Alfredo miraba la vida pasar; no entendía cómo fue que sucedieron los cambios; veía todo como una película retroactiva. Menos aún comprendía su soledad.

Tan lleno de hijos y de nietos, sobrinos, hermanos y primos... e inexorablemente solo; peor aún, solo con los malos recuerdos, de reproches de abandonos y peleas.

Cuando uno está solo la pasa bien pero habitado de malos recuerdos está malamente acompañado. Así pensaba Alfredo esa noche de fin de año en el balcón iluminado y ruidoso de la avenida Corrientes en la  Capital Federal; no esperaba a nadie ni a nada.

Era el momento en que lo sostenía simplemente un hálito de esperanza… de volver a ver a los suyos. ¿Qué tan malo haya sido en la vida como para no merecer alguna compañía?

Cuán equivocado fue ir a probar suerte a la capital con la promesa que con los primeros pesos iría trayendo uno a uno a los suyos empezando por María, ya cansada de renegar con los cabritos y cerdos en la árida meseta cordobesa, luego vendrían Pedrito, José, Mariana y el tío Simón, los nietitos Belén, Delfina y su preferido Josecito, el último.

Ya los estaba imaginando alborotados en los shopping porteños, correteando por las plazas inmensas, admirados por los subterráneos y el tránsito infernal de la gran ciudad. Imaginaba a sus hijos retomando la escuela y a sus nietos ingresando a la universidad, a su María dirigiendo un restaurante; esos eran los sueños de Alfredo.

Pasaron apenas tres años... no es tanto tampoco como para que se olviden de mí; es cierto que apenas puedo cubrir el alquiler de este cuartucho compartido con un santiagueño pero yo esperaba que tuvieran más paciencia y una visita podían pagarse entre todos aunque sea una vez al año...

Está vez le pegó feo, guardaba la secreta esperanza de que vendrían a compartir este fin de año. Le advirtió al santiagueño que tal vez se tendría que buscar un lugarcito por unos días. El hombre asiente con la cabeza recordando con benevolencia que ya lo había advertido igual hace un año... dos.. y... Terminaban los dos en el bodegón de siempre, engullendo los siempre accesibles tallarines con salsa y borrachos con aquel vino barato de cajas de cartón que alegraba el momento y amargaba el despertar de resaca, dolor de cabeza y más tristeza.

Menos mal que tenía al santiagueño, albañil de changas, tan forzudo como simple, nunca se quejaba y no parecía tener un pasado que recordar o añorar.

Alfredo envidiaba su simpleza, su alegría con los goles de Boca y su filosofía de vida que sólo por los profundos surcos de su cara podía permitir sospechar sufrimientos.

Qué sería de él este fin de año solitario y triste sin este compañero que adivinando los oscuros pensamientos de Alfredo sin mediar palabra alguna sacude el mantel, prepara el mate y pone en la mesa el platito de porotos y el gastado y grasoso mazo de naipes. Sentado en la mesa mezcla las cartas y sólo espera que Alfredo se siente a recibir las primeras tres de la baraja, confiando que esto alegrará la tediosa tarde del caluroso domingo capitalino, sin fútbol ni trabajo.

Normalmente Alfredo jugaba con paciencia con el santiagueño, sabía que era sólo para matar el tiempo. Pero esa partida pinta de otro modo, parece que la bronca acumulada por sus cuestiones personales hace que el juego de ese día adquiera un in crescendo de interés y adrenalina hasta llegar a un grado de euforia desconocido por el mismo.

¡Falta envido!- grita Alfredo en el final del quinto partido (iban 2 a 2)

-Quiero chamigo -contesta cansino el santiagueño.

-32 de mano- grita Alfredo.

-33 son mejores- contesta el otro sin inmutarse mientras deposita los otrora relucientes oros del seis y siete. Alfredo pega un puñetazo a la mesa,  desparrama los porotos y las cartas y los vasos tiemblan. El santiagueño dice: -Tranquilo, si es por los porotos nomás.

-¿Qué querés decir?- responde Alfredo... ¿Que juguemos por otra cosa? dale... te juego por la negra, esa novia que vos tenés que viene de vez en cuándo acá.

Iban tres cajas de vino ya vaciadas en las acaloradas gargantas de los hombres. Quizá fue eso, más el agobiante calor del cuarto y la soledad de escasas alegrías que precipitaron el duelo sin testigos.

-Y si gano, quiero que te vayas y me dejes la pieza y no vuelvas más- propone el santiagueño sorprendiendo a Alfredo por una firmeza desconocida del hombre.

Un instante de lucidez parece hacer reflexionar a Alfredo pero un nuevo trago áspero de vino caliente lo vuelve a la pelea: "¡Hecho carajo! ¡Vamos por todo!". -Juguemos un seco a 30... ¡La negra o el cuarto qué mierda!

A esta altura del vino y de la tarde no había más nostalgias, ni más drama que esa partida final, definitiva y sin retorno.

Estaba oscureciendo afuera y adentro de la pieza, una lamparita leve con sus sombras proyectadas sobre la mesa dan el toque fantasmagórico a la escena de estos hombres miserablemente unidos por la locura pobre de sus vidas.

Sin darse cuenta llegaron a la eufórica e instantánea sensación plena de la acción y la épica. La diversión final de la ruleta rusa. El resultado sería un muerto y quien inexorablemente moriría sin dudas es la amistad.

Promediando la partida sin sacarse ventaja, poroto a poroto, sin arriesgar nada, diciendo "no quiero" ante la mínima duda del convite del otro, golpean la puerta. Seguramente es Nancy; los hombres se miran, ambos traspiran más allá del calor insoportable

Los golpes en la puerta se hacen más insistentes, es la negra quien llama al santiagueño con cariñosa impaciencia. Con leve movimiento de cabeza, Alfredo dice que le abra, titubeante el hombre obedece, de última es su casa por ahora, piensa con rapidez.

Nancy recorta su figura en la puerta y cuando gira para besar en la mejilla a su compañero deja ver su abultado abdomen de por lo menos seis meses. La mujer no entiende el tenso silencio pero lo advierte.

Alfredo intenta una torpe sonrisa, guarda los restos de la partida y vacilante de alcohol, calor y turbación, dice "ya me iba al boliche y a estirar las piernas" y apresurado toma el llavero, abre la puerta saludando breve.

Afuera la avenida se le antoja amigable, el aire algo más fresco lo despeja.

 

Enciende un cigarro y camina lento primero, luego con más ritmo para luego sorprenderse de su sonrisa y de su risa estentórea opacada por los ruidos de la gran ciudad.