Desde Barcelona
UNO Rodríguez entra en un librería y espía a través de ese ojo de cerradura que es la portada de todo libro. Y en las primeras páginas del recién inaugurado en español El motel del voyeur, el veterano y celebrado cronista Gay Talese alude a unas líneas al inicio de otro libro suyo. A El reino y el poder, publicado en 1969 y revelando las internas del periódico The New York Times. Allí se lee que “la mayoría de los periodistas son incansables voyeurs que ven las verrugas del mundo, las imperfecciones en las personas y en los lugares”. Sí: los periodistas son espejos que nunca te dicen que eres lo más hermoso pero que, si hay suerte, acaso seas lo más interesante para la más curiosa y crónica de las superficies donde verse reflejado.
Así, cerca de medio siglo después –evocando y pasando en limpio la poco límpida figura del mirón de hotel Gerald Foos– Talese casi se disculpa y lo disculpa con un “hay ocasiones en que un voyeur funciona sin que nadie lo advierta como historiador social”.
O.k., de acuerdo, puede ser, se dice Rodríguez no del todo convencido; pero queriendo convencerse. Porque Talese fue el inspirador –en su juventud, cuando descubrió que no podría ser escritor pero aún no había caído en la publicidad– de una mini-vocación periodística que duró casi lo que demora un periódico recién horneado en convertirse en mortaja de pescado cada vez menos fresco.
Pero aún así –ahí y de parado– Rodríguez lee El motel del voyeur como si fuese algo más cerca de ducha de Psycho que de vestuario de Porky’s.
Pasen y lean y vean.
DOS Porque uno se hospeda en El motel del voyeur (la historia de un voyeur mirando a un voyeur) como quien contempla a uno de esos accidentes al costado del camino que, sí, se quisiera no mirar pero que no se puede dejar de ver. O, para ser más preciso y no salir de tema: como a algo que se observa con ese asquito que nos producen los pelos ajenos en una bañera de habitación pasajera o –el horror el horror de los horrores de los horrores– esa pieza de ropa interior pero tan ajena que alguien se dejó bajo una cama paga demasiado chirriante y jadeante. Y –last but not least– El motel del voyeur es el sitio exacto en que el hasta ahora implacable Talese parece haber caído en su propia trampa, y resbalarse en la bañera, y crack.
TRES Hace unos cuantos años, Rodríguez asistió a una conferencia de Talese. Entonces, de paso por Barcelona (impecable como un Leonard Cohen del new journalism porque “uno tiene que vestirse para cubrir una noticia como si fuese un bautismo, un cumpleaños, un bar-mitzvah, una boda, un funeral o una primera cita con esa chica que te vuelve loco… toda noticia es una fiesta”) Talese dictaminó: “Los periodistas somos los soldados rasos de la Historia. Debemos tener entrenamiento, rigor, disciplina. Y criterio. Pensar muy bien si se justifica destruir una vida o una carrera por una indiscreción o falta de experiencia. Cuando te dicen algo que, sabes, puede llegar a hundir a quien te lo dice, y se trata de una buena persona en problemas, yo recomiendo repreguntar, e incluso insistirle en si está verdaderamente seguro de lo que ha dicho. Nuestro negocio es la verdad. La verdad es nuestro producto, lo que vendemos. De ahí que el gremio periodístico sea el menos mentiroso de los medios. De ahí también que cuando un periodista miente sea rápidamente neutralizado por los suyos”.
Y ahí mismo Rodríguez pensó en dejar la publicidad para volver al periodismo al que nunca había llegado a llegar. Lo pensó por el tiempo exacto en que se demora en gritar “¡Paren las rotativas!” o en aullar “¡Fake news!”
CUATRO Y no: no es que Talese haya mentido con El motel del voyeur. Pero sí que, parece, hizo algo aún peor: permitió que le mintieran. Y que la fiesta resultase en su casi funeral profesional. Y que el poco creíble y patológico Foos, dueño de motel en carretera de Colorado con habitaciones con mirillas ocultas para –muy Hitchcock, mitad Norman Bates de la ya mencionada Psycho y mitad L. B. “Jeff” Jefferies de Rear Window– satisfacer sus impulsos oscuros pretendiéndose iluminador de las conductas sexuales del norteamericano medio con una ayudita del legitimador y redentor Talese. Foos lo contactó por los días y noches en los que Talese –como un master of sex por cuenta propia– investigaba camas y prostíbulos y salones de masaje y Playboy Mansion para su mega best-seller de 1981 La mujer de tu prójimo. Entonces, Foos le escribió a Talese. Y se hicieron no amigos pero sí, de algún modo, cómplices mirones y hermanos de ojos bien abiertos apoyados en una “plataforma de observación” en el techo, como contemplativos dioses desde el cielo. Ahora, Talese –con autorización de Foos, ya protegido por el vencimiento de ciertas conductas delictivas– decidió contar la historia que no incluye sólo a cuerpos yacentes sino a supuesto pero no verificado cadáver estrangulado en vivo y en muerto y en directo y que Foos decidió no denunciar por miedo a ser justamente condenado.
Y todo más o menos bien hasta que un periodista de The New York Times detectó imprecisiones y contradicciones y mentiras en el relato de Foos y, ah, Talese avergonzado y desvinculándose del libro primero para reconsiderar luego su decisión. Y más de uno frotándose las manitos ante la visión del ídolo caído quien meses atrás tuvo la inconciencia o la sinceridad de afirmar que no había sido influenciado o inspirado por ningún escritor o redactor del sexo opuesto (porque las mujeres no se sienten cómodas hablando con extraños o algo así) y truenos y rayos.
CINCO Sí, Talese –quien no entrevistó a un Sinatra acatarrado para mostrarlo mejor que nadie contando cómo no pudo entrevistarlo, y quien en alguna ocasión postuló que nunca grababa nada por temor a que las palabras exactas le arruinaran una cita perfecta– recibiendo un largo y amargo trago de su propio medicina.
Más allá de la anécdota y la circunstancia, la pregunta es tan inevitable como precisa: ¿es un buen libro El motel del voyeur con sus páginas y páginas transcribiendo la prosa más bien torpe del megalómano Foos? O, si se prefiere, ¿merece El motel del voyeur ser parte del canon talesiano? La respuesta para Rodríguez es no y no; pero aún así, para Rodríguez, sigue siendo un libro de y por Talese.
Un reseñista, a la hora de disculparlo o justificarlo, tuvo el acierto de comparar a El motel del voyeur con alguno de esos álbumes de Bob Dylan que, en el momento de su lanzamiento, casi todos encuentran insoportable o incomprensible para, con los años, ascenderlo a la categoría de fascinante o imprescindible.
Y, sí, algo de eso hay, algo de eso habrá.
Y ahora que lo piensa –como para enjugarse el sabor amargo de su boca con una de esas botellitas de Listerine que uno se encuentra en los baños de ciertos hoteles– Rodríguez se dice que no estaría mal que Talese (trajeado e impoluto; más cerca de ese otro mirón que fue Jay Gastby que de ese Willy Wonka que es el onomatopéyico y tanto más payasesco en su look y prosa Tom Wolfe) consiguiera o no consiguiera entrevistar a Bob Dylan. Ese cantautor de quien (aunque a Rodríguez le importe poco y nada Dylan; pero de tanto en tanto Rodríguez c’est más o menos un poquito moi) se dice que fue en sendas habitaciones de hotel donde primero escribió “Sad-Eyed Lady of the Lowlands” y luego encontró a Cristo.
No importa que Dylan esté con gastritis.
Pero que Talese lo cuente para que Rodríguez y los talesianos lo espién con sus ojos.
Ojos que no vieron bien antes para recién creer después.
Ojos que, por una vez, apenas miraron.