La poesía es respirar por la herida. Los grandes ojos azules permanecen abiertos. Ya no parpadean más, desde las 5.30 de la madrugada del 28 de marzo de 1942, en la enfermería del reformatorio de Adultos de Alicante, adonde lo recluyó la siniestra dictadura de Francisco Franco. Miguel Hernández murió a los 31 años, con los ojos abiertos, tras una terrible agonía a causa de una tuberculosis, hace 75 años. La noticia –entonces– corrió como reguero de pólvora por la cárcel. Llevado a hombros de compañeros y con el resto formando en el patio de la prisión, a los sones de una marcha fúnebre interpretada por músicos presos, el austero ataúd de pino con los restos mortales del autor de El rayo que no cesa, Viento de pueblo y Cancionero y romancero de ausencias, entre otros, fue conducido hasta el cementerio. “Que mi voz suba a los montes/ y baje a la tierra y truene,/ eso pide mi garganta/ desde ahora y desde siempre”, cantaba el poeta en “Sentado sobre los muertos”, poema en el que declara su compromiso irrevocable a favor del pueblo, a quien desea defender “con la sangre y con la boca”.
La cuestión de los ojos abiertos no es un arrebato lírico ni un exceso de la imaginación con el que se intenta revestir de una épica el momento de la muerte. En el parte que redactó el oficial de enfermería Francisco Núñez aclaraba que “el haber salido el cadáver con los ojos abiertos ha sido debido a no poder cerrárselos por medios naturales, según me manifiesta el médico auxiliar recluso”. El jefe de servicio, en un nuevo parte, esta vez dirigido al director del centro penintenciario, explicaba que el médico auxiliar Angel Payá le relató que los enfermeros probaron cerrarle los ojos y que incluso “él mismo intentó más tarde hacerlo, no habiéndolo conseguido por tratarse de un enfermo que tenía el hábito de dormir con los ojos abiertos”. Hernández padecía una exoftalmia provocada por un problema de tiroides que le impedía cerrar los ojos incluso cuando estaba dormido. Hay un célebre retrato del poeta con los ojos bien abiertos realizado en la cárcel de Alicante por el dramaturgo Antonio Buero Vallejo (1916-2000), que fue su compañero de celda.
“Yo, animal familiar, con esta sangre obrera”, se definía Hernández en el poema “El hambre”, inscribiendo su pertenencia a una clase social humilde y trabajadora. Aunque su familia no vivía en la pobreza extrema, desde niño tuvo que ayudar a su padre en las tareas de pastoreo en Orihuela, la ciudad donde había nacido el 30 de octubre de 1910. “He tenido una experiencia del campo y sus trabajos penosa, dura, como la necesita cada hombre, cuidando cabras y cortando a golpe de hacha olmos y chopos; me he defendido del hambre, de los amos, de las lluvias y de estos veranos levantinos inhumanos de ardientes. La poesía es en mí una necesidad y escribo porque no encuentro remedio para no escribir –planteaba el poeta en La poesía como arma–. La sentí, como sentí mi condición de hombre, y como hombre la conllevo, procurando a cada paso dignificarme a través de sus martillerazos. Me he metido con toda ella dentro de esta tremenda España popular, de la que no sé si he salido nunca. En la guerra la esgrimo como un arma, y en la paz será un arma también aunque reposada. Vivo para exaltar los valores puros del pueblo, y a su lado estoy tan dispuesto a vivir como a morir”.
Educado en el colegio Santo Domingo, regenteado por jesuitas, su originaria fe cristiana se convierte en compromiso a favor de una sociedad más justa cuando en la década del 30 se instaló en Madrid y se vinculó con Pablo Neruda –entonces cónsul de Chile en Madrid–, Rafael Alberti y Luis Cernuda, entre otros. El clima anticlerical de la intelectualidad madrileña y la influencia de Neruda preludian el eclipse de su fe religiosa. No sólo se afilió al Partido Comunista, sino que se incorporó al 5° Regimiento en septiembre de 1936 para combatir junto a los republicanos durante la Guerra Civil Española. “Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado,/envuelto en un clamor de victoria y guitarras/ y dejaré a tu puerta mi vida de soldado/ sin colmillos ni garras”, expresa en el poema “Canción del esposo soldado”. Cuando terminó la guerra, el poeta intentó escapar a Portugal. Pero la “peste” de las dictaduras lo perseguía con una saña que estremece. La policía de la dictadura de Salazar lo entregó a la Guardia Civil. Estuvo preso en Huelva, Sevilla y Madrid. Gracias a las persistentes gestiones de Neruda, Hernández fue liberado en septiembre de 1939. Pero el sistema de terror y delaciones logró que fuera nuevamente detenido. El 18 de enero de 1940 el Consejo de Guerra Permanente número 5 lo condenó a la pena de muerte por el delito de “adhesión a la rebelión”. La sentencia argumenta que publicó numerosas poesías, crónicas y folletos “de propaganda revolucionaria y de excitación contra las personas de orden y contra el Movimiento Nacional haciéndose pasar por el poeta de la revolución”. Por la intercesión de José María de Cossío y otros amigos la pena fue conmutada a treinta años de cárcel.
En los poemas del período bélico despliega una mayor conciencia de clase. Por ejemplo en “Jornaleros”, “Aceituneros”, “El sudor” o “Las manos”: “Las laboriosas manos de los trabajadores/caerán sobre vosotras con dientes y cuchillas. Y las verán cortadas tantos explotadores/ en sus mismas rodillas”. La voz de Hernández truena, para siempre, ante el llanto de millones de niños jornaleros, por cada niño hambriento que devora un mendrugo, “contra tantas barrigas satisfechas” y “el silencio torvo del mundo”.