La muerte de la abogada argelina Gisèle Halimi, tan cercana a Sartre y Simone de Beauvoir, me evocó mi período de devoción existencialista durante el que había dibujado en la puerta de mi cuarto un corazón atravesado por una flecha con el nombre de la pareja como si fueran un par de estrellas de rock. Pero hoy quiero contar una historia de amor “contingente”, la que Simone de Beauvoir vivió con el norteamericano Nelson Algren. Ocurrió durante la guerra fría. ¿Cómo no fascinarse con un hombre que se sabía al dedillo los frigoríficos de sus ciudad, las prisiones, los lupanares y los manicomios y la llevaba a visitar ladrones morfinómanos que lo arrastraban al baño para que viera la escena de la inyección y vivía tras una escalera de incendios bajo el cartel apagado de un dancing, en un callejón adonde se tiraba la basura del barrio y desde donde podía oírse el sonido de los rieles por donde pasaba el tren local. Lo conoció durante una visita a EEUU, lo volvió a visitar una y otra vez, lo recibió en Francia cuando el amor había naufragado en amistad.
Acostumbrada a los profesores ciclistas, a choferes de autos con pinta de pertenecer a un obrero manual, propio de los estudiantes combativos, Simone de Beauvoir se emboba con un escritor que, a menudo, se movió en vagones de carga, trabajó de lavacopas, de masajista y de albañil y, luego de caer en sus brazos, decreta que la levantó de entre los muertos, se autobautiza Lázaro y, cuando no lo ve, que es casi siempre, dice sentir una especie de hambre que no la deja escribir salvo cartas en donde no se avergüenza de calificarse de “esposa”.
En Los mandarines, la historia de la banda existencialista de pos guerra, Anne (inspirada en Simone de Beauvoir) , es una psiquiatra francesa prestigiosa, casada con el intelectual Robert Dubreuil (inspirado en Sartre), que conoce durante una gira de conferencias a Louis Brogan (inspirado en Algren). El amor va y viene viajando, en la novela y en la vida real, antes que él le dijera a ella que no la quería más, haciéndola llorar hasta dejarse la cara llena de surcos rojizos, y consolarse con benzedrina, la droga de Sartre, como si éste le adelantara su frío consuelo de hombre elegido como pareja esencial y desenfrenado por los químicos estimulantes.
Entre los personajes Anne y Louis existía una compulsión al movimiento, la necesidad de suplir los días contados con un exceso de imágenes y de experiencias que serán pocas a la hora de la despedida y de la pérdida, o muchos años después: Nueva Orleans, Mérida, Uxmal, Chichén Itzá. Ella, como todos los que tienen dos amores, imagina una agenda anual entre París y Chicago, es decir, una organización sin pérdida. El tercer mundo es su cana al aire donde el hotelucho en el que duerme le ofrece, en lugar de cama, una hamaca en la que ella se suele entristecer cuando oye el sonido de una guitarra entre gritos de cerdos y gallinas, entonces hace lo que todo turista blanco: visitar templos, pirámides y mercados. Y Anne dice lo que tal vez haya dicho Simone: “Compremos una casita. Dormiremos en hamacas, y te haré tortillas y aprenderemos el lenguaje de los indios”. Nunca sometas a la prueba de realidad a un corazón perdido.
En esa novela exitosa, Simone de Beauvoir, por primera vez no intenta escribir sobre sus observaciones y parece haber depuesto el análisis político radical. Su sentido crítico se desliza apenas en una frase de Anne sobre los templos indígenas para explicarse a sí misma su impotencia de europea blanca: “Hasta entonces la Antigüedad se había confundido para mí con el Mediterráneo. Sobre la Acrópolis, en el Foro, yo había contemplado sin sorpresa mi propio pasado; pero nada unía a Chichén Itzá con mi historia”. Brogan-Algren es bastante ignorante de lo que no sea la cultura de su nación: aunque hombre de izquierda, hace comentarios despectivos sobre una pasividad indígena que consiste en acarrear piedras y sembrar maíz. En su fondo de simpatizante por la Unión Soviética hay un neoliberal que adjudica a los oprimidos la responsabilidad de su propia condición y se asquea de que no se levanten para arrojar las piedras que transportan. Y ella, Anne-Simone , durísima para cantar las cuarenta a los argumentos endebles, deja pasar esas simplezas, comprendiendo vagamente que Brogan-Algren prefiere los lúmpenes suburbanos a los habitantes de pueblos originarios.
En La fuerza de las cosas, recompuesta su voluntad intelectual de escribir lo vivido matizando la experiencia con la observación filosófica y la memoria histórica, Simone de Beauvoir someterá el relato de una devastación pasional a un balance utilitario sin nostalgia: lo perdido ha valido, sin embargo, la pena. Ella, que se enamorará a lo largo de su vida de activistas con pasados proletarios y aventureros, de disidentes soviéticos de una noche, de discípulas que saben replicar, habrá gozado de la materialidad de un cuerpo que sabía llevarla más allá de sus propias fronteras.
¡Ah, si no hubiera tenido EL PROYECTO! Deshecha, se eligió a sí misma. Pero me atrevo a afirmar que la señorita de Beauvoir nunca se recobró de su cobardía. Tengo nostalgia de esa contramarcha que no hizo, vuelta a su capital seguro y a la lealtad a ese hombre, Sartre, que le habría aconsejado con indiferencia lo que parecía dictado con total ausencia de celos: no tirar a Francia por la ventana. ¿Y si ella hubiera permanecido entre esos izquierdistas casi asintomáticos –un mitin allí, una declaración a los periódicos allá– para interrogar ese americanismo ciego cuyo demonio, como el de sus enemigos, era Rusia, y aprobaban adelantarse en la bomba porque la paz se consigue con violencia, recordándole el chauvinismo de su propio país?
De haberse ido a vivir a EEUU, como le proponía Algren, ¿se hubiera quedado sola a la larga cuando su amante se cansara de las cucardas de haberse soplado una celebridad del viejo mundo y le tiraran de nuevo los puti club, los mataderos y los manicomios para volver a disfrutar ese totalitarismo del referente de las obras vitalistas que presumen de roce con el pueblo?
Los feminismos a menudo oponen el amor a la obra. Sin embargo Simone de Beauvoir escribió El segundo sexo al compás de ese amor casi siempre anual en sus realizaciones, con las ojeras de la ausencia y la obsesión por las cartas que se extravían, la calentura de que, mientras se tiene cabeza para interrogar al stalinismo, se quiere estar cogiendo bajo una manta india en un callejón donde se descarga la basura, del otro lado del océano.
Simone de Beauvoir, a quien una alumna bautizó “El reloj en la heladera“ fue la primera escritora contemporánea que describió una fellatio de la que era protagonista activa a través del personaje de Anne, “–¿Tenerla? La tendría conmigo toda la vida –dijo él con pasión. Había lanzado aquellas palabras con tal violencia que naufragué en sus brazos. Besé sus ojos, sus labios, mi boca bajó a lo largo de su pecho y rozó el ombligo infantil, el vello animal, el sexo, donde su corazón latía a golpecitos; su olor, su calor me emborrachaban y sentí que mi vida me abandonaba, mi vieja vida, con sus preocupaciones, sus fatigas, sus recuerdos gastados. Lewis apretó contra él a una mujer nueva”.
¿Chupar era un verbo demasiado chabacano para la lengua de Racine, de Víctor Hugo? ¿O remilgada, Anne, realmente besó y no chupó y Louis, quien luego de sus revolcones con putas y drogadictas, al fascinarse con esa reticencia francesa, mostró su hilacha moralista? Yo imagino a Simone de Beauvoir chupándosela a Nelson Algren con esos labios finos casi siempre crispados en las fotos y en las películas, imperativos para con las flaquezas de sus compañeros de ruta –Claude Lanzmann, el mismo Jean Paul Sartre– por fin abiertos, hinchados y húmedos en un bombeo rítmico y fuera de control.