Aquella noche del domingo 7 de agosto de 1960, una triste noticia conmovió las redacciones de los grandes diarios porteños y obligó a interrumpir las programaciones de las radios: había muerto de un infarto fulminante un ídolo popular. Una gloria del deporte nacional, acaso el fundador del boxeo. La partida de Luis Angel Firpo sacudió al país como suelen hacerlo aquellos privilegiados que han logrado meterse en el alma popular. Firpo fue muy grande y no solo por haber sido un gigantón de 1,94 metros de estatura y más de 100 kilos de peso. Firpo fue un mito en vida y lo sigue siendo a 60 años exactos de su muerte. Acaso, el primer gran ídolo deportivo de la Argentina.
El boxeo estaba prohibido en la ciudad de Buenos Aires desde 1892 y aunque en 1915, Jack Johnson, el campeón mundial de los pesados, se presentó en el tattersall del Hipódromo de Palermo para hacer tres peleas de exhibición y en 1920 se fundó la Federación Argentina, nada hubiera sido igual si Firpo no se hubiera subido a un buque de carga en 1922 para hacer lo que nadie antes se había atrevido: tratar de llegar a una pelea por el título mundial de la máxima categoría. Lo hizo por las suyas, a su manera. Sin estilo ni ciencia, a pura potencia y guapeza.
Noqueó a cuatro de sus primeros cinco rivales, y entre 1922 y 1923 enhebró 11 triunfos antes del límite en 13 peleas. Cuando el 14 de septiembre de 1923 Jack Dempsey le dio la oportunidad por el campeonato del mundo, ante 85 mil espectadores en el Polo Grounds de Nueva York, Firpo ya se había metido la Argentina en sus puños y ya era el “Toro Salvaje de las Pampas”, el apodo eterno que le endilgó Damon Runyon, un periodista estadounidense asombrado del poder de sus manos y de la fiereza de su acción.
Buenos Aires no durmió aquella noche. Tampoco los pueblos y barrios circundantes. Julio Cortázar, en su libro La Vuelta al Día en 80 mundos, recordaba a toda su familia reunida en su casa de Banfield en torno de uno de sus tíos que, con auriculares, trataba de escuchar trabajosamente una radio bonaerense, en la que un locutor leía los cables que las agencias informativas emitían desde el borde mismo del ring neoyorquino.
En Corrientes 1066, donde hoy se levanta el Obelisco, dos jóvenes soñadores, Ismael Pace y José Lectoure, recaudaron 820 pesos pasando la retransmisión radiofónica de la pelea en un viejo Luna Park sin techo. Y en la Avenida de Mayo, Natalio Botana, el omnipotente dueño del diario Crítica, hizo instalar dos potentes reflectores en la terraza del Pasaje Barolo, por entonces el edificio más alto de la ciudad. Si se encendía la luz verde, Firpo había ganado y era el nuevo campeón del mundo. Si brillaba la luz roja, había perdido. Al final de la noche, un halo escarlata tiñó de desazón a los miles de porteños que miraban al cielo: lo habían noqueado al nuestro en el 2º round.
La llamada “Pelea del Siglo” duró tres minutos y 57 segundos que todos los argentinos alguna vez hemos visto. Aún hoy está considerada una de las tres más vibrantes de toda la historia del boxeo mundial: Firpo cayó nueve veces y Dempsey dos. Cuando un terrible mandoble de derecha lo lanzó fuera del ring en el épico primer round, el periodista del New York Tribune Jack Lawrence y el telegrafista de la Western Union Perry Grogan, pellizcaron las nalgas de Dempsey y lo hicieron reaccionar para que, obnubilado y todo, volviera al ring. Lo hizo 17 segundos después de la caída, pero el árbitro Jack Gallagher no le hizo la cuenta de diez. Por eso Firpo no fue el primer campeón mundial del boxeo argentino.
La derrota no manchó su nombre y su honor de bravo peleador, más bien todo lo contrario. Le dieron una bienvenida de héroe deportivo y se transformó en una celebridad nacional. Mucho más cuando se supo que había peleado con una fractura en el húmero del brazo izquierdo. En muestra de reconocimiento por su actuación, el intendente de la ciudad de Buenos Aires, Carlos Martín Noel, derogó el 3 de febrero de 1924 la ordenanza que llevaba 32 años prohibiendo el boxeo y rehabilitó su práctica.
O sea: Firpo cambió la historia. Transformó una actividad marginal y clandestina en un fenómeno masivo y popular. Por eso, cada 14 de septiembre, la Argentina celebra en su memoria el Día del Boxeador. Y por eso también, la gente jamás le reprochó aquella derrota rotunda ante Dempsey. Lo veneró como un ídolo pese a que era hosco, desconfiado, tímido y ceceoso al hablar. Hasta llenó el Luna Park una noche lamentable de 1936, cuando a los 41 años, el viejo Toro Salvaje quiso reverdecerse luego de 10 años de retiro y recibió una terrible paliza de parte del chileno Arturo Godoy, que lo derribó seis veces y le ganó por abandono en el tercer asalto. Se fue del boxeo con un récord de 31 triunfos (26 antes del límite), cuatro derrotas y siete sin decisión.
Nacido el 11 de octubre de 1894 en Junín (provincia de Buenos Aires), Firpo de joven peleó cuerpo a cuerpo contra la miseria. Fue cadete en una farmacia, albañil en la construcción del Palacio de Correos, y cobrador de una fábrica de ladrillos. En 1916 se metió a aprender boxeo en el Club Internacional que funcionaba en la esquina de Libertad y Sarmiento en Buenos Aires, donde un año más tarde se hizo profesional sin haber peleado nunca como amateur. Con los primeros triunfos, empezó a tener amigos de alta alcurnia: Macoco Alzaga Unzué, los Tornquist y los Anchorena lo refinaron y le hicieron conocer los placeres de la buena vida. Horacio Lavalle, otro millonario, le empezó a manejar la carrera, y le enseñó a hacer buenos negocios y a ganar mucho dinero.
Firpo fue, quizá, el primer argentino que entrevió al deporte profesional como una fuente inagotable de ingresos. Cuando en 1922 enfrentó al estadounidense Jim Tracey en la vieja cancha de Sportivo Barracas, hizo filmar la pelea y luego la pasó en los cines de los barrios porteños, llevándose un porcentaje de las entradas. Como le fue bien, repitió la idea en cada combate suyo en EE.UU. y siguió sumando. En 1923 cobró 96 mil dólares por noquear en ocho vueltas al ex campeón Jess Willard y 156.250 por desafiar a Dempsey, y no dilapidó un solo dólar.
Cuando se retiró por primera vez en 1926 era inmensamente rico y famoso. Tuvo la representación de una marca de autos importados (Stutz), fue propietario de tres mansiones en el Barrio Norte, llegó a ser dueño de 12 mil hectáreas y miles de cabezas de ganado y caballos en la provincia de Buenos Aires, y era recibido con honores por la Sociedad Rural. Nunca se casó con Blanca, su esposa y jamás le interesó tener hijos.
En 1946, contrató al periodista Horacio Estol para que escriba su biografía autorizada: Vida y Combates de Luis Angel Firpo. Y en 1953, el general Perón lo sentó a una mesa de la residencia de Olivos con Jack Dempsey y los homenajeó a 30 años de la pelea del siglo. Hasta el último instante de su existencia, cada vez que caminaba las calles de Buenos Aires o ingresaba a los salones de la alta sociedad, la figura inmensa (en el más amplio sentido de la palabra) de Firpo ejercía un magnetismo extraño entre la gente. Lo miraban y lo respetaban como una gloria mayor del deporte. Eso fue el Toro Salvaje de las Pampas. Eso sigue siendo a 60 años exactos de su muerte.