Qué podemos decir. Bajar los brazos. No creer. Llorar por la Tierra y sus hijos. Llamar a los estadounidenses por su verdadero calificativo. Maldecir hasta el fin de los siglos al señor presidente Truman y al secretario de Defensa, Stimson. Los norteamericanos llevarán una culpa ilevantable por los siglos de los siglos. No se los podrá perdonar jamás. Los turcos mataron a un millón de armenios a cuchillo limpio: niños, mujeres y hombres. Fue tanto el horror que uno ve a un turco y cree descubrirle un cuchillo ensangrentado en las manos y una sonrisa cínica en el rostro. Sus gobiernos jamás pidieron perdón por sus cobardes crímenes.
Acaba la humanidad de descorrer el telón del Holocausto. La muerte científica masiva ideada por el nazismo alemán: la muerte en cámaras de gas. La suma crueldad, de la maldad, de la perversión. También: niños, mujeres, hombres. Se aprieta una válvula y ya está: se mata al otro ser que no es igual, por pura superficialidad, por interpretar mejor la palabra maldad. Por la obscenidad de dar satisfacción a los bajos instintos, por la superficialidad de obedecer órdenes.
Y ahora esto que ya es lo inimaginable. Una ciudad, Hiroshima, vive y de pronto un rayo del cielo les confirma que están todos muertos. Destruidos hasta la última célula. No existen más; borrados.
Los nuevos SS son ahora los científicos y los pilotos de un avión que llevó –casi divirtiéndose– el rayo mortífero y lo lanzó en el centro de una ciudad. En la telefoto, se ve a los aviadores de regreso sonriendo a la norteamericana, como Robert Taylor o Clark Gable en el cine. Están junto a la carlinga del “Enola Gay” como quien hubiera ganado un campeonato olímpico. Junto a ellos están miles y miles de muertos sin sombra. Así de sencillo es cambiar la moral, la ética que les enseñaron en sus iglesias católicas, protestantes, metodistas. Luego cantaron a coro un agradecimiento a nuestro señor Jesucristo.
En Hiroshima habían matado definitivamente a la vida. La ciencia utilizada para matar. Einstein, qué desgraciado, para qué habrá nacido si se usó todo su saber para lo contrario de lo que él soñó tanto.
Nada quedó en un segundo. Cayó el rayo y el niño por nacer, en el vientre de su madre, quedó suelto, dando vueltas, mientras su madre ya era ceniza; el niño debe haber nacido de pronto y ya sus ojos quedaron obnubilados y ya secos y ya cenizas. El asesinato de la inocencia. Las adolescentes que pensaban cómo iban a besar esa tarde en el parque quedaron con los labios entreabiertos por donde pasó el fuego que las convirtió en nada y en nadie. Mister Truman toma un whisky con sus generales; están plenamente satisfechos. La guerra está ganada. Para el cataclismo necesitó apenas mover el dedo y sonreír a la prensa. Harry Truman, el rey de los verdugos. Apenas con un dedo, la muerte de ochenta mil, de cien mil, de doscientos mil, qué importa. La muerte ya está allí entre ruinas quemadas que no soportan ningún hueso humano, ninguna calavera. Jamás se encontrará la calavera de una abuela, ni de una maestra, ni de un poeta. A todos los quemó Harry Truman por intermedio de sus pilotos. Truman concurrirá a una Acción de Gracias. Los sones del órgano le darán estatura de héroe y de hijo predilecto de Dios. Y el pueblo norteamericano se tranquilizará y los padres hablarán a sus hijos sobre la bandera de las barras y estrellas.
Los desesperados de la moral y la ética se preguntarán si no había otra manera. ¿Por qué no se habló claramente? ¿O no se llamó a una asamblea mundial, o se mostraron los efectos de la bomba en el desierto y se dio un plazo al enemigo para que comprendiera que el único camino que le quedaba era la rendición incondicional para salvar lo más preciado: las vidas humanas. No, Truman decidió con una crueldad máxima primero la bomba, después vamos a hablar. Doscientos mil muertos para que aprendan a razonar. Total son amarillos.
Se hubiera podido enviar un ultimátum a Tokio diciendo que se evacuara Hiroshima porque en veinticuatro horas se iba a lanzar un arma fulmínea que iba a hacer desaparecer a todos los habitantes. Nada se hizo, la piedad no valía nada. Si Estados Unidos ya estaba absolutamente seguro de que la guerra estaba ganada. No. Primero quiso experimentar para ver si resultaba el arma poderosa que cambiaría la política de todo el mundo. Se decía que esa arma, después del experimento de Hiroshima iba a traer la paz eterna. Pero lo que va a traer es sólo el poder omnímodo para el país del Norte.
¿Qué va a hacer la humanidad con esos muertos? Asesinados con absoluta impunidad. Después de Hiroshima ya no es necesario leer la Biblia. Truman, cuando supo los resultados fue al templo a orar. Dicen que al entrar tuvo la actitud de quien entra en la eternidad, de quien se siente protagonista de un oficio divino. Mientras, la bomba atómica seguirá comiendo célula tras célula con sus radiaciones atómicas. Todo aquel que haya estado cerca o se atreva a entrar a esa zona maldita correrá la suerte de quienes recibieron el rayo en los ojos. El cáncer y los daños genéticos vendrán montados con los caballeros de la muerte que recorrerán por años la zona maldecida por el Dios yanqui.
¿Por qué la bomba, es la pregunta, si los japoneses ya se estaban por rendir? Fue una especie de gustazo final. Un mostrar al mundo y principalmente a los comunistas: ojo, vean lo que tenemos, Dios, como siempre está con nosotros. Japón se merecía perder la guerra por la agresión efectuada en Pearl Harbor. Pero la humanidad, principalmente los niños y los adolescentes y las flores no merecían el fuego del castigo del dios americano. Fue algo gratuito que satisfizo a quienes se sienten dueños del mundo y ejercen la pena de muerte como algo natural.
La clase constituida de ese país violento encontró enorme satisfacción. Era la Justicia de Dios que viajó en un avión americano. El “Enola Gay” llevó la mano del castigo. No había que lamentar nada. Era el triunfo de los justos. Ellos fueron nada más que los ejecutores de la voluntad de Dios.
Quien repase la historia de la eliminación de los habitantes naturales de Estados Unidos verá que no hay ninguna diferencia –salvo en el método– con la política racial de Hitler. Se mataba a un piel roja con la misma decisión y asco con que se exterminaba a las víboras venenosas. Y esto no fue sólo en Estados Unidos, véase la misma política en los españoles que conquistaron las tierras del sur, y también la política de los gobiernos independizados. El caso argentino, con la llamada “conquista del desierto” es un caso notorio que todavía hoy la sociedad argentina se niega a revisar.
Ojalá que Hiroshima sirva de ejemplo para que nunca más se ataque con tanta saña e irresponsabilidad a poblaciones civiles. Nunca más la muerte desde el cielo. Es el crimen de lesa humanidad más oprobioso.
*Esta nota fue publicada originalmente en Página/12 del 6 de agosto de 2005. El historiador y periodista Osvaldo Bayer fue columnista de este diario hasta el día de su muerte el 24 de diciembre de 2018 .