Es cada día más evidente que la pandemia ha llegado para trastornar al planeta, y todo indica que para quedarse un tiempo imprecisable. También parece evidente que el sistema económico mundial está colapsado y en vísperas de arrastrar al cementerio de las ideas a toda la imaginería política que imperó en el mundo hasta ahora.
Así, el panorama que se puede observar desde cualquier ventana se define ante todo por incertezas e inestabilidades. Guste o no, es lo que hay ante nuestros ojos, y entonces parece imperativo repensar, imaginar y encontrar respuestas no apocalíticas y, dentro de lo posible, esperanzadoras. Pero sinceras.
Por eso el título de esta nota, obviamente provocativo, pretende precisamente incitar a la reformulación de uno de los aspectos más degradados y arrasadores de la vida nacional: el sistema comunicacional, que en la Argentina es ya intolerable, y modificarlo y reencauzarlo es la verdadera llave del futuro de la democracia.
Parto de la hipótesis –y constatación– de que la comunicación, para el gobierno nacional, parece no existir como problema verdadero, grave y urgente. No es que el sistema de comunicación oficial vigente sea bueno o malo, mejor o peor. Es que no existe, en el sentido de que no hay reglas, y si las hay no se cumplen. Lo que equivale a una forma de anarquía inadmisible para una democracia moderna y en construcción como es la nuestra. Y que contrasta, además, con muchas medidas acertadas del gobierno actual, como el atinado manejo sanitario, la prudencia y parsimonia como estilo de construcción política, el espíritu no confrontativo, la vocación federal de la gestión (aunque sólo declamativa, algo es algo) y su firme confianza en el equilibrio de los tres poderes constitucionales. Es precisamente por todo eso que resulta urgente y necesario un cambio comunicacional de 180 grados.
Habemos muchos -–decenas, centenares, acaso miles de comunicadores–- que venimos asombrándonos ante la falta de respuestas de un gobierno que tiene todo para enfrentar a éste, que es posiblemente el peor de los males que afectan hoy a la república: el desquicio comunicacional que abusa de un pueblo desvalido, acosándolo con mentiras, agresiones y la aparición sistemática del odio de clases.
Todo eso se puede -–y se debería, urgentemente–- morigerar y controlar con las armas que el gobierno del FdeT tiene: legitimidad, voto popular, urgencia por pacificar e integrar sectores sociales, necesidad de informar con verdad y seriedad, impulso al empleo y al desarrollo económico equilibrado, más todas las urgencias educacionales y de construcción de ciudadanía que la Argentina se plantea desde hace décadas.
Desde que en enero de 2002 fundamos El Manifiesto Argentino con Héctor Timerman y una veintena de compatriotas de casi todas las provincias, propusimos adoptar en la Argentina ciertos valores del sistema norteamericano de comunicación. Por ejemplo, el principio de que ningún conglomerado televisivo puede tener también radios y diarios, y viceversa. Así el New York Times o el Washington Post son solamente diarios, y así la CBS o la CNN son solamente servicios televisivos. Las leyes estadounidenses limitan claramente los monopolios comunicacionales. En la Argentina esos límites no existen.
En la actualidad, y en nuestra vida cotidiana, el sistema mediático local está alcanzando niveles disparatados extremos, y no sólo por la práctica constante del falseamiento (esta columna los bautizó hace años mentimedios), sino por el absurdo monopolio que ejercen y que ningún gobierno se atrevió a limitar seria y consistentemente, y cuando lo hizo, con la Ley de Medios, su aplicación fue tan tímida como errática, y así el macrismo la hizo trizas con un veloz decreto.
Y aunque ahora hay una incipiente cantidad de medios alternativos, libres de verdad y a cargo de comunicadores veraces, liberales en sentido clásico y con clara identidad democrática, tan cierto como eso es que su alcance es mínimo frente al macizo poder de la comunicación venenosa de las corporaciones que dominan todos los espectros en nuestro país y continente.
Está archicomprobado el temor fáctico de todos los gobiernos a ser acusados por "atacar la libertad de prensa, o de expresión", sambenito que aterra a todos los gobernantes, incluso los mejor habidos, que parecen ver en esas acusaciones panfletarias y exageradas al demonio mismo a punto de someterlos. Casi sin excepciones, éste es el derrotero comunicacional que han seguido y siguen todo los gobiernos y medios, absurdo que llega al punto de que se ha naturalizado el hecho de que cuando hay 200 personas con banderas y en autos carísimos en una esquina, eso ya "es nota" y destacada para hablar de "libertades". Una estupidez insostenible desde la razón, pero que se valida en cada expresión del fastidio porteño --anticuarentena y apañado por el macrista Larreta–- que jamás rejunta más que grupitos en la 9 de Julio o en Plaza de Mayo. Pobre comunicación social, además, si le asigna importancia a "movilizaciones" clasemedieras como la última, contra la reforma judicial, que fue patética: había más automóviles que gente. "¿A qué se le tiene miedo para darles esa importancia que no tienen?" fue la pregunta que formulé noches atrás en C5N y que motivó que un conocido periodista me sacara del aire en el acto.
Algo hay que hacer. La hora llegó hace rato. No es imposible cambiar este sistema, estas conductas. Por el camino de la Constitución, la Ley y la Justicia es perfectamente posible –y urgente y necesario– empezar a dar vuelta la taba. Sobre todo porque la sociedad argentina está madura a este respecto. Y no es tan difícil lo que hay que hacer. Está a la mano. Está en el corpus legal de nuestra república tener una política de comunicación oficial maciza y activa, respetuosa de todos los disensos pero no por eso temerosa.
Un gobierno que brinde la información con verdad y eficiencia tendrá llegada segura a todo el país, y no sólo a las audiencias porteñas, a las que hoy teme. Y además el apoyo al gobierno que se atreva a dar estos pasos será contundente.