“Nos gustaba la casa porque (…) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.” (Cortázar, 2014, pág. 1)
Recuerdo la sorpresa con la que afronté, aquellos días de marzo, la noticia de las medidas de aislamiento preventivo por la pandemia. Hablo de sorpresa como aquel que reniega reconocer algo que se presenta ahí presto a ser visto: algunos días antes del establecimiento de la medida ya se había hecho presente el mismo estupor al encontrarme con el encierro en otros países. “No me vendrían mal quince días en casa”, pensé. Claro que con la noticia ya en puerta caí en la cuenta de que a mí, como a tantas y tantos otros “trabajadores esenciales”, no me tocaba. El entrecomillado va en consideración de que el recorte, como todos los recortes, es azaroso y bien podrían darse otras construcciones posibles: en el escenario de aislamiento quizás un librero podría ser considerado “esencial” para algunas personas.
Más allá de esto, no todos los trabajos que despliego se enmarcaron en esta categoría, tal es así que algunas actividades, como las funciones académicas, pude continuarlas desde mi residencia. Es decir, la situación conllevó a que las personas transitemos el día con mucha mayor frecuencia que antes en casa, produciéndose así una transformación abrupta de los tránsitos por los espacios.
Mientras que la cotidianeidad en la sociedad posmoderna tiende a caracterizarse por la circulación por numerosos espacios en los que, en ocasiones fugazmente, nos tropezamos con un sinnúmero de personas, el aislamiento ha interrumpido abruptamente esos semblantes cotidianos a través del imperativo de habitar la casa.
En este sentido, la posmodernidad con el auge del consumismo, los cambios permanentes, los intercambios veloces y la insistencia en la instantaneidad, demarcan una vorágine cotidiana en la que el tránsito ininterrumpido y fugaz signa la existencia. Esta ferocidad de la posmodernidad parece contraponerse a los tiempos que la preceden: la sociedad moderna, con el eje puesto en el trabajo, ofertaba cierta estabilidad en las relaciones y sensación de continuidad en la idea de una temporalidad a largo plazo (Bauman Z. , 2007).
De esta manera, las medidas de aislamiento parecen haber contrariado esta perspectiva veloz de los tiempos posmodernos que corren. En contraposición con esta lógica imperante, la casa podría pensarse como un espacio familiar y constante, como aquel lugar donde las cosas que suceden importan significativamente. Se encuentran consignados en sus rincones los derroteros de nuestra historia: las personas que han dejado huella vociferan su presencia en las fotos, los libros que hemos leído, las piezas sin sentido del recuerdo (sin sentido utilitario), como aquella mujer tallada en madera recuerdo del viaje que hicimos una vez.
En el derrotero de la vida cotidiana posmoderna, los rincones de la casa vacía descansaban perezosos por horas hasta la irrupción tardía de sus “habitantes” que volvían a refugiarse de la noche. Los muebles se regodeaban de su desorden sin inquietarse por la mirada curiosa de aquellas y aquellos que tenían prisa para detenerse a ver.
Una vez declarado el encierro, me deslizo por la casa y me detengo en una hamaca que descubro en el patio. Ante el viento templado del mediodía observo a mi hija e hijo correr en derredor.
Habitamos nuestra casa actualmente en un tiempo otro, en una temporalidad nueva, con una presencia inusitada y la caída abrupta de los otros espacios de circulación. Recuerdo los primeros días de la medida cuando, en ocasión de dirigirme al trabajo, me encontraba con los paisajes desolados, me encontraba con nada. Aparece, así, una sensación, un estado, que podemos definir como ominoso. Una extrañeza que acompaña este nuevo escenario y que podemos considerar en distintos registros.
Por un lado, la pandemia con su replicación en los innumerables medios de comunicación nos confronta, como refiriera Freud, a la aparición de aquella mortalidad a la que nuestro inconsciente concede tan poco espacio de representación (Freud, 1976, pág. 241).
Al mismo tiempo, la estrategia del encierro como abordaje ancestral frente a la peste pone en tensión la creencia positivista del progreso en ciencia. Pareciera insólito, con las promesas de control pronunciadas por ciertos sectores de la ciencia, con ofertas de mutaciones genéticas, biológicas y farmacológicas de diversa forma y fin, que la enfermedad nos encuentre inermes y desvalidos, sin más recurso que aquel usado antiguamente para otras tantas pestes.
Esta caída de los semblantes cotidianos así como de discursos propios de ciertos saberes científicos, irrumpe la vorágine diaria que nos compele a continuar acríticamente.
En este escenario, resulta notable el caudal de “recomendaciones” que discurría por los diversos medios, invitando a “aprender” a sobrellevar el aislamiento. Recomendaciones al modo de recetas universales que, si nos detenemos en ellas, nos incitan a perpetuar un ritmo vertiginoso, no detenerse: hacer ejercicio, organizar una rutina, continuar con la actividad.
Continuar la vida veloz y despreocupada. No vaya a ser que esta pausa nos invite a la interrogación: ¿continuaremos en la pospandemia imbuidos en la urgencia que el discurso capitalista nos ofrece? ¿O los avatares de la historia nos llevarán a construir otra cotidianeidad?
Quizás sea pronto para considerar las transformaciones que vendrán. Lo que sí podemos decir es que estos tiempos no pasarán sin más. Tal vez sea momento de comenzar a inventar nuevas formas desde el caos.
María Eugenia Padrón es psicoanalista. Trabajadora de salud pública. Docente e investigadora.