El 6 de agosto de 1945 se soltó la primera bomba atómica sobre Hiroshima. Al tercer día no resucitó nadie: se soltó la segunda atómica, sobre Nagasaki. Dos bombas ¿preventivas?, dos escarmientos ¿pacifistas? Más de 260 mil muertos en un par de ratitos: el equivalente en vidas a 88 Torres Gemelas.
Con aquellos 6 y 9 de agosto, ¿empezó una nueva Era? La condición humana ¿subió al menos un escalón? ¿El respeto al diferente superó a la tolerancia? ¿Desarrollamos algo más que el músculo de la hipocresía? En fin: más allá del prodigioso crecimiento de ciencia y técnica, ¿conseguimos que guerras y enfermedades endémicas y hambrunas y genocidios y analfabetización dejaran de ser inevitables costumbres humanas?
Venimos cumpliendo años, pero en lo primordial, ¿hemos crecido? No hay caso: siempre asoma impúdico el desfasaje entre la evolución científica y el cretinismo moral. Nada aprendimos del atroz genocidio judío, nada del ninguneado genocidio armenio. Los genocidios preventivos no cesan. Pedaleamos sin cadena. Mientras tanto, suicidamos al planeta.
Asistimos a la Era de los eufemismos. Nuestra historia después de la Segunda Guerra Mundial explícita, podría ser contada eslabonando eufemismos. Somos unos hijos de los eufemismos desalmados, tales como: Daños colaterales, Misiles inteligentes, En situación de calle, Racionalización de personal, Departamento de Relaciones humanas, Guerras preventivas, Analfabetismo (por analfabetización). El colmo del cinismo se consagra cuando a la insoportable tortura se la nombra como Interrogatorios exigentes.
Naturalizados por los medios de (des)comunicación, los eufemismos amortiguan, minimizan, caretean, licuan, absuelven a las atrocidades y a la globalización de la esclavitud. Son los eufemismos la forma más vaselina de la impunidad. Las asesinaciones masivas, en Hiroshima y Nagasaki, fueron informadas al mundo con eufemismos contenidos en frases campantes: Tuvimos que soltar la bomba –dijeron– “para conseguir la paz antes”. La frasecita justificó y encima absolvió una bomba, y otra más. Las conciencias de la condición humana se amortizaron.
¿Y quiénes consumaron la barbarie? No fueron monstruos; esa denominación los absuelve: fueron seres humanos… Cuando llegan noticias de asesinos seriales que en colegios de EE.UU. se despachan a decenas de compañeros, brota la pregunta: ¿cómo, cómo es posible? Es posible porque emergen de una sociedad que asimiló el eufemismo de aquellas bombas con una naturalidad que hoy les hace encarnar la paranoia en ideología. A la matanza en una cervecería la caratulan “incidente crítico”. Un personaje borgiano diría: “Cosa de muchachos.” La paranoia desmadra. Apogea el cinismo.
Revisemos detalles de aquellos bombazos sobre Hiroshima y Nagasaki, dos ciudades inermes. A las bombas las “soltaron” no las “arrojaron”. Los autores no carecían de ternura: las bombas fueron bautizadas “Little boy” (Pequeño niño) y “Fat man” (Hombre gordo). Al avioncito que transportó la hazaña se lo bautizó “Enola Gay”, en homenaje a la madre que parió al piloto. Al padre lo olvidaron.
Seres derechos y humanos, sin duda. Y ahí tenemos a Charles Donald Albury, el copiloto del bombardero que consolidó el escarmiento pacifista en Nagasaki. El muchacho posa rozagante, sonriente, bonachón. Joder, ¡qué cara de pelotudo feliz tiene!
El episodio atómico tuvo otros rasgos humanitarios. Por ejemplo: se había elegido a Kioto como blanco para la primera atómica, pero el Secretario de Guerra, Henry Stimson, amaba a Kioto: en Kioto había relinchado su luna de miel. Ese recuerdo salvó a Kioto de ser calcinada. Se eligió a Hiroshima como blanco, a las 8.15, tempranito, porque era “más conveniente en términos publicitarios.”
Tras esto, ¿a qué le llamamos civilización? Nuestra condición humana está pendiente. Hiroshima y Nagasaki siguen crepitando. Moralmente, somos un paupérrimo simulacro.
Nos cuenta Johsie, una sobreviviente
Pronunciamos Hiroshima, y suena lejanísima. Para acortar esa distancia que lleva a la indiferencia activa, comparto ahora unas líneas de un reportaje que le hice a una sobreviviente de Hiroshima. La entrevisté hace 38 años en su casa de Vicente López. Escuchemos a Yoshie Kamioke en su empeñoso castellano:
–“Yo tenía 17 años y cayó boma. Bomba Hiroshima 6 agosto, cumpleaños mío 10 agosto. Pasé el cumpleaños durmiendo. La bomba me había cansado mucho el cuerpo. Recuerdo ese día y duele corazón. Esa mañana salgo para oficina, tranvía no viene, camino 45 minutos, llego a la estación y ruido de avión ¡y bomba! Estaba yo a veinte cuadras, pero cuando cayó bomba no sentí dolor, no sentí nada. Pobre Hiroshima mía. Bomba sin ruido. Bomba como viento fuerte, viento con rayo, resplandor amarillo. No escucho ruido, sólo viento y mucho amarillo y día es noche. Todo oscuro, gritos ¡auxilio! Me levanto, mi cuerpo chiquito pesa muuucho. Busco mi casa. De mi ropa sólo blusa blanca queda sana. Cara arde, no sé que falta mucho pelo en cabeza. Camino y caigo, veo gente desnuda y con pelo todo blanco. Yo muy cansada y asustada, yo poquito tonta. Tres horas y llego a casa. Garganta y ojos arden, pero más siento cansancio. No puedo tragar agua. Mi madre saca la blusa con tijera, me acuesta. Vienen moscas y mi madre pone tul. Duermo cincuenta días, hasta que me levanto. Y sigo viviendo yo…”
Yoshíe Kamioke tenía 29 años al llegar a la Argentina. Me dijo con orgullo: “Pero hoy Hiroshima lindo, con flores, con árboles. Cuando la muerte cierre mis ojos, el recuerdo de bomba terminará…”
La conversación con Yoshie sucedió en una mañana soleada, de pleno invierno. Por momentos Yoshie pensaba en voz alta:
– “¿Por qué la guera? Con guera mueren hijos… gente sorda sin brazos sin piernas, gente ciega. Con guera sólo feliz la muerte.”
Posdata. Estamos sembrados de misiles “inteligentes”, de hambrientos analfabetizados. ¿Cómo resistir la lógica irreparable de los gerentes del planeta? Aprendiendo por fin que nada hay menos liberal que el autodenominado (neo)liberalismo.
La memoria no es retroceso, semilla futuro. Quienes “hacen feliz a la muerte” no descansan ni en los días de guardar. Ojo al piojo: los Bolsonaro y los Trump se reproducen a rajacincha porque la paranoia se volvió la más eficaz de las ideologías. A merced de la desatada absurdidad, el planeta (con nosotros encima) va camino de convertirse en una Hiroshima, en un puñadito de indefensas cenizas envueltas en el celofán de los eufemismos que ni el viento se llevará. Cenizas nosotros, cenizas el planeta.
Salgamos de la indiferencia activa. Madremía madretuya madrenuestra, que estás en la Tierra.