La humanidad está en medio de una pandemia y no hay vacuna. No es la primera vez que ocurre, dado que pandemias y enfermedades existen desde hace milenios.
Recién en 1796, Edward Jenner, un inglés, aplicó la primera vacuna contra la viruela. La viruela era endémica y mataba a una quinta parte de los contagiados. El genio de Jenner fue ver que los que ordeñaban vacas, adquirían una enfermedad inocua, con granitos en las manos y poco más. Observó, también, que después esta gente no se contagiaba de viruela.
Su idea fue simplemente frotar el pus de los granos en gente sana, para que adquirieran tanto la enfermedad inocua, como la inmunidad a la viruela mortal. Por su origen vacuno, el método se bautizó “vacunación”. Jenner mismo eligió el nombre, en inglés, “vaccination”. No deriva del nombre inglés de la vaca, sino del nombre latino “vacca”. Para los ingleses de la época, el latín era elegante y “científico”.
Jenner no estaba solo, otros tuvieron ideas parecidas, pero él fue de los más decididos defensores del método. Le tenía fe y para demostrarlo vacunó a sus hijos. Ya que no existían vacunas, nadie había desarrollado salvaguardas para probarlas.
De hecho, no se sabía cuál era el mecanismo de la inmunidad, tampoco se conocía el agente de trasmisión, por lo que la primera vacuna se encontró en forma puramente empírica.
Otro hito empírico fue dado por un segundo médico inglés, John Snow, durante la epidemia de cólera de 1831-1858 en Londres. Snow notó que los casos estaban concentrados en algunas zonas y, para entender mejor, elaboró un plano con las casas donde vivían los enfermos. Descubrió que se agrupaban alrededor de una de las bombas donde se extraía el agua de beber, en el Soho, barrio sin agua corriente en la época. Dedujo que el agua estaba contaminada.
La hipótesis usual era que la enfermedad se trasmitía por el aire, pero finalmente se reconoció la importancia del agua limpia para la salud de una ciudad. Fue el primer estudio epidemiológico, aunque todavía no estaba claro cuál era el agente de trasmisión.
Este punto, lo descubrió uno de los grandes genios de la humanidad, Louis Pasteur. Pocos recuerdan en detalle lo que hizo Pasteur, a pesar de las plazas y calles con su nombre. Una de las muchas cosas que hizo fue descubrir una vacuna contra la rabia, pero también explicar los mecanismos de contagio y los agentes responsables. En el camino produjo una revolución sobre cómo concebimos los orígenes de la vida.
Existía la idea de que los organismos más simples surgían espontáneamente, de la nada. La “generación espontánea” parecía cosa de sentido común, porque la comida criaba hongos, los charcos se llenaban de mosquitos o de renacuajos y aparecían gusanos en la carne podrida, aparentemente de la nada.
Pasteur había estudiado la fermentación del vino y llegó a la conclusión de que las levaduras eran bacterias vivas que producían la fermentación. Por eso era muy consciente de la importancia de estos seres indetectables en los procesos químicos y vitales. Ya desde unos 200 años antes, con los primeros microscopios, se conocía la existencia de amebas y seres vivos no visibles a simple vista.
Aparte de Pasteur, había médicos y científicos que cuestionaban la generación espontánea. Existía una controversia hasta religiosa, porque los partidarios de la generación espontánea sostenían que la vida surgía por generación divina, no por causas puramente naturales.
Pasteur era católico practicante, pero la evidencia lo inclinaba a negar la generación espontánea. En contra de los colegas que aconsejaban prudencia, se lanzó de lleno a la controversia. Hizo una serie de experimentos ingeniosos, pero la prueba crucial fue hervir un caldo de nutrientes para matar toda vida presente. Luego, lo mantuvo en un recipiente de vidrio abierto al aire, pero a través de un conducto curvo. El aire entraba o salía, pero el polvo, bacterias, esporas o los microorganismos del aire quedaban acumulados en la parte inferior de la curva. Así, el caldo de cultivo no desarrollaba vida. Pero en cuanto se dejaba que el polvo entrara en el frasco, inclinando el conducto, al poco tiempo se detectaba la descomposición del líquido del recipiente.
La idea tuvo gran importancia médica. Se empezó a insistir en la esterilización de manos e instrumentos quirúrgicos y bajó mucho la mortalidad por infecciones. Toda una revolución científica que instauraba un nuevo paradigma: toda vida desciende de una vida anterior. La teoría de la evolución de Darwin (y Wallace) encaja bien con esta visión, pero Pasteur, por convicción religiosa, nunca aceptó que el ser humano fuera parte del reino animal. De todos modos, considerar la trasmisión de las enfermedades por microorganismos no es estrictamente contradictorio con la religión y Pasteur utilizó esta idea de forma genial.
Primero estudió enfermedades de pollos y ganado, así descubrió que preparados de los agentes patógenos que habían sido debilitados, producían inmunidad frente a la enfermedad. De este modo, produjo vacunas para el ántrax, una enfermedad que hacía estragos en vacas y ovejas.
La rabia o hidrofobia es una enfermedad animal que, a menudo, se trasmite por mordeduras de perros infectados que desencadena síntomas muy cruentos en el ser humano, incluso la muerte. Pasteur se puso a estudiar la enfermedad y, después de un trabajo considerable, produjo la primer vacuna contra ella. Un hito sumamente importante ya que, conocido el mecanismo de trasmisión y una estrategia para desarrollar vacunas, desde entonces se produjeron vacunas para muchísimas enfermedades. La viruela fue erradicada definitivamente en 1980 y muchas epidemias que en el pasado eran mortíferas se encuentran controladas.
Por supuesto, nunca estamos a salvo, la SARS-CoV2 nos lo demuestra, aunque cada crisis trae enseñanzas. El esfuerzo actual, y sin precedentes, de búsqueda de una vacuna está desarrollando nuevos métodos que serán útiles contra otras enfermedades. Mientras tanto, solo queda cuidarnos evitando la trasmisión y circulación del virus.
*Javier Luzuriaga es soci@ de Página/12 y físico jubilado del Centro Atómico Bariloche- Instituto Balseiro.