“Soy un montón de partes porque me hice de pedacitos y recién ahora me estoy armando”, reflexiona el actor Willy Lemos en entrevista con Página/12. En medio de una pausa obligada por la pandemia, lejos de las tablas y las claquetas y con 63 años recién cumplidos, a Lemos le llegó su momento de mayor reconocimiento. Después de casi 50 años de trabajo (empezó a los 14), esos “pedacitos” de los que habla lograron ensamblarse. A principios de julio llegó a Cinear Play Bernarda es la patria, documental dirigido por Diego Schipani y producido por Albertina Carri sobre el transformismo en el under porteño de los ‘80 que es, ante todo, un homenaje a su figura. La película, que cosechó muy buenas críticas , no sólo recoge su recuerdo medular de aquellos años de tacos altos y pelucas de colores, sino que le permitió desplegar su increíble capacidad actoral: Lemos conmueve con su interpretación de Bernarda Alba de una forma que hubiera hecho sonreír de satisfacción a Federico García Lorca.

Además, hace poco se estrenó en la plataforma Contar la miniserie Si me volviera a enamorar, donde es Mimi, un hombre al que echan de su propia casa cuando muere su compañero. Si bien Lemos ya había sido Virginia, la esposa de Di Nardo (Roberto Carnaghi) en la tira Primicias (2000), y participó en recordados ciclos televisivos como La fiesta y Alta comedia -donde compuso a sendos travestis-, este es su primer protagónico (ver recuadro). “Más allá de que empecé en el under, mi trabajo siempre fue muy independiente, salvo alguna película más grande como Tacos altos, de Sergio Renán, o la única publicidad que hice, la del Banco Provincia en 2007. Y me alegro de haberla hecho porque fue con compromiso, no hice la maqueta de una travesti”, recuerda Lemos, quien se transformó para el comercial en una altiva peluquera que recibía con aplomo las disculpas de un paisano que le confesaba compungido que “no la había sabido tratar”.

Como para muchos otros artistas, la pandemia supone para él un enorme desafío económico. Y porque se sabe parte de una colmena de artistas independientes en la que no hay abejas reina, sino sólo obreras, no deja de agradecer a quienes lo están ayudando en este difícil momento, desde SAGAI y Mosquito Sancineto, quien organiza colectas para acercar bolsones de alimentos a través de la campaña Artistas Solidarios, hasta su amiga, la actriz Umbra Colombo, o su médica y psicoanalista Laura Sobredo, quien lo está atendiendo gratis. “Estoy recibiendo mucho, pero mucho amor, y eso hay que decirlo”, afirma.

-¿Qué es para usted un artista?

 

-Un artista tiene que servir para abrir cabezas y caminos y para entregarle a la juventud la posibilidad de la pasión y del cambio. Es un obrero emocional de la sociedad. Lo demás es vanidad. La farándula me da vergüenza. Es un lugar en el que nadie se habla, nadie se escucha. Me da tristeza la poca inteligencia, la poca sabiduría, la banalidad. Por fuera de la farándula estamos los artistas, que además son los que están siendo solidarios en este momento. Entiendo que se pueden hacer cosas que entretengan, pero yo me entretengo viendo Bagdad Café o Caño dorado, de Eduardo Pinto, que me parece un peliculón. Ahora un actor va al gimnasio, publica una foto de su cuerpo y le escriben “¡Sos un genio! ¡Sos todo!”. Yo me pregunto: “¿Qué es lo genial? ¿Qué estás dando?”. En los ‘90 se tinellizó a la juventud, se la volvió estúpida. Había una cosa de vacío, de risa fácil...por suerte ahora hay de nuevo gente joven haciendo cosas con pasión, como Analía Couceyro, Bimbo, Romina Escobar…

Lemos con el director Diego Schipani en el rodaje de

-¿Cómo cree que influyeron grupos del under de los que formó parte como Los peinados Yoli y Besos de neón en el teatro en general?

 

 

-En los 70 había como una cosa de no hacer. Nosotros rompimos con eso con la pasión y la intuición, con la necesidad de rebeldía a los milicos y a lo que pasaba, que era terrible. Fue un aporte muy importante que influyó incluso en los teatros oficiales, donde instaló un gran cambio en la actuación y también en la elección de los actores. De repente lo tenías a Alejandro Urdapilleta haciendo de Hitler o a Marito Filgueira en Boquitas pintadas en el Teatro San Martín. Cuando Alberto Ure me convocó para hacer a la princesa de Borbón en Los invertidos, Tita Tamames, la condesa que ponía plata en el San Martín, puso el grito en el cielo. “¿Un hombre vestido de mujer en el teatro oficial?”. Al final me amó, divina. Pero Ure se tuvo que plantar. 

-En 1985 llegó un papel clave en su carrera, la travesti de Tacos altos

 

-El director de fotografía, Daniel Karp, me había visto con Susú en El Depósito y le dijo a Renán: “Tenés que ver a este chico que cuando es chico, es un chico, y cuando es chica, es una chica, y que además tiene una ternura que se traslada a sus personajes". Y Renán me eligió. Pocos años antes de su muerte me lo crucé en el festival Pantalla Pinamar y fui corriendo a su encuentro, porque no lo había visto nunca más, y le dije: “Sergio, le quiero agradecer porque usted me hizo entrar por la puerta grande a una gran película y me abrió un camino”. Y me contestó: “No, yo te quiero agradecer a vos, porque no me equivoqué. Tu personaje sigue creciendo en el tiempo". A él le exigían darle ese personaje, que era clave, a un actor más conocido como Ricardo Darín. Sé que cuando no esté más en este plano no me voy a llevar cosas materiales, pero sí este tipo de cosas. O como cuando el otro día me llamó Lucrecia Martel (N.de la R.: en cuya película Zama tuvo un pequeño papel como religioso) para decirme después de ver Bernarda es la patria: “¡Willy, traspasás la pantalla!”.

-Poco después interpretó a una mujer trans en la película La bailanta.

-Sí, hacía de la pareja de Alberto Busaid, un actorazo, muy generoso. No era algo típico, él hacía de un repartidor que estaba en pareja conmigo. Fue una película súper independiente, que se filmó con dos mangos en Castelar. Me acuerdo que me tomaba el tren en Once y los pasajeros me miraban. Yo he tenido hasta vergüenza de entrar a un almacén a comprar 100 gramos de jamón porque me daba vergüenza quién era. Porque no era el típico amanerado, era andrógino. Subía al tren o al colectivo y me decían “señorita”. Como era hippie, iba de pelo largo, jeans y túnica y no se notaba si era nene o nena.

 

-Incluso lo encarcelaron por vestirse de mujer.

-La policía hacía razzias en lugares como Taxi Concert, Stud Bar, El Depósito, todo lo que se sembró diez años antes de que existiera el Parakultural. Como yo me vestía de mujer para actuar, me llevaban. A las diez entradas te mandaban a Tribunales incomunicado por prostitución. No lo podía creer. ¿Cómo prostitución? De Tribunales te llevaban a Devoto. Viajabas parado en el celular y quizá tenías al lado a otro que había matado a diez personas. Por la rendija escuchaba los zapatitos de la secretaria que iba a trabajar a Tribunales y los chicos que iban a la escuela. De ese lado estaba la libertad, pero yo estaba del otro lado y me preguntaba: “¿Qué hice?”. Porque en un momento llegás a pensar “algo debo haber hecho”. Eso pasaba en los 80 en plena demoracia. Lo único que le dije al carcelero fue que no me llevara a un pabellón. Me metió en un calabozo donde guardaban papas y cebollas. Era febrero, hacía un calor de locos, había moscas y mosquitos. Fue la peor noche de mi vida. Me largaron recién a la otra noche a las dos de la mañana sin documentos, sin plata y vestido como estaba vestido. Entre una cosa y otra habían pasado como cinco días sin agua, sin comer, sin ir al baño. Te cagaban a bollos y otras cosas que prefiero guardarme.

 

-En los 90 y hasta películas como Paco (Diego Rafecas, 2009) estuvo bastante alejado del medio. ¿Qué pasó en esos años?

-Sí, hubo un bache muy grande. Fue la etapa en que me dediqué a hacer terapia, a la cosa espiritual, porque necesitaba resolver mi identidad y mi sexualidad. De chico sufrí abuso intrafamiliar, que es algo muy fuerte y muy duro. Y no vengo de un lugar en el que dormían ocho en una cama -que tampoco quiere decir nada-, pero quiero decir que nací en una casa impresionante en pleno barrio de La Lucila, mi hermana fue al Northlands, yo al Saint Andrews y al Jesús en el Huerto de los Olivos, escuelas carísimas. Los vecinos eran los embajadores de Nueva Zelanda. Un lugar muy acomodado a cinco cuadras de la Quinta Presidencial.

 

-¿Qué marcas dejó esto en su vida?

-Esto empezó entre mis cinco y siete años y duró otros siete años, hasta que a los 14 me fui de casa. Algo así invade tu sexualidad para toda la vida. Cuando la persona que te trajo al mundo y en la que confías, que te compró el teatro de títeres cuando tenías sarampión o te llevó al cine Los Angeles a ver Blancanieves te toca… afecta también cómo te valorás. Hoy día creo que hay tantas sexualidades como gente viva. Es algo tan personal y tan único. Hay una foto que me sacó mi papá en el jardín de La Lucila de chiquito, con mi gata y mi muñeca. Valoro mucho las fotos, porque son el documento de que lo que decís es verdad. Porque mi mamá cuando le decía lo que pasaba me contestaba que lo había soñado. En ese jardín y en ese sillón, yo hablaba con las hadas porque me salvaban de mi papá. Sabía que iba a ser feliz, pero necesitaba encontrar el camino. 

 

-Usted ayudó a muchos actores a preparar sus papeles sin haber tenido una educación formal. ¿Dónde aprendió a actuar?

 

-Aprendí trabajando porque no tuve otra oportunidad. Aprendí de Ure, de Renán, de Susú, de Cristina Banegas, de Lorenzo Quinteros, de Arturo Bonín, de Alicia Bruzzo, de toda la gente que fue pasando por mi camino. Mezclé el trabajo espiritual que hice, que incluye la meditación y mis 30 años de terapia con Ana María Matheu, con lo que te enseñan la vida y la calle, e hice un cóctel con todo eso. Pasé de ser un niño bien de La Lucila a vivir en la calle. Dormí en la estación Borges antes de que fuera el Tren de la Costa, en la Plaza Roberto Arlt, en las entradas de edificios. Con la que después fue la dueña de El Morocco, Diana Ruibal, vivimos en un conventillo de La Boca donde había una prostituta a la que el cafishio la cagaba a bollos de noche y una chica con un bombo impresionante que decía que cuando naciera el bebé lo iba a ahogar en el Riachuelo. Cuando uno vive en la calle es muy jugoso lo que pasa, aprendés mucho.

-¿Cómo es el trabajo que hace con los actores?

 

-Les enseño a componer el personaje. Trabajo mucho con la ensoñación. Me acuerdo que Arnaldo André me miraba y me decía: “No entiendo ni de lo que me hablás, pero todo el mundo me habla tan bien de vos que te voy a creer" (risas). Preparé a Carla Peterson para La Lola y se ganó un Martín Fierro, a Mike Amigorena para Los exitosos Pells… Soy muy querido y respetado por los actores. Es un trabajo que me ayudó a dejar de vender ropa, ser mozo. Trabajé de muchas cosas para sostener mi carrera. Hace 15 años fui mozo de una casa en Palermo Hollywood a la que iban mucho Mariana Briski, que la amaba, Flor Raggi… y todo el mundo creía que yo era el socio de la dueña, pero ¡era el que atendía!

 

-Después de tantos sacrificios…¿siente que valió la pena?

-Mirá, cuando, como me pasó hace poco, te escribe alguien a quien no conocés y te dice: “Señor Willy Lemos, yo a usted lo sigo desde hace 40 años, porque cuando vi Tacos altos a los nueve me animé a decirle a mis padres que yo sentía otra cosa”… (se emociona). Para los que no tenemos hijos, que tu trabajo le sirva aunque sea a una sola persona significa que ya está, que la elección valió la pena.

 

Si me volviera a enamorar

 

Si me volviera a enamorar es una miniserie de 13 capítulos acerca de tres amigos muy compinches dueños de un bar y los distintos desafíos que van enfrentando en su búsqueda del amor. Filmada en 2015, acaba de estrenarse en la plataforma Contar, donde se la puede ver de forma gratuita. Estos tres amigos son Guillermo (Rafael Ferro), un rompecorazones gay cuyo universo queda patas arriba cuando se enamora de una mujer, Gustavo (Guillermo Arengo), quien debe lidiar con el conflictivo divorcio de su esposa mientras se enamora de la nueva camarera del bar, Ana (Carla Conte), y Mimi (Willy Lemos), un organizador de eventos de gran corazón que, tras la muerte de su pareja, Flaqui (un irreconocible Leonardo Javier Veterale, más conocido como la drag La Barby, de saco y pantalón), es desalojado por su suegra de su casa. 

Dirigida por Franco Verdoia (La chancha), con guión de Guillermo Hermida y la dirección de arte de Cristina Nigro, la miniserie, filmada enteramente en un galpón, cuenta con una original puesta en escena teatral combinada de forma eficaz con recursos audiovisuales. El acertado casting logra darle carnadura a los diálogos, que abordan con honestidad temas como las identidades sexuales y de género y el rol de la mujer. Por otra parte, cierta cuota de humor y de ternura logra reemplazar la pátina dramática con la que se suelen tocar a veces estos temas.

“Este papel fue una oportunidad maravillosa. Hace poco hablábamos con Hermida de que la palabra que define tanto a la serie como a los personajes es ‘entrañable’...”, asegura Lemos, a quien también se podrá ver pronto en la película 10 palomas, de Tamae Garateguy, como una mujer que se ve envuelta en un crimen y en la que comparte elenco con Nancy Dupláa, Guillermo Pfening y Alberto Ajaka. “Haber hecho esta serie hace cinco años y que sea tan actual, con todo lo que está pasando ahora, también es un mérito de Hermida, Verdoia y de todes nosotres”, agrega.

En su opinion, el personaje de Mimi representa la posibilidad de “salir adelante pase lo que pase”. “Es un personaje que me pegó muy fuerte porque tiene bastante que ver conmigo”, señala. “Está relacionado con cierto manejo de la intuición, de la fuerza mezclada con la emoción, que te da una sensibilidad que te permite ver las almas de los otros. Es una mezcla de tener ovarios y huevos para afrontar las cosas y solidarizarte con cada persona que sufre a tu lado. En cierta forma Mimi parece el más frágil, pero es muy fuerte”.