Querida Florence:

No puedo parar de escribirte, recorrer tu vida es una pasión. Ya es la cuarta carta que te escribo. ¿Te acordás que en la última hablábamos de cómo desafíaste muchos mandatos para dedicarte a los cuidados?

Retomo el hilo de tu historia. En 1953 habías encontrado tu primer trabajo “importante”, te nombraron directora de un sanatorio para señoras de la alta sociedad, en el cual demostraste ser una gran administradora. En la actualidad, si preguntas a quienes trabajamos en el asistencial, en la atención directa de “pacientes” (sí, tristemente lxs continuamos llamando así y lamentablemente continúan siendo “pacientes”), qué pensamos de quienes ocupan puestos de gestión como jefaturas o supervisión, te vamos a decir que, salvadas excepciones, no lo hacen porque les interese la administración, lo utilizan como una vía para incrementar sus salarios, obtener mayores beneficios (en torno a tener un turno fijo, franco los fines de semana, y no trabajar en las fiestas). No es fácil trabajar durante muchos años en el asistencial, los horarios rotativos, la necesidad de tener doble empleo o hacer horas extras para poder llegar a fin de mes va generando un desgaste, y muchas veces la huida a esos lugares es una estrategia de supervivencia. Les sirve también como una forma de diferenciación, lo vemos en la estética de la indumentaria y en la autopercepción, ya que esas personas se mencionan como jefxs, supervisorxs o docentxs, no como enfermerxs. Es una forma de llegar a ser “un poquito más” dentro de nuestra profesión precarizada. Pero seguro vos estabas dentro del grupo de excepción apasionado, que lo hizo por/como un desafío personal y un compromiso con la profesión.

Buscabas otras aventuras y por eso en 1854, en una hazaña sin precedentes, para el ejército y para las mujeres, partiste con un grupo de enfermeras a tu cargo a la guerra de Crimea, en donde la situación de la salud de los soldados era crítica. No iba a ser fácil poder “dialogar” con la hegemonía médica, por esto te sometiste a su autoridad y lo que hiciste fue ir implementando progresivamente medidas que modificaran la cotidianidad: instalaste un lavadero, trabajaste para mejorar la calidad de los alimentos, para reformar la limpieza, la ventilación, y reducir el hacinamiento. Prestabas tus manos a los soldados para que pudieran escribir las cartas a sus familias, les ayudaste a resolver sus cuestiones económicas, creaste juegos y salas de lectura. Y por las noches hacías largas recorridas para evaluar a los enfermos, brindando un cuidado ininterrumpido. Ya ganado el respeto y alcanzando una reputación (que llegó hasta conseguirte la simpatía de la reina), volcaste el reconocimiento personal en la profesión, comenzaste a luchar por modificar las condiciones de los centros de asistencia para disminuir la mortalidad de los soldados. A tu regreso creaste una comisión de investigación, sistematizaste las estadísticas de los datos epidemiológicos estratégicamente en lo que se conoció como el “diagrama de la rosa” (no fuiste la primera en usarlo, pero oficiaste de importante promotora) dejando en evidencia que durante la guerra habían acontecido más muertes por enfermedades relacionadas a las condiciones sanitarias que por el enfrentamiento en el campo de batalla, y reclamaste por la educación de los soldados y el personal médico. ¿Fue todo tan así como dicen? ¿O sólo tuviste, al ser famosa, la oportunidad de que existiera un registro de cada uno de tus pasos? Menciono esto pensando en Betsi Cadwaladr, con la cual tenían distancias en edad, clase social y perspectivas. También lo hago recuperando a la jamaiquina Mary Jean Seacole, cuyo “olvido histórico” se debió a lo que llaman una “cuestión racial”. Con ambas compartiste trinchera en la guerra de Crimea, pero con ellas la profesión se tomó un largo tiempo para brindarles un justo reconocimiento.

Revisando tu historia me queda claro que la única persona que podría ganarse el “florence-nightingale-de-oro” sos vos. Perdón si abundo en críticas, espero puedas entenderlas como un profundo gesto de amor.

Sé que es un tema delicado, pero no me gustaría esquivarlo, dicen que falleciste mientras dormías, ¿cómo se siente morir sin darse cuenta? No te asustes o te alivies, no estamos llegando al término de esta ¿conversación? Como veras soy muy charleta. Quería escapar a “lo cronológico” y a que las últimas palabras estuvieran relacionadas con la pérdida material de tu existencia. Hay una versión romántica que dice que tu cuerpo no fue el mismo luego de tu participación en la guerra de Crimea. La mirada científica habla de Brucelosis o alguna afección neurológica o autoinmune. También hay quienes dicen que con el tiempo fuiste desarrollando un cuadro depresivo. Sea como fuere, te sostuviste estoica en tu cuerpo durante 90 años (no sé si eso estuvo bueno o no). Sobre el final, ¿estabas conforme con tu vida y con tus aportes? Transitando tus últimos días, ¿sentías que habías sido una “buena” enfermera?

Durante muchos años esa pregunta moral me perseguía. Se la escucha mucho entre pares. Con Luciana Tavella, colega y amiga, sentíamos una suerte de exigencia permanente por llegar a ser “eso” en lo que de alguna forma vos estabas metida porque sos algo así como el modelo internacional a seguir, y sin saber bien de que se trataba la cosa intentábamos serlo. Durante mis primeros años creo que respondí a lo que el resto demandaba, primaba la obediencia silenciosa a lxs superiorxs y una suerte de entrega: lo más importante (por sobre mí mismo) eran lxs pacientes. Me llevo tiempo darme cuenta de algunas cosas. Habitualmente para el mundillo enfermeril es buen enfermerx quien trabaja “sin chistar y haciendo un poquito de más”, quien asciende jerárquicamente, quien acumula títulos, quien se especializa. Y yo estaba interesadx en poder correrme de lo individual para hilvanarme en lo colectivo. En parte la culpa la tuvieron Deleuze y Guattari, y su noción de micropolítica. Me ayudaron a ver que podía haber un continuum entre ese fragmento de mi identidad que iba a las marchas siendo parte y acompañando los reclamos sociales, y esa otra parte que trabajaba en salud. Podía tensionar la realidad desde mi cotidianidad y mi profesión, y por eso empecé a explorar líneas de fuga en torno a los géneros de la violencia. La cosa no fue fácil, quienes intentamos hacer estos movimientos nos encontramos con muchas estructuras en contra: el techo del estereotipo profesional (del que ya te vine contando), junto a los determinantes que se proyectan desde las ciencias de la salud, que sigue siendo biologicista y cisheteropatriarcal, menuda palabra, no te asustes, sólo diré que nos hace falta interpelar las ciencias de la salud desde una perspectiva feminista y disidente, si te llega a interesar la próxima vez que escriba (si es que me das tu permiso) puedo adjuntarte impreso un material muy interesante de la filósofa argentina Diana Maffía titulado “Epistemología feminista: La subversión semiótica de las mujeres en la ciencia”. Seguro te va a resultar de interés. A lo que iba es a que fui mutando, trasgredí (sin darme cuenta) algunos mandatos y empecé a dejar de obedecer, empecé a reclamar y como te imaginarás fui perdiendo méritos para ser buena enfermera. 

Confieso que he cambiado, lo único que persiste intacto es mi deseo de continuar trabajando dentro de la Salud Pública. Ahora me nutro de referentes más del orden de la ficción y más políticamente incorrectxs, como la colega de la serie Nurse Jackie, o el personaje de Belize, de Ángeles en América. Debo confesarte que después de 15 años de hacer el papel de enfermerx, tengo algo de cansancio. Porque verás, no sé si a vos te habrá pasado también mi querida Florence, pero para la mayoría de quienes trabajamos en el cuidado, el trabajo no termina dentro de nuestra jornada laboral, se extiende en nuestros grupos de afecto, en donde también asumimos ese rol, nos cuesta decir que no e incluso nos cuesta dejarnos cuidar. Como dice mi colega y amiga Clara Sartori: “No sé si soy así porque soy enfermera, o porque soy enfermera soy así”.