El 6 de Septiembre de 1930, el General José Félix Uriburu seguramente obedeciendo a los intereses extranjeros de turno, dio un golpe de estado. La represión iniciada con el estado de sitio y la ley marcial duró unos cuantos días pero sus efectos todavía perduran bajo diferentes estrategias. Mi intención no es relatar una vez más, como si fuera poco, lo que todos deberían saber... lo nefasto de la derecha. De la continua historia que estas construyen, me interesa una noche; la noche del 10 de septiembre, en que fue asesinado un obrero catalán, anarquista, residente en Rosario. Quienes conocieron a Joaquín Penina, destacan su carácter afable, generoso, un excelente compañero. Era obrero de la construcción comprometido con las causas sociales. Alquilaba un altillo de la Calle Salta 1581 donde fue detenido el 9 de Septiembre a las seis de la mañana, junto a un carpintero amigo, Victorio Constantini. Cuatro horas después, en un procedimiento habitual, empleados de la policía secuestraron del altillo los libros y el escaso dinero. Entretanto, Penina junto a Constantini y Porta, un amigo que había llegado para almorzar juntos y también fue detenido, eran interrogados bajo la acusación de haber difundido manifiestos de propaganda anarquista.

El jefe de orden social los amenazó: Los tres serán fusilados esta noche. Un diario de la época lo dio por sentado y lo publicó. Ante tal noticia, el teniente coronel Lebrero decide que si la noticia ha sido publicada, puede llevarse a cabo el acto. Total, en lógica, todo condicional con antecedente falso da siempre verdadero. Pero lo cierto es que Porta fue llevado a la seccional del cruce Alberdi, cuyo funcionario se negó a matarlo y le permitió que se "fugara". Constantini fue amenazado y después de unos años volvió a Italia. Cuando los sacaron de la cárcel, el comisario Calambé llamó a Constantini para preguntarle: ¿Conocés esto? Sí, respondió: es la cobija de Penina. Bueno, ahí la tenés. No la necesita más. La noche del diez, el subteniente Jorge Rodríguez, oficial de guardia en la jefatura de Rosario, fue sorprendido por una misión imprevista. El Capitán Luis Sarmiento, le da la orden de ejecutar a un anarquista que incitaba al pueblo contra las autoridades que regían al país. Rodríguez, con tres soldados, otro suboficial y un empleado de investigaciones, junto al detenido del cual ignoraban su nombre, suben a un camión celular, escoltado por dos automóviles, donde iban el comisario de órdenes, mayor Carlos Ricchieri, el capitán Sarmiento y cuatro personas más. Recorren Moreno, Santa Fe, Dorrego, Ayolas, San Martín, Arijón, hacia el sureste de Pueblo Nuevo. Unos trescientos cincuenta metros después del puente, en la barranca, se detienen. Descienden, Penina con asombrada inquietud cree reconocer el lugar. En sus horas libres, ha estado enseñando a leer en los hogares humildes de la zona. Es una costumbre de la épica exaltar el valor de enfrentar a la muerte y por ende embellecer las escenas de lo que ha ocurrido en realidad. Yo sólo diré que allí fue asesinado un hombre, como tantos otros, a lo largo de la historia. Por supuesto, no puedo evitar cierta emoción al saber, por su ejecutor, que gritó "Viva la anarquía". De sus bolsillos sacaron dos galletas marinas muy duras, un trozo de papel de diario y un giro de cinco pesetas para un hermano de Barcelona, que no se sabe quién se lo quedó. El cadáver fue conducido a la asistencia Pública de Saladillo y después a la del centro, pero los empleados se negaron a inhumarlo por falta de papeles que acreditaran su identidad.  El teniente coronel Lebrero firmó un escrito que ordenaba sepultar el cadáver de N.N. Lo llevaron al solar dos, en la fosa 540, de La Piedad. Al llegar los empleados municipales se sorprendieron de que la fosa estuviese cubierta de tierra sin su intervención. No sólo fue el primer anarquista fusilado sino también, hasta donde sabemos, el primer desaparecido. Quesada y Oliva han registrado variaciones de esta historia que yo atesoro y que he escuchado de mi abuelo paterno que las escuchó a su vez de su hermano, anarquista asesinado en las huelgas del puerto. Durante mucho tiempo, me dormía imaginando una extensión que me permitía la condición de los viejos anarquistas. En una casita humilde, en el Saladillo. Agustina amasa en una vieja mesada. Al otro costado, su hijo de diez años, Emiliano, se recuesta sobre un libro copiando las palabras en unas hojas. Se detiene por un momento y girando el rostro hacia la izquierda, le parece ver a Joaquín, quien haciendo de su maestro pregunta: --Entonces, ¿qué es un sustantivo? Emiliano: --Un nombre. Joaquín: --Bien... ¿Y un sujeto? Emiliano: --Lo que tiene un predicado. Joaquín: --Muy bien... Pero, entonces, ¿qué es un predicado? Emiliano: --Lo que se dice de un sujeto". Joaquín: "Bien, pero muy, muy bien...

Agustina irrumpe en la escena, trae un paquete en sus manos y le sirve un mate. Joaquín, aquí tiene. Son unos bollitos recién hechos. Espero que le gusten, es lo menos que puedo hacer. Lamentablemente se hizo la hora y debe irse; está por llegar mi marido y usted ya sabe, no vería esto con buenos ojos. Joaquín acepta el paquete y le dice con una sonrisa: Comprendo, comprendo, además no es bueno que nos excedamos. Emiliano debe estar cansado y Emiliano, interrumpiéndolo, dice enfáticamente: Para nada, Yo quiero seguir. Joaquín sonriendo le dice: Bueno, pero no hay que ser impaciente. Además yo tengo que ir a enseñarle a otra gente. Te prometo que mañana vuelvo. Cualquier cosa, Agustina, usted me avisa... Agustina acompaña a Joaquín hasta la puerta: Llévese los libros porque no se los podré pagar. Ya es bastante lo que hace por mi hijo. Joaquín sonriendo responde: "Hoy por mí, mañana por ti, dice la gente, y un amigo: No somos sólo yo, nosotros. Toda propiedad es un robo y usted me paga con los mates que me ceba y las tortas que amasa. Además mi obligación es difundir cultura, ¿sabe? No me gusta repartir pobreza". Apenas se ha ido, Emiliano le pregunta a su madre por qué no puede decirle a su padre, el subteniente Rodríguez, que Joaquín le enseñó a leer. Agustina le responde: Emiliano, tu padre es un buen hombre pero su vida ha sido muy dura, hijo, y cree que debe sobrellevarla con dureza. Unos días más tarde, el mediodía del diez, Agustina decide pasar por la jefatura con Emiliano para ver a su marido que está de guardia. Cuando llegan, y mientras esperan en la guardia que está sobre Moreno, Emiliano ve con asombro a unos soldados que realizan una fogata en el centro del patio, con una cantidad numerosa de libros. Un angustia incomprensible y opresiva le amilana el pecho y le preanuncia de manera inexplicable, que Joaquín no regresará.