de relacionarse con la enfermedad, no por medio de una vacuna o una medicina milagrosa, sino por medio de una amistad breve que humanizó a las víctimas ejemplificando “simpatía solidaria (y respeto) ante el sufrimiento de los semejantes”. Estos amigos entendieron, como dice el filósofo español Fernando Savater, que “o soy yo con y por los otros o soy cosa”, y que “los otros me permiten ser yo, me rescatan”. Así marcaron un sendero optimista posible en medio de una enfermedad devastadora. Su historia, tan vigente en los tiempos que corren, nos recuerda que la mejor manera de enfrentar este tipo de calamidades es rescatándonos mutuamente en complicidad colectiva.
* Doctor en historia. Docente en la Universidad de Trent.
** Doctor en filosofía e historia del deporte. Docente en la Universidad del Estado de Nueva York (Brockport).